Con este nombre suele indicarse el movimiento, surgido en Alemania a fines del siglo XVIII y difundido desde allí a Francia, Italia, Inglaterra y al resto de Europa durante los primeros años del siglo XIX, dirigido a liberar los espíritus de la sujeción a los modelos del arte clásico o pseudoclásico y de la mentalidad peculiar que durante siglos había encontrado su expresión en el arte clásico.
La palabra “romantic” aparece por primera vez en Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XVII; pero era usada, no sin ironía, para indicar cosas que “sólo ocurren en las novelas”, fuera de la realidad. En su significado positivo, moderno, la palabra no apareció hasta el siglo siguiente, cuando la nueva sensibilidad empezó a deleitarse con cuanto era fantástico e irracional, misterioso y extraño, melancólico o terrorífico: “románticos” parecieron entonces los castillos góticos y los antiguos conventos en ruinas, “románticos” los paisajes pintorescos, horrendos o idílicos, pero solitarios y agrestes; así como empezó a llamarse “romántico” cuanto —en la poesía popular o culta — se relacionaba con la Edad Media.
La fecha del nacimiento oficial del movimiento en Alemania es 1798 cuando Friedrich Schlegel, en la revista Athenaeum (v.) [fase. 2, pág. 28], definía la poesía romántica como una “poesía universal progresiva que… [en contraste con la plenitud de la poesía antigua…] radica siempre en el devenir, incluso tiene como carácter propio el estar siempre en evolución, en no poder nunca quedar completada”. Y mientras con dichas palabras de adivinación profètica abría perspectivas infinitas, al mismo tiempo — y junto con su hermano August Wilhelm, con Novalis y con Schleiermacher— aclaraba y precisaba en todas direcciones, no sólo respecto a la poesía, sino con referencia a la religión y a la moral, las exigencias de la espiritualidad nueva.
Precisamente en aquel mismo año, por otra parte, el movimiento romántico llegaba a su primera formulación neta también en Inglaterra con el programa de las Baladas líricas (v.) de Coleridge y Wordsworth, “alado anuncio de una revolución poética”, destinada “a dar color de realidad a lo sobrenatural por la verdad de las emociones expresadas” y, por otra parte, “a revelar el misterio escondido en las cosas más humildes de cada día”.
En Francia en cambio, la primera batalla abierta tiene lugar en 1810, cuando Mme. Staël escribió lo que puede llamarse precisamente el primer manifiesto del Romanticismo francés: De Alemania (v.). La obra, prohibida en seguida y mandada destruir en la imprenta por Napoleón, se publicó en 1813 en Londres. Mme. Staël anunciaba a sus compatriotas el gran salto ideal conseguido por la literatura alemana precisamente en el momento en que se agotaba el Neoclasicismo napoleónico y, lanzando la alarma por los peligros de anquilosamiento para el arte francés fijo en los modelos clásicos del XVII, abría definitivamente las puertas a la poesía del entusiasmo y a la libertad creadora del espíritu.
En Italia, en fin, el Romanticismo se afirma en 1816 cuando un artículo —en el cual Mme. Staël incitaba a los italianos a liberarse de ima sujeción ya pedantesca y supina ante las formas clásicas y a estudiar las nuevas literaturas extranjeras— provocaba protestas violentas y adhesiones fervorosas e inspiraba a Berchet la Carta semiseria de Crisòstomo (v.), verdadero manifiesto del Romanticismo italiano.
Diversas eran, en los distintos países, las tradiciones en las cuales el nuevo movimiento venía a insertarse; y diversas también algunas de las actitudes que, en determinados momentos, se ofrecieron como salidas a este movimiento. Mientras en los países del Norte se presentó como un movimiento de fondo nacional y como una vuelta a los lejanos —e incluso olvidados— orígenes, en Italia y Francia suponía la renuncia a tradiciones de arte ya antiguas y gloriosas, en favor de tradiciones más recientes, y en especial, de metas aún ignoradas. Pero era, en todas partes, el espíritu de los nuevos tiempos que reclamaba su derecho a la vida. Y por doquiera el programa fue, bajo muchos aspectos, el mismo. En el plano literario significó en todas partes oposición a los lugares comunes de la inspiración de origen grecorromano, ya derivaran de la mitología, ya se basasen en tradicionales episodios históricos de dicha civilización; significaba rechazar la estética clásica con sus divisiones rígidas en géneros literarios y con sus unidades aristotélicas de tiempo, espacio y acción; en todas partes fue el repudio de todo academicismo que no se refiriese directamente a la vida y a la historia y no tuviese un intrínseco significado moral.
Anuladas de ese modo las exigencias formales exteriores, la poesía tendió hacia una representación viva y global del hombre, tanto en lo que en él haya de miserable como de sublime; y tratando de remontarse a los cauces inmediatos del espíritu moderno, descubrió en el Medievo y en los valores espirituales que se habían consolidado en la épica y la leyenda de dicha época las nuevas fuentes de inspiración; y en su ansia de horizontes siempre renovados, se dio al estudio de los pueblos más lejanos, hacia aquel Oriente antiquísimo donde el hombre parecía haber mantenido misteriosos e inmediatos contactos con la naturaleza, o hacia el Occidente recientemente investigado y descubierto, donde los pueblos primitivos aparecían todavía próximos a lo genuino primordial, para arrancar de ellos el secreto de la vida.
todo eso bajo un común programa literario complejo y rico, que en el concepto de la “forma interna” — siempre inmanente en la inspiración— ha puesto la unión entre la poesía y la vida, y es sólo la manifestación visible de una exigencia más profunda, de la que viene al Romanticismo su verdadera esencia y su espiritualidad.
Considerado desde este punto de vista, el Romanticismo se presenta de hecho como una profunda reacción contra la orientación espiritual que, partiendo del Humanismo (v.) y del Renacimiento (v.), o, al menos, de algunos aspectos de ambos, culmina en la Ilustración (v.), completamente dedicada a hacer protagonista de la existencia a la razón humana. A las luces de la Ilustración, opone el sentido del misterio; a la verdad de hecho, comprobada por la ciencia, una verdad originaria y distinta, acogida por todo el universo como una realidad superior a la divinidad impersonal, que ha ordenado el mundo según un riguroso “espíritu de geometría”, la divinidad cristiana, toda palpitante de afectos; a la tentativa de colocar la vida en una esfera de completa conciencia, donde todo acto esté definido en sus relaciones con cuanto le circunda, el esfuerzo de liberar lo concreto del cerco lógico que lo aprisiona, para sentirlo mágicamente vinculado a los valores eternos; al predominio de la actividad racional, el de la intuición contemplativa.
Los nuevos “principios estéticos” —el abandono del principio de imitación sustituido por la libre efusión del corazón, la concepción de la poesía como “voz del alma” y el descubrimiento de la vena popular— no fueron simples consecuencias de un cambio del gusto sino el resultado de ese nuevo sentimiento de la vida por el cual las misteriosas fuerzas de la naturaleza, operando también en la existencia humana, aparecían como valor supremo, y toda rigidez de cánones abstractos se disolvía irremisiblemente en el devenir perenne de la historia que efectúa por caminos imprevisibles el “reino de Dios sobre la tierra”. Frente al clasicismo del siglo XVII francés — considerado como símbolo de lo puramente racional — el Medievo aparece como un espejismo, como un mundo ideal en el cual la vida, dominada por el sentimiento de Dios, conservaba todavía la irracional espontaneidad nativa de sus impulsos; y al mismo tiempo la fantasía reivindicó — más allá de toda preceptiva— su libertad creadora.
Sin embargo, lo que constituye la realidad concreta del Romanticismo no se agota con esta reacción anticlasicista y antirracional. De dicha revolución interior inicial no se tuvo conciencia inmediata o, por lo menos, no de modo que fuese comprendida en todo su alcance. Ello puede observarse claramente en Francia, donde Chateaubriand pudo ciertamente, y por todas partes, formular de modo muy lineal su programa como búsqueda de una épica cristiana, rica de todos los nuevos valores ideales y sentimentales que el cristianismo oponía al mundo clásico; pero el conjunto del movimiento no siempre resultó fiel a esas promesas. Por mucho que se rebelase contra las teorías y, más aún, contra la mentalidad de la Ilustración, quedaban en el Romanticismo elementos típicamente ilustrados que encontraban un desarrollo como no lo hubieran podido alcanzar en el siglo precedente.
Este fenómeno no fue exclusiva ni primordialmente francés. En la misma Alemania el movimiento acogió en sí no sólo la herencia de Hamann y de Herder, grandes precursores, y la de Goethe, su gran maestro, sino incluso la herencia de Lessing, en el cual la “Aufklárung” alcanza la más alta elevación espiritual. Y en Inglaterra fue el propio Byron quien asumió la defensa de Pope. Y en Italia el arte y el pensamiento de Manzoni no son siquiera imaginables fuera del clima ilustrado de sus orígenes.
La Ilustración se había visto brusca y dramáticamente interrumpida en su desarrollo por una revolución sangrienta; había formulado un ideal típico de humanidad libre y consciente, pero no había tenido tiempo de hacerlo real y activo: apenas nacido, el hombre nuevo le había tomado la delantera y se había entregado a un negativismo destructor; pasada la tormenta, en el momento en que los espíritus se volvían ya a una revisión radical de sus posiciones, este nuevo tipo humano rebrotó, todavía no consumado, y se empeñó en realizar sus experiencias también en la nueva atmósfera transformada. Y romántico, por excelencia, no lo fue sólo quien reaccionaba sencillamente, en nombre de nuevos ideales estéticos y religiosos, contra las teorías de la Ilustración, sino también el hombre de la Ilustración que, permaneciendo sustancialmente tal, reaccionaba ante sí mismo, aun manteniendo su actitud polémica contra tales valores tradicionales, que se habían reconstruido después de la catástrofe napoleónica, y renunciaba a la razón iluminante en nombre de verdades que la dialéctica no alcanza y de valores absolutos a los cuales el hombre se aproxima por contactos misteriosos. Tal hombre era necesariamente un rebelde contra sí mismo y contra los demás, un descontento destinado a permanecer en continua contradicción consigo mismo, y por tanto en malestar perenne por la renovación constante de sus luchas interiores.
El desarrollo histórico del Romanticismo se ha resuelto de hecho en una forma de idealismo pesimista: la continua aspiración a valores superiores, acompañada por la conciencia fundamental de que están destinados a la derrota en la complejidad de la vida social. Los programas de los románticos afirmaban la moral como forma primordial de la existencia, y una moral absoluta, decididamente independiente de todo utilitarismo, expresión de una ley de vida en armonía con las leyes de la naturaleza o con una voluntad ultraterrena; pero, al mismo tiempo, en el mundo creado por su fantasía, dicha moral no triunfa nunca: la fatalidad o la maldad humana la hunden siempre y la conclusión final, no es la luz del mártir que no se preocupa de su derrota terrena, completamente vuelto hacia lo eterno, sino la amargura del incomprendido y del ignorado que se encierra dentro de su propio fracaso con solitario desprecio hacia quienes no supieron valorarlo, y que renuncia a su felicidad sometiéndose sin alegría a la trágica fatalidad de la existencia.
Esta actitud no pertenece a un espíritu esencialmente religioso sino a una mentalidad todavía dividida entre lo contingente y lo eterno, dispuesta a la glorificación de los valores absolutos pero incapaz de renunciar a su triunfo terreno. En su vuelta a ligarse con el cristianismo, el Romanticismo pierde de vista la condición fundamental que Jesucristo había impuesto a sus seguidores y que —todavía cien años más tarde — en Alemania, un poeta rico en esencias románticas, Rilke, volverá a proponer a sus contemporáneos: la pobreza. El romántico quisiera seguir a Jesucristo sin desprenderse de sus intereses terrenales, quisiera vivir en lo eterno, pero está convencido de que sus aspiraciones le dan derecho a la posesión de la mujer que ama, de las riquezas a las cuales aspira, por una especie de privilegio implícito en su propia superioridad, al modo que la Ilustración reconocía al sabio el derecho a una vida más alegre y más intensa.
Y cuando se da cuenta de que todo eso no sucede, que los inferiores a él, los más terrestres que él, recogen mejor que él los bienes terrestres, se aleja, orgullosamente desdeñoso, de la existencia, y glorifica la derrota como el lujo de las almas más altas, sin conseguir empero disimular la amargura que aquello le produce. Algunas veces esta religiosidad inconsecuente acaba, en su desilusión, convirtiéndose en blasfemia; y renegará del mismo Dios y de sus leyes, y proclamará la absoluta injusticia de lo eterno, que quiere que los mejores fracasen. Entonces los héroes del Romanticismo serán Lucifer, Caín o Judas. Una completa inversión de valores, cuyos ecos han de atravesar todo el siglo y recobrarán vigor en su final, con el Decadentismo (v.), será la consecuencia fatal de una religiosidad desengañada que pretende encontrar, en el mismo mundo terreno y social de los Ilustrados, su conclusión y su premio.
Esta contradicción psicológica, por otra parte, existía ya en aquel prerromanticismo anunciado desde los últimos decenios del siglo precedente, cuya primera gran expresión había sido el Werther de Goethe y el Fausto (empezado por Goethe en su juventud, cuando los prerrománticos estaban apenas en sus albores, y terminado poco antes de morir, cuando el Romanticismo ya estaba cantando en Alemania su “canto del cisne” en la poesía de Heine) representa el drama multiforme, la gradual catarsis y, por fin, en el límite final de la vida, la superación interior. Desde aquel primer tiempo, todavía dominado por la Ilustración, la situación no ha cambiado sus términos: únicamente se ha profundizado.
Colocado entre dos mundos — el de la contingencia, todo alegría de los sentidos y posesión del presente, y el de lo absoluto, todo certidumbre de eternidad — también el hombre romántico, bajo todos los cielos y en los tiempos sucesivos, ha sido siempre, como Fausto en el coloquio con Wagner durante el paseo del día de Pascua, el “hombre de las dos almas”, eternamente ligadas una a otra y que, en una eterna pugna, quisieran separarse.
Precisamente, la historia de la poesía romántica es, en gran parte, la de este problematismo, inacabable porque renueva con cada poeta sus actitudes. Ya se suma y ahonde en tormentos interiores siempre nuevos o bien se evada hacia mundos de ensueño vagos e indefinidos; ya se exalte con visiones luminosas de una humanidad futura e ideal o bien se entregue a una dulzura mórbida de cansados abandonos o de resignadas melancolías; ya busque la liberación en un empeño entusiasta de actividad práctica al servicio de una idea o se envuelva, como en un manto real, en un vano sentimiento de fatalidad, de grandeza y de dolor; se eleve en la embriaguez espiritual de raptos místicos o se suma en sí mismo y se exaspere y torture con sarcasmos que no son más que sufrimiento enmascarado, bajo estos y otros estados de ánimo siempre la poesía brota, en su origen, de la misma inquietud sin paz, a la cual cada uno busca una solución personal “suya”. Pueden compararse las personalidades más diversas y lejanas — Shelley y Musset, Eichendorff y Byron, Uhland y Stendhal, Keats y Hugo, Hoffman y Lamartine, Coleridge y Oehlenschlaeger—: a todos envuelve la misma atmósfera que los unifica. Incluso la sabiduría de Manzo- ni — cuando se piensa en Gertrudis, entre otros, o en el Innominado — aparece como la calma de un corazón que no siempre estuvo tan sereno.
Sin embargo, el Romanticismo, si en los países a donde llegó por reflejo debía vivir sustancialmente de sus contradicciones y crear una psicología característica completamente dedicada, no tanto a superar el problema, como a vivirlo intensamente en su misma insolubilidad, extrayendo de ello el sentido trágico de la vida, en Alemania, donde había nacido, pudo, por lo menos en los años del primer impulso y de la gran fe en sus fuerzas creadoras, desenvolver de modo más completo su trayectoria.
Y mientras la filosofía conseguía superar, con el Idealismo (v.), la ambigüedad kantiana, restableciendo y conciliando en un Yo universal la realidad de Dios y del mundo, la literatura de la época de Hölderlin y de Novalis, de Wackenroder y de Tieck desembocaba en un sentido mágico de la existencia donde lo real contingente se convertía en símbolo de lo real absoluto y las exigencias del individuo se ampliaban hasta coincidir con las de una individualidad eterna. En una forma de individualismo místico el Romanticismo alemán resuelve de hecho su reacción contra la época de la Ilustración y la concilia con las afirmaciones de este movimiento: el “yo” viene a coincidir con la misma divinidad, y esta síntesis superior tiene en las imágenes del mundo a un tiempo expresión y alegoría: el todo converge en lo uno y asume sus formas infinitas. De esta fusión del hombre con la naturaleza y con lo eterno extrae Fausto su renovadora y alta poesía. Y esta fusión la afirman, líricamente, Novalis, y filosóficamente, Schelling: equilibrio sutil e inestable, que apenas afianzado, debía venirse abajo; no tanto mensaje pacificador y consolador, cuanto esfuerzo supremo de una mentalidad generosamente lanzada a buscar en sí misma su plenitud.
Ugo Déttore
El advenimiento tardío del Romanticismo en España, fruto de la profunda decadencia espiritual del siglo XVIII, contrasta paradójicamente con la condición esencialmente romántica que representa la supervivencia de nuestra tradición épica medieval. La utilización de los romances y de las crónicas en el drama nacional de asunto histórico, es un rasgo característico de aquella soterrada veta de medievalismo que subyace al culto externo del clasicismo francés. El hecho de que en pleno siglo XVIII, la Raquel (v.) de García de la Huerta y el Sancho García (v.) de Cadalso traten asuntos de la Edad Media viene a demostrar que la valoración del mundo medieval que aportaba el Romanticismo persistía agudamente en la tradición española. Al propio tiempo, España, invadida tardíamente por las nuevas doctrinas, era el punto de convergencia de las tres corrientes románticas de la literatura europea, que la consideraron poco menos que la auténtica cuna espiritual del Romanticismo.
Con el advenimiento del siglo XIX España se convierte en un escenario de leyenda romántica del que se extrae un vasto repertorio de temas gratos a la sensibilidad de la nueva escuela. Por una parte se exhuma la riquísima tradición épica del Romancero, estudiada ya por Herder en pleno siglo XVIII. Por otra cobra nueva boga el orientalismo caballeresco de las leyendas moriscas, cuyos modelos españoles ejercen un influjo profundo en la novela europea desde la Zaide de Mme. de Lafayette hasta El último Abencerraje (v.) de Chateaubriand. Esto aparte, el culto del hombre de la Naturaleza iniciado por Rousseau y la idealización del bon sauvage característica del Romanticismo europeo, que va desde la Historia de Cleveland (v.) del Abate Prevost hasta Chateaubriand, como Díaz Plaja ha demostrado, tiene una larga cadena de precedentes españoles.
En este sentido, junto a la influencia decisiva de un Las Casas y de la inmensa difusión europea del tema del Villano del Danubio a través del P ay san du Da- nube de La Fontaine, es preciso subrayar el papel de epopeya romántica del indio que se asigna a la Araucana (v.) de Er- cilla, alabada apasionadamente por Voltaire y recordada por Chateaubriand en el Genio del Cristianismo (v.). Si se nota al propio tiempo la entusiástica valoración del Quijote (v.) que llevan a cabo los románticos alemanes desde Goethe hasta Heine; la reivindicación del teatro clásico, de Lope y Calderón, debida a Grillparzer y a los hermanos Schlegel, y la difusión europea del Don Juan a través de la visión romántica de Byron, se verá cómo los clásicos castellanos del siglo XVII han sido a su vez los clásicos del Romanticismo. Ello se debe a que la íntima transgresión de las normas y preceptos clásicos que caracteriza nuestra literatura del Siglo de Oro, y el reiterado contraste entre lo ideal y lo real que inspira nuestras más grandes obras barrocas, revelan la existencia de una literatura típicamente romántica anterior al Romanticismo.
Uno de los dos postulados esenciales del ideario romántico, sostiene que toda obra de arte, para ser legítima, tiene que poseer una acusada personalidad nacional. Y es Friedrich Schlegel, enamorado del profundo sentimiento hispánico que encuentra desde el Cantar del Cid (v.) hasta el Quijote, quien declara que el espíritu nacional de la literatura española es, por su profundidad y persistencia, el primero del mundo. Ello hace que el movimiento romántico que en España, como en el resto de Europa, empieza siendo una rebelión contra los rígidos preceptos del neoclasicismo francés, adquiera prontamente un carácter de restauración de la tradición literaria hispánica.
Los primeros fermentos del movimiento romántico en España, surgen en torno al problema literario de más directa resonancia social, y que ha mantenido a todo lo largo del siglo XVIII un gesto latente de rebelión prerromántica. El alejamiento escénico del teatro clásico del Siglo de Oro, logrado en parte por los partidarios de la tragedia neoclásica, no alcanza una validez absoluta ni logra la aquiescencia de una auténtica popularidad. Los atisbos prerrománticos de la sensibilidad de Cadalso en su tragedia Sancho García, el tema medieval de la tragedia más lograda del neoclasicismo español, La Raquel de Huerta, así como el Pelayo (v.) de Quintana o el de Jove- llanos y la anticipación romántica de éste en El delincuente honrado (v.), señalan la existencia de un culto preferente por los temas tradicionales dentro de la misma escena neoclásica, y una clara anticipación del melodrama romántico.
Es significativa en este sentido la versión del Hamlet que con una extraña mezcla de maravilla y de estupor lleva a cabo Lsandro Fernández de Moratín, mientras que en los últimos años del siglo XVIII, la traducción del falso Osián de Macpher- son por José Alonso Ortiz en 1788; la versión de las Obras de Young por Juan de Escoiquiz, Madrid, 1789; la traducción del Pablo y Virginia por José Miguel Alea, Madrid, 1798; las versiones de Clarisa Harlowe, 1794-6, Pamela Andrews, 1794-5, y Carlos Grandison, 1798, de Richardson; la versión anónima del Contrato Social de Rousseau publicada en Londres en 1799, etc., preparan la labor de los grandes editores románticos (Bergnes de las Casas en Barcelona, Cabrerizo en Valencia), que con sus traducciones influyen decisivamente en el cambio de sensibilidad que hará posible el triunfo del Romanticismo.
Aparte de las obras citadas, el primer hálito romántico que se difunde dilatadamente en España, procede de la obra del Vizconde de Chateaubriand gracias a una traducción castellana de Atala, o los amores de dos salvajes en el desierto publicada en París en 1801, y que viene a unir su influjo al idilio exótico y romántico de Pablo y Virginia. A partir de este momento la obra de Chateaubriand es traducida profusamente, sobre todo en Valencia y Barcelona, en donde despierta favorable eco su peculiar concepción de un romanticismo cristiano. Como ha dicho Allison Peers, “este autor representa en España el ideal prerromántico, el espíritu religioso y moral, las concepciones cosmopolitas del europeo, de modo que les parece a los españoles de entonces casi la antítesis de Víctor Hugo y Byron, por no decir de Dumas, Ducange y otros escritores de más valor y, en esta época, de más celebridad” En efecto, en 1818 se traduce el Genio del Cristianismo, en 1829 Los Natchez, en 1832 Rene. En este momento de germinación prerromántica que precede a la eclosión tardía de nuestro Romanticismo, la nueva sensibilidad va madurando confusamente sin afiliarse decididamente a una tendencia determinada.
Persiste la turbadora fascinación romántica de Julia o la Nueva Eloísa de Rousseau que muy tardíamente ha traducido José Marchena, Desde 1816 el editor Cabrerizo de Valencia ha incluido una versión del poema de Goethe Hermán y Dorotea en su Colección de Novelas, y ya en 1821 se publica en Barcelona una traducción de Werther o las pasiones, anónima, que anticipa la más famosa versión de Mor de Fuentes. Entre 1814 y 1818, como consecuencia del nacimiento de la nueva sensibilidad, tienen lugar las primeras batallas románticas en una polémica sostenida por J. N. Bóhl de Faber, padre de Fernán Caballero, en el “Diario Mercantil” de Cádiz contra los redactores de la “Crónica Científica y Literaria” de Madrid. Bóhl, que conocía a fondo los trabajos de la crítica y de la erudición alemanas sobre nuestra literatura, propugnaba la conveniencia de restaurar la tradición de nuestro teatro clásico, olvidada bajo la influencia imperante del neoclasicismo francés. José Joaquín de Mora y sobre todo Alcalá Galiano, el tempestuoso orador de las Cortes de Cádiz, abogaban por las reglas francesas y por la conservación de las tres unidades, frente a la libertad de nuestra comedia antigua que defendía el erudito alemán.
Coincidiendo con las ideas innovadoras de Bóhl de Faber en el “Diario Mercantil” de Cádiz, foco divulgador de las doctrinas románticas en Andalucía, la introducción del Romanticismo literario en Cataluña fue obra de la revista barcelonesa “El Europeo”, publicada en la segunda época constitucional por Buenaventura Carlos Aribau y Ramón López Soler. Centrado en torno a estos dos núcleos extremos de irradiación literaria, el Romanticismo se bifurca tempranamente en dos trayectorias muy desemejantes que se disputan el dominio de España entera. Según Díaz Pía ja, “en Andalucía, el fermento ideológico que representaba la escuela poética del siglo XVIII y la instalación en Cádiz de la institución parlamentaria que simbolizaba el derecho popular contra cualquier tiranía, deciden la incorporación del Romanticismo liberal.” Por el contrario, en Cataluña, la nostalgia de unas libertades políticas anuladas por el centralismo monárquico de los Borbones, hace volver los ojos hacia la riquísima tradición histórica medieval, con una idealización de las virtudes caballerescas y feudales que imponen la vigencia de un Romanticismo conservador y cristiano.
La máxima admiración literaria del grupo romántico andaluz va hacia los románticos revolucionarios como Byron, Hugo y Dumas, que alcanzan también la más absoluta primacía en la capital de España. El romanticismo catalán, manteniendo el culto a Chateaubriand y a Walter Scott, execra a los que en Andalucía y Castilla son considerados como dioses máximos de la nueva escuela. Las características de estas dos tendencias que bifurcan la orientación de nuestro Romanticismo literario y político, han sido señaladas certeramente por Tubino: “Dos bandos partían ya la arena del Romanticismo en creyente, aristocrático, arcaico y restaurador; y descreído, democrático, radical en las innovaciones, y osado en los sentimientos. Ateniéndose Walter Scott a la tradición de la escuela germánica de los Schlegel, abrazóse al primero; Víctor Hugo, olvidando su actitud de 1818 a 1828, o sean sus Odas y baladas (v.), que embelleció el espíritu religioso y caballeresco, declarábase por el segundo, escandalizando a los públicos con las inauditas libertades artísticas del Hernani (v.) y de Nuestra Señora (v.); quería el uno oponer recio valladar a las disolventes máximas del liberalismo nivelador. ofreciendo el cuadro de los esplendores feudales, asimilaba el otro el Romanticismo a la política revolucionaria, presentándolo como un 93 del pensamiento…
En este conflicto de principios, Cataluña se decidió por Walter Scott; en Madrid debía triunfar la enseña de Víctor Hugo.” Ahora bien, la división hasta aquí establecida, si bien tiene un valor trascendente en lo que aclara la génesis y expansión de nuestro Romanticismo, carece de utilidad en cuanto se intenta caracterizar, en una visión de conjunto, el panorama de la literatura romántica. En este sentido la causa decisiva de la innovación literaria, el auténtico germen de la nueva sensibilidad hay que buscarlo en un hecho histórico: la emigración de un grupo de escritores e intelectuales españoles a Francia, Inglaterra e Italia en dos períodos, de 1810 a 1820 y sobre todo de 1823 a 1828. Entre los emigrados que salieron de España a consecuencia de la restauración absolutista y del advenimiento de la “ominosa década”, se contaba la flor y nata de la intelectualidad española, desde Martínez de la Rosa al duque de Rivas. El contacto de estos escritores con la brillante floración del Romanticismo europeo, origina a su regreso a España la difusión de las nuevas doctrinas y el triunfo definitivo de la escuela romántica que va unido íntimamente a su liberalismo político.
Ello no impide que se puedan señalar diferencias fundamentales y específicas entre el romanticismo clasicista de Martínez de la Rosa, escritor de transición pese a la trascendental significación romántica de su Conjuración de Venecia (v.), y el pleno romanticismo del Macías (v.) de Larra o del Don Álvaro (v.) del duque de Hivas. Por otra parte la fundamental bifurcación del Romanticismo hispánico establecida por Menéndez Pelayo, en romanticismo histórico nacional acaudillado por el duque de Rivas, y romanticismo subjetivo o byroniano, llamado también filosófico, representado por Espronceda, si bien caracteriza certeramente las dos principales corrientes románticas, tiene a su vez la imprecisión de las generalizaciones demasiado amplias. Así y todo es la más útil de cuantas clasificaciones han intentado caracterizar, dentro de una fórmula precisa, la riquísima complejidad de figuras y tendencias que entraña constitutivamente el Romanticismo. Porque es lo cierto que ni los mismos definidores contemporáneos consiguen darnos una fórmula unánime que defina por igual las múltiples aspiraciones de la estética romántica.
Basado en un desequilibrio esencial entre la inteligencia y el sentimiento, entre las normas y la inspiración a favor del puro instinto creador, el Romanticismo nace de un común anhelo de libertad literaria y política. La famosa frase de Víctor Hugo, le romantisme ríest que le libéralisme en littérature, encuentra un tímido eco en el manifiesto romántico de Ramón López Soler, estampado en el prólogo a su novela Los bandos de Castilla (v.), Valencia 1830, donde se lee: “Libre, impetuosa, salvaje, por decirlo así, tan admirable en el osado vuelo de sus inspiraciones, como sorprendente en sus sublimes descarríos, puedes afirmar que la literatura romántica es el intérprete de aquellas pasiones vagas e indefinibles que, dando al hombre un sombrío carácter, lo impelen hacia la soledad, donde busca, en el bramido del mar y en el silbido de los vientos, las imágenes de sus recónditos pesares!’ La moderna percepción del paisaje como reflejo de la intimidad sentimental del escritor, el culto denodado de la inspiración, el gesto amargo de desengaño y de melancolía dentro de la más absoluta libertad, aparecen ya en este pasaje como premisas esenciales del ideario romántico.
Será Mariano José de Larra, el Werther escéptico del Romanticismo español, quien recoja abiertamente la rebelión que entraña la frase de Hugo, incluyéndola en su propio manifiesto romántico: “Libertad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época.” Con la figura de Larra, arquetipo del romántico pesimista y del pensador escéptico, atormentado por la melancolía, el Romanticismo hispánico alcanza su expresión más alta y trascendente desde el punto de vista ideológico. Embebido en el desaliento que informaba el pensamiento de Que- vedo en el punto decisivo de la decadencia de los Austrias, Larra es tal vez el único de los escritores españoles románticos que tiene plena conciencia de la mediocridad circundante, percibida dolorosamente por una sensibilidad de hombre moderno.
Reflejo inicial de unas doctrinas exóticas, asimilado posteriormente por una corriente tradicional de nuestra literatura, el Romanticismo, desde su primera eclosión lírica en el poema Al faro de Malta (1828) del duque de Rivas, hasta su postrer supervivencia en la obra de Zorrilla, representa sin duda alguna un renacimiento espiritual y literario de verdadera trascendencia en la historia de nuestras letras. Pero esta renovación, fructífera, de amplia y dilatada repercusión que sobrevive en muchos aspectos en todo lo largo del siglo XIX adolece también de un irreprimible énfasis retórico, de un predominio desbordante del sentimiento y de una acusada superficialidad, que son el fruto de la improvisación intelectual y de la decadencia del pensamiento.
Antonio Vilanova