ROMANTICISMO

Con este nombre suele indicarse el mo­vimiento, surgido en Alemania a fines del siglo XVIII y difundido desde allí a Francia, Italia, Inglaterra y al resto de Europa durante los primeros años del siglo XIX, dirigido a liberar los espí­ritus de la sujeción a los modelos del arte clásico o pseudoclásico y de la mentalidad peculiar que durante siglos había encontrado su expresión en el arte clásico.

La palabra “romantic” aparece por pri­mera vez en Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XVII; pero era usada, no sin ironía, para indicar cosas que “sólo ocurren en las novelas”, fuera de la rea­lidad. En su significado positivo, moder­no, la palabra no apareció hasta el siglo siguiente, cuando la nueva sensibilidad empezó a deleitarse con cuanto era fan­tástico e irracional, misterioso y extra­ño, melancólico o terrorífico: “románti­cos” parecieron entonces los castillos gó­ticos y los antiguos conventos en ruinas, “románticos” los paisajes pintorescos, horrendos o idílicos, pero solitarios y agrestes; así como empezó a llamarse “romántico” cuanto —en la poesía po­pular o culta — se relacionaba con la Edad Media.

La fecha del nacimiento oficial del mo­vimiento en Alemania es 1798 cuan­do Friedrich Schlegel, en la revista Athenaeum (v.) [fase. 2, pág. 28], definía la poesía romántica como una “poesía universal progresiva que… [en contras­te con la plenitud de la poesía antigua…] radica siempre en el devenir, incluso tie­ne como carácter propio el estar siem­pre en evolución, en no poder nunca quedar completada”. Y mientras con di­chas palabras de adivinación profètica abría perspectivas infinitas, al mismo tiempo — y junto con su hermano August Wilhelm, con Novalis y con Schleiermacher— aclaraba y precisaba en todas di­recciones, no sólo respecto a la poesía, sino con referencia a la religión y a la moral, las exigencias de la espiritualidad nueva.

Precisamente en aquel mismo año, por otra parte, el movimiento romántico lle­gaba a su primera formulación neta también en Inglaterra con el programa de las Baladas líricas (v.) de Coleridge y Wordsworth, “alado anuncio de una revolución poética”, destinada “a dar co­lor de realidad a lo sobrenatural por la verdad de las emociones expresadas” y, por otra parte, “a revelar el misterio es­condido en las cosas más humildes de cada día”.

En Francia en cambio, la primera ba­talla abierta tiene lugar en 1810, cuando Mme. Staël escribió lo que puede llamar­se precisamente el primer manifiesto del Romanticismo francés: De Alemania (v.). La obra, prohibida en seguida y manda­da destruir en la imprenta por Napoleón, se publicó en 1813 en Londres. Mme. Staël anunciaba a sus compatriotas el gran salto ideal conseguido por la literatura alemana precisamente en el momento en que se agotaba el Neoclasi­cismo napoleónico y, lanzando la alarma por los peligros de anquilosamiento para el arte francés fijo en los modelos clá­sicos del XVII, abría definitivamente las puertas a la poesía del entusiasmo y a la libertad creadora del espíritu.

En Italia, en fin, el Romanticismo se afirma en 1816 cuando un artículo —en el cual Mme. Staël incitaba a los italianos a liberarse de ima sujeción ya pedan­tesca y supina ante las formas clásicas y a estudiar las nuevas literaturas extran­jeras— provocaba protestas violentas y adhesiones fervorosas e inspiraba a Berchet la Carta semiseria de Crisòsto­mo (v.), verdadero manifiesto del Ro­manticismo italiano.

Diversas eran, en los distintos países, las tradiciones en las cuales el nuevo mo­vimiento venía a insertarse; y diversas también algunas de las actitudes que, en determinados momentos, se ofrecieron como salidas a este movimiento. Mientras en los países del Norte se presentó como un movimiento de fondo nacional y como una vuelta a los lejanos —e incluso ol­vidados— orígenes, en Italia y Francia suponía la renuncia a tradiciones de arte ya antiguas y gloriosas, en favor de tra­diciones más recientes, y en especial, de metas aún ignoradas. Pero era, en todas partes, el espíritu de los nuevos tiempos que reclamaba su derecho a la vida. Y por doquiera el programa fue, bajo mu­chos aspectos, el mismo. En el plano literario significó en todas partes oposi­ción a los lugares comunes de la inspi­ración de origen grecorromano, ya deri­varan de la mitología, ya se basasen en tradicionales episodios históricos de dicha civilización; significaba rechazar la esté­tica clásica con sus divisiones rígidas en géneros literarios y con sus unidades aristotélicas de tiempo, espacio y acción; en todas partes fue el repudio de todo academicismo que no se refiriese directamente a la vida y a la historia y no tu­viese un intrínseco significado moral.

Anuladas de ese modo las exigencias for­males exteriores, la poesía tendió hacia una representación viva y global del hombre, tanto en lo que en él haya de miserable como de sublime; y tratando de remontarse a los cauces inmediatos del espíritu moderno, descubrió en el Medie­vo y en los valores espirituales que se habían consolidado en la épica y la le­yenda de dicha época las nuevas fuen­tes de inspiración; y en su ansia de ho­rizontes siempre renovados, se dio al estudio de los pueblos más lejanos, hacia aquel Oriente antiquísimo donde el hom­bre parecía haber mantenido misteriosos e inmediatos contactos con la naturale­za, o hacia el Occidente recientemente in­vestigado y descubierto, donde los pue­blos primitivos aparecían todavía próxi­mos a lo genuino primordial, para arran­car de ellos el secreto de la vida.

todo eso bajo un común programa li­terario complejo y rico, que en el con­cepto de la “forma interna” — siempre inmanente en la inspiración— ha puesto la unión entre la poesía y la vida, y es sólo la manifestación visible de una exi­gencia más profunda, de la que viene al Romanticismo su verdadera esencia y su espiritualidad.

Considerado desde este punto de vista, el Romanticismo se presenta de hecho como una profunda reacción contra la orientación espiritual que, partiendo del Humanismo (v.) y del Renacimiento (v.), o, al menos, de algunos aspectos de am­bos, culmina en la Ilustración (v.), com­pletamente dedicada a hacer protagonis­ta de la existencia a la razón humana. A las luces de la Ilustración, opone el sen­tido del misterio; a la verdad de hecho, comprobada por la ciencia, una verdad originaria y distinta, acogida por todo el universo como una realidad superior a la divinidad impersonal, que ha orde­nado el mundo según un riguroso “es­píritu de geometría”, la divinidad cris­tiana, toda palpitante de afectos; a la tentativa de colocar la vida en una esfe­ra de completa conciencia, donde todo acto esté definido en sus relaciones con cuanto le circunda, el esfuerzo de libe­rar lo concreto del cerco lógico que lo aprisiona, para sentirlo mágicamente vinculado a los valores eternos; al pre­dominio de la actividad racional, el de la intuición contemplativa.

Los nuevos “principios estéticos” —el abandono del principio de imitación sus­tituido por la libre efusión del corazón, la concepción de la poesía como “voz del alma” y el descubrimiento de la vena popular— no fueron simples consecuen­cias de un cambio del gusto sino el re­sultado de ese nuevo sentimiento de la vida por el cual las misteriosas fuerzas de la naturaleza, operando también en la existencia humana, aparecían como valor supremo, y toda rigidez de cáno­nes abstractos se disolvía irremisible­mente en el devenir perenne de la his­toria que efectúa por caminos imprevi­sibles el “reino de Dios sobre la tierra”. Frente al clasicismo del siglo XVII fran­cés — considerado como símbolo de lo puramente racional — el Medievo apa­rece como un espejismo, como un mun­do ideal en el cual la vida, dominada por el sentimiento de Dios, conservaba to­davía la irracional espontaneidad nativa de sus impulsos; y al mismo tiempo la fantasía reivindicó — más allá de toda preceptiva— su libertad creadora.

Sin embargo, lo que constituye la rea­lidad concreta del Romanticismo no se agota con esta reacción anticlasicista y antirracional. De dicha revolución inte­rior inicial no se tuvo conciencia inme­diata o, por lo menos, no de modo que fuese comprendida en todo su alcance. Ello puede observarse claramente en Francia, donde Chateaubriand pudo cier­tamente, y por todas partes, formular de modo muy lineal su programa como bús­queda de una épica cristiana, rica de to­dos los nuevos valores ideales y senti­mentales que el cristianismo oponía al mundo clásico; pero el conjunto del mo­vimiento no siempre resultó fiel a esas promesas. Por mucho que se rebelase contra las teorías y, más aún, contra la mentalidad de la Ilustración, quedaban en el Romanticismo elementos típica­mente ilustrados que encontraban un desarrollo como no lo hubieran podido alcanzar en el siglo precedente.

Este fenómeno no fue exclusiva ni pri­mordialmente francés. En la misma Ale­mania el movimiento acogió en sí no sólo la herencia de Hamann y de Herder, grandes precursores, y la de Goethe, su gran maestro, sino incluso la herencia de Lessing, en el cual la “Aufklárung” al­canza la más alta elevación espiritual. Y en Inglaterra fue el propio Byron quien asumió la defensa de Pope. Y en Italia el arte y el pensamiento de Manzoni no son siquiera imaginables fuera del clima ilustrado de sus orígenes.

La Ilustración se había visto brusca y dramáticamente interrumpida en su des­arrollo por una revolución sangrienta; había formulado un ideal típico de hu­manidad libre y consciente, pero no ha­bía tenido tiempo de hacerlo real y activo: apenas nacido, el hombre nuevo le había tomado la delantera y se había entregado a un negativismo destructor; pasada la tormenta, en el momento en que los espíritus se volvían ya a una revisión radical de sus posiciones, este nuevo tipo humano rebrotó, todavía no consumado, y se empeñó en realizar sus experiencias también en la nueva atmós­fera transformada. Y romántico, por ex­celencia, no lo fue sólo quien reacciona­ba sencillamente, en nombre de nuevos ideales estéticos y religiosos, contra las teorías de la Ilustración, sino también el hombre de la Ilustración que, per­maneciendo sustancialmente tal, reaccio­naba ante sí mismo, aun manteniendo su actitud polémica contra tales valores tra­dicionales, que se habían reconstruido después de la catástrofe napoleónica, y renunciaba a la razón iluminante en nombre de verdades que la dialéctica no alcanza y de valores absolutos a los cua­les el hombre se aproxima por contactos misteriosos. Tal hombre era necesaria­mente un rebelde contra sí mismo y con­tra los demás, un descontento destinado a permanecer en continua contradicción consigo mismo, y por tanto en malestar perenne por la renovación constante de sus luchas interiores.

El desarrollo histórico del Romanticis­mo se ha resuelto de hecho en una for­ma de idealismo pesimista: la continua aspiración a valores superiores, acom­pañada por la conciencia fundamental de que están destinados a la derrota en la complejidad de la vida social. Los pro­gramas de los románticos afirmaban la moral como forma primordial de la exis­tencia, y una moral absoluta, decidida­mente independiente de todo utilitaris­mo, expresión de una ley de vida en armonía con las leyes de la naturaleza o con una voluntad ultraterrena; pero, al mismo tiempo, en el mundo creado por su fantasía, dicha moral no triunfa nun­ca: la fatalidad o la maldad humana la hunden siempre y la conclusión final, no es la luz del mártir que no se pre­ocupa de su derrota terrena, comple­tamente vuelto hacia lo eterno, sino la amargura del incomprendido y del ig­norado que se encierra dentro de su pro­pio fracaso con solitario desprecio hacia quienes no supieron valorarlo, y que re­nuncia a su felicidad sometiéndose sin alegría a la trágica fatalidad de la existencia.

Esta actitud no pertenece a un espíritu esencialmente religioso sino a una mentalidad todavía dividida entre lo contingente y lo eterno, dispuesta a la glorificación de los valores absolutos pero incapaz de renunciar a su triunfo terreno. En su vuelta a ligarse con el cristianismo, el Romanticismo pierde de vista la condición fundamental que Jesucristo había impuesto a sus seguido­res y que —todavía cien años más tar­de — en Alemania, un poeta rico en esencias románticas, Rilke, volverá a pro­poner a sus contemporáneos: la pobreza. El romántico quisiera seguir a Jesucristo sin desprenderse de sus intereses terre­nales, quisiera vivir en lo eterno, pero está convencido de que sus aspiraciones le dan derecho a la posesión de la mujer que ama, de las riquezas a las cuales aspira, por una especie de privilegio im­plícito en su propia superioridad, al mo­do que la Ilustración reconocía al sabio el derecho a una vida más alegre y más intensa.

Y cuando se da cuenta de que todo eso no sucede, que los inferiores a él, los más terrestres que él, recogen me­jor que él los bienes terrestres, se aleja, orgullosamente desdeñoso, de la existen­cia, y glorifica la derrota como el lujo de las almas más altas, sin conseguir empe­ro disimular la amargura que aquello le produce. Algunas veces esta religiosi­dad inconsecuente acaba, en su desilu­sión, convirtiéndose en blasfemia; y re­negará del mismo Dios y de sus leyes, y proclamará la absoluta injusticia de lo eterno, que quiere que los mejores fra­casen. Entonces los héroes del Romanticismo serán Lucifer, Caín o Judas. Una completa inversión de valores, cu­yos ecos han de atravesar todo el siglo y recobrarán vigor en su final, con el Decadentismo (v.), será la consecuencia fatal de una religiosidad desengañada que pretende encontrar, en el mismo mundo terreno y social de los Ilustra­dos, su conclusión y su premio.

Esta contradicción psicológica, por otra parte, existía ya en aquel prerromanticismo anunciado desde los últimos dece­nios del siglo precedente, cuya primera gran expresión había sido el Werther de Goethe y el Fausto (empezado por Goe­the en su juventud, cuando los prerro­mánticos estaban apenas en sus albores, y terminado poco antes de morir, cuan­do el Romanticismo ya estaba cantando en Alemania su “canto del cisne” en la poesía de Heine) representa el drama multiforme, la gradual catarsis y, por fin, en el límite final de la vida, la supe­ración interior. Desde aquel primer tiempo, todavía dominado por la Ilustración, la situación no ha cambiado sus térmi­nos: únicamente se ha profundizado.

Colocado entre dos mundos — el de la contingencia, todo alegría de los sen­tidos y posesión del presente, y el de lo absoluto, todo certidumbre de eterni­dad — también el hombre romántico, bajo todos los cielos y en los tiempos sucesivos, ha sido siempre, como Fausto en el coloquio con Wagner durante el paseo del día de Pascua, el “hombre de las dos almas”, eternamente ligadas una a otra y que, en una eterna pugna, qui­sieran separarse.

Precisamente, la historia de la poesía romántica es, en gran parte, la de este problematismo, inacabable porque renue­va con cada poeta sus actitudes. Ya se suma y ahonde en tormentos interiores siempre nuevos o bien se evada hacia mundos de ensueño vagos e indefinidos; ya se exalte con visiones luminosas de una humanidad futura e ideal o bien se entregue a una dulzura mórbida de can­sados abandonos o de resignadas melan­colías; ya busque la liberación en un empeño entusiasta de actividad prác­tica al servicio de una idea o se en­vuelva, como en un manto real, en un vano sentimiento de fatalidad, de gran­deza y de dolor; se eleve en la embria­guez espiritual de raptos místicos o se suma en sí mismo y se exaspere y tor­ture con sarcasmos que no son más que sufrimiento enmascarado, bajo estos y otros estados de ánimo siempre la poe­sía brota, en su origen, de la misma in­quietud sin paz, a la cual cada uno bus­ca una solución personal “suya”. Pueden compararse las personalidades más di­versas y lejanas — Shelley y Musset, Eichendorff y Byron, Uhland y Stendhal, Keats y Hugo, Hoffman y Lamartine, Coleridge y Oehlenschlaeger—: a todos envuelve la misma atmósfera que los unifica. Incluso la sabiduría de Manzo- ni — cuando se piensa en Gertrudis, en­tre otros, o en el Innominado — aparece como la calma de un corazón que no siempre estuvo tan sereno.

Sin embargo, el Romanticismo, si en los países a donde llegó por reflejo de­bía vivir sustancialmente de sus contradicciones y crear una psicología ca­racterística completamente dedicada, no tanto a superar el problema, como a vi­virlo intensamente en su misma insolu­bilidad, extrayendo de ello el sentido trágico de la vida, en Alemania, donde había nacido, pudo, por lo menos en los años del primer impulso y de la gran fe en sus fuerzas creadoras, desenvolver de modo más completo su trayectoria.

Y mientras la filosofía conseguía supe­rar, con el Idealismo (v.), la ambigüe­dad kantiana, restableciendo y conciliando en un Yo universal la realidad de Dios y del mundo, la literatura de la época de Hölderlin y de Novalis, de Wackenroder y de Tieck desembocaba en un sentido mágico de la existencia donde lo real contingente se convertía en símbolo de lo real absoluto y las exi­gencias del individuo se ampliaban has­ta coincidir con las de una individualidad eterna. En una forma de individua­lismo místico el Romanticismo alemán resuelve de hecho su reacción contra la época de la Ilustración y la concilia con las afirmaciones de este movimiento: el “yo” viene a coincidir con la misma di­vinidad, y esta síntesis superior tiene en las imágenes del mundo a un tiempo expresión y alegoría: el todo converge en lo uno y asume sus formas infinitas. De esta fusión del hombre con la natura­leza y con lo eterno extrae Fausto su re­novadora y alta poesía. Y esta fusión la afirman, líricamente, Novalis, y filosófica­mente, Schelling: equilibrio sutil e inesta­ble, que apenas afianzado, debía venirse abajo; no tanto mensaje pacificador y consolador, cuanto esfuerzo supremo de una mentalidad generosamente lanzada a buscar en sí misma su plenitud.

Ugo Déttore

El advenimiento tardío del Romanti­cismo en España, fruto de la profunda decadencia espiritual del siglo XVIII, contrasta paradójicamente con la condición esencialmente romántica que representa la supervivencia de nuestra tradición épi­ca medieval. La utilización de los ro­mances y de las crónicas en el drama nacional de asunto histórico, es un rasgo característico de aquella soterrada veta de medievalismo que subyace al culto ex­terno del clasicismo francés. El hecho de que en pleno siglo XVIII, la Ra­quel (v.) de García de la Huerta y el Sancho García (v.) de Cadalso traten asuntos de la Edad Media viene a de­mostrar que la valoración del mundo medieval que aportaba el Romanticismo persistía agudamente en la tradición es­pañola. Al propio tiempo, España, inva­dida tardíamente por las nuevas doctri­nas, era el punto de convergencia de las tres corrientes románticas de la litera­tura europea, que la consideraron poco menos que la auténtica cuna espiritual del Romanticismo.

Con el advenimiento del siglo XIX Es­paña se convierte en un escenario de le­yenda romántica del que se extrae un vasto repertorio de temas gratos a la sen­sibilidad de la nueva escuela. Por una parte se exhuma la riquísima tradición épica del Romancero, estudiada ya por Herder en pleno siglo XVIII. Por otra co­bra nueva boga el orientalismo caballe­resco de las leyendas moriscas, cuyos mo­delos españoles ejercen un influjo pro­fundo en la novela europea desde la Zaide de Mme. de Lafayette hasta El úl­timo Abencerraje (v.) de Chateaubriand. Esto aparte, el culto del hombre de la Naturaleza iniciado por Rousseau y la idealización del bon sauvage característica del Romanticismo europeo, que va desde la Historia de Cleveland (v.) del Abate Prevost hasta Chateaubriand, co­mo Díaz Plaja ha demostrado, tiene una larga cadena de precedentes españoles.

En este sentido, junto a la influencia de­cisiva de un Las Casas y de la inmen­sa difusión europea del tema del Villano del Danubio a través del P ay san du Da- nube de La Fontaine, es preciso subrayar el papel de epopeya romántica del indio que se asigna a la Araucana (v.) de Er- cilla, alabada apasionadamente por Voltaire y recordada por Chateaubriand en el Genio del Cristianismo (v.). Si se nota al propio tiempo la entusiástica valora­ción del Quijote (v.) que llevan a cabo los románticos alemanes desde Goethe hasta Heine; la reivindicación del teatro clásico, de Lope y Calderón, debida a Grillparzer y a los hermanos Schlegel, y la difusión europea del Don Juan a tra­vés de la visión romántica de Byron, se verá cómo los clásicos castellanos del si­glo XVII han sido a su vez los clásicos del Romanticismo. Ello se debe a que la íntima transgresión de las normas y pre­ceptos clásicos que caracteriza nuestra literatura del Siglo de Oro, y el reitera­do contraste entre lo ideal y lo real que inspira nuestras más grandes obras barrocas, revelan la existencia de una lite­ratura típicamente romántica anterior al Romanticismo.

Uno de los dos postulados esenciales del ideario romántico, sostiene que toda obra de arte, para ser legítima, tiene que poseer una acusada persona­lidad nacional. Y es Friedrich Schlegel, enamorado del profundo sentimiento hispánico que encuentra desde el Cantar del Cid (v.) hasta el Quijote, quien de­clara que el espíritu nacional de la literatura española es, por su profundidad y persistencia, el primero del mundo. Ello hace que el movimiento romántico que en España, como en el resto de Europa, empieza siendo una rebelión con­tra los rígidos preceptos del neoclasicis­mo francés, adquiera prontamente un carácter de restauración de la tradición literaria hispánica.

Los primeros fermentos del movimien­to romántico en España, surgen en torno al problema literario de más directa re­sonancia social, y que ha mantenido a todo lo largo del siglo XVIII un gesto la­tente de rebelión prerromántica. El aleja­miento escénico del teatro clásico del Si­glo de Oro, logrado en parte por los par­tidarios de la tragedia neoclásica, no al­canza una validez absoluta ni logra la aquiescencia de una auténtica populari­dad. Los atisbos prerrománticos de la sensibilidad de Cadalso en su tragedia Sancho García, el tema medieval de la tragedia más lograda del neoclasicismo español, La Raquel de Huerta, así como el Pelayo (v.) de Quintana o el de Jove- llanos y la anticipación romántica de éste en El delincuente honrado (v.), señalan la existencia de un culto preferente por los temas tradicionales dentro de la mis­ma escena neoclásica, y una clara antici­pación del melodrama romántico.

Es sig­nificativa en este sentido la versión del Hamlet que con una extraña mezcla de maravilla y de estupor lleva a cabo Lsandro Fernández de Moratín, mientras que en los últimos años del siglo XVIII, la traducción del falso Osián de Macpher- son por José Alonso Ortiz en 1788; la versión de las Obras de Young por Juan de Escoiquiz, Madrid, 1789; la traducción del Pablo y Virginia por José Miguel Alea, Madrid, 1798; las versiones de Clarisa Harlowe, 1794-6, Pamela Andrews, 1794-5, y Carlos Grandison, 1798, de Richardson; la versión anónima del Contrato Social de Rousseau publicada en Londres en 1799, etc., preparan la labor de los gran­des editores románticos (Bergnes de las Casas en Barcelona, Cabrerizo en Valen­cia), que con sus traducciones influyen decisivamente en el cambio de sensibili­dad que hará posible el triunfo del Ro­manticismo.

Aparte de las obras citadas, el primer hálito romántico que se difunde dilata­damente en España, procede de la obra del Vizconde de Chateaubriand gracias a una traducción castellana de Atala, o los amores de dos salvajes en el desierto publicada en París en 1801, y que viene a unir su influjo al idilio exótico y ro­mántico de Pablo y Virginia. A partir de este momento la obra de Chateau­briand es traducida profusamente, sobre todo en Valencia y Barcelona, en donde despierta favorable eco su peculiar con­cepción de un romanticismo cristiano. Como ha dicho Allison Peers, “este autor representa en España el ideal prerro­mántico, el espíritu religioso y moral, las concepciones cosmopolitas del europeo, de modo que les parece a los españoles de entonces casi la antítesis de Víctor Hugo y Byron, por no decir de Dumas, Ducange y otros escritores de más va­lor y, en esta época, de más celebridad” En efecto, en 1818 se traduce el Genio del Cristianismo, en 1829 Los Natchez, en 1832 Rene. En este momento de ger­minación prerromántica que precede a la eclosión tardía de nuestro Romanticismo, la nueva sensibilidad va madurando confusamente sin afiliarse decididamente a una tendencia determinada.

Persiste la turbadora fascinación romántica de Ju­lia o la Nueva Eloísa de Rousseau que muy tardíamente ha traducido José Marchena, Desde 1816 el editor Cabrerizo de Valencia ha incluido una versión del poe­ma de Goethe Hermán y Dorotea en su Colección de Novelas, y ya en 1821 se publica en Barcelona una traducción de Werther o las pasiones, anónima, que an­ticipa la más famosa versión de Mor de Fuentes. Entre 1814 y 1818, como conse­cuencia del nacimiento de la nueva sen­sibilidad, tienen lugar las primeras ba­tallas románticas en una polémica sos­tenida por J. N. Bóhl de Faber, padre de Fernán Caballero, en el “Diario Mercan­til” de Cádiz contra los redactores de la “Crónica Científica y Literaria” de Ma­drid. Bóhl, que conocía a fondo los tra­bajos de la crítica y de la erudición ale­manas sobre nuestra literatura, propug­naba la conveniencia de restaurar la tra­dición de nuestro teatro clásico, olvidada bajo la influencia imperante del neocla­sicismo francés. José Joaquín de Mora y sobre todo Alcalá Galiano, el tempestuoso orador de las Cortes de Cádiz, abo­gaban por las reglas francesas y por la conservación de las tres unidades, fren­te a la libertad de nuestra comedia anti­gua que defendía el erudito alemán.

Coincidiendo con las ideas innovadoras de Bóhl de Faber en el “Diario Mercan­til” de Cádiz, foco divulgador de las doc­trinas románticas en Andalucía, la intro­ducción del Romanticismo literario en Cataluña fue obra de la revista barce­lonesa “El Europeo”, publicada en la se­gunda época constitucional por Buena­ventura Carlos Aribau y Ramón López Soler. Centrado en torno a estos dos nú­cleos extremos de irradiación literaria, el Romanticismo se bifurca tempranamen­te en dos trayectorias muy desemejantes que se disputan el dominio de España entera. Según Díaz Pía ja, “en Andalu­cía, el fermento ideológico que represen­taba la escuela poética del siglo XVIII y la instalación en Cádiz de la institución parlamentaria que simbolizaba el dere­cho popular contra cualquier tiranía, de­ciden la incorporación del Romanticis­mo liberal.” Por el contrario, en Catalu­ña, la nostalgia de unas libertades polí­ticas anuladas por el centralismo mo­nárquico de los Borbones, hace volver los ojos hacia la riquísima tradición his­tórica medieval, con una idealización de las virtudes caballerescas y feudales que imponen la vigencia de un Romanticis­mo conservador y cristiano.

La máxima admiración literaria del grupo romántico andaluz va hacia los románticos revolu­cionarios como Byron, Hugo y Dumas, que alcanzan también la más absoluta primacía en la capital de España. El ro­manticismo catalán, manteniendo el cul­to a Chateaubriand y a Walter Scott, execra a los que en Andalucía y Casti­lla son considerados como dioses máxi­mos de la nueva escuela. Las caracterís­ticas de estas dos tendencias que bifur­can la orientación de nuestro Romanti­cismo literario y político, han sido seña­ladas certeramente por Tubino: “Dos bandos partían ya la arena del Roman­ticismo en creyente, aristocrático, arcaico y restaurador; y descreído, democrático, radical en las innovaciones, y osado en los sentimientos. Ateniéndose Walter Scott a la tradición de la escuela germá­nica de los Schlegel, abrazóse al prime­ro; Víctor Hugo, olvidando su actitud de 1818 a 1828, o sean sus Odas y bala­das (v.), que embelleció el espíritu re­ligioso y caballeresco, declarábase por el segundo, escandalizando a los públicos con las inauditas libertades artísticas del Hernani (v.) y de Nuestra Señora (v.); quería el uno oponer recio valladar a las disolventes máximas del liberalismo ni­velador. ofreciendo el cuadro de los es­plendores feudales, asimilaba el otro el Romanticismo a la política revoluciona­ria, presentándolo como un 93 del pen­samiento…

En este conflicto de princi­pios, Cataluña se decidió por Walter Scott; en Madrid debía triunfar la en­seña de Víctor Hugo.” Ahora bien, la di­visión hasta aquí establecida, si bien tiene un valor trascendente en lo que aclara la génesis y expansión de nues­tro Romanticismo, carece de utilidad en cuanto se intenta caracterizar, en una visión de conjunto, el panorama de la literatura romántica. En este sentido la causa decisiva de la innovación litera­ria, el auténtico germen de la nueva sen­sibilidad hay que buscarlo en un hecho histórico: la emigración de un grupo de escritores e intelectuales españoles a Francia, Inglaterra e Italia en dos períodos, de 1810 a 1820 y sobre todo de 1823 a 1828. Entre los emigrados que sa­lieron de España a consecuencia de la restauración absolutista y del adveni­miento de la “ominosa década”, se con­taba la flor y nata de la intelectualidad española, desde Martínez de la Rosa al duque de Rivas. El contacto de estos es­critores con la brillante floración del Ro­manticismo europeo, origina a su regre­so a España la difusión de las nuevas doctrinas y el triunfo definitivo de la es­cuela romántica que va unido íntima­mente a su liberalismo político.

Ello no impide que se puedan señalar diferen­cias fundamentales y específicas entre el romanticismo clasicista de Martínez de la Rosa, escritor de transición pese a la trascendental significación romántica de su Conjuración de Venecia (v.), y el pleno romanticismo del Macías (v.) de La­rra o del Don Álvaro (v.) del duque de Hivas. Por otra parte la fundamental bi­furcación del Romanticismo hispánico establecida por Menéndez Pelayo, en ro­manticismo histórico nacional acaudilla­do por el duque de Rivas, y romanticis­mo subjetivo o byroniano, llamado tam­bién filosófico, representado por Espronceda, si bien caracteriza certeramente las dos principales corrientes románticas, tiene a su vez la imprecisión de las ge­neralizaciones demasiado amplias. Así y todo es la más útil de cuantas clasificaciones han intentado caracterizar, den­tro de una fórmula precisa, la riquísima complejidad de figuras y tendencias que entraña constitutivamente el Romanti­cismo. Porque es lo cierto que ni los mismos definidores contemporáneos con­siguen darnos una fórmula unánime que defina por igual las múltiples aspiracio­nes de la estética romántica.

Basado en un desequilibrio esencial entre la inte­ligencia y el sentimiento, entre las nor­mas y la inspiración a favor del puro instinto creador, el Romanticismo nace de un común anhelo de libertad literaria y política. La famosa frase de Víctor Hu­go, le romantisme ríest que le libéralisme en littérature, encuentra un tímido eco en el manifiesto romántico de Ra­món López Soler, estampado en el pró­logo a su novela Los bandos de Casti­lla (v.), Valencia 1830, donde se lee: “Li­bre, impetuosa, salvaje, por decirlo así, tan admirable en el osado vuelo de sus inspiraciones, como sorprendente en sus sublimes descarríos, puedes afirmar que la literatura romántica es el intérprete de aquellas pasiones vagas e indefinibles que, dando al hombre un sombrío ca­rácter, lo impelen hacia la soledad, don­de busca, en el bramido del mar y en el silbido de los vientos, las imágenes de sus recónditos pesares!’ La moderna per­cepción del paisaje como reflejo de la intimidad sentimental del escritor, el cul­to denodado de la inspiración, el gesto amargo de desengaño y de melancolía dentro de la más absoluta libertad, apa­recen ya en este pasaje como premisas esenciales del ideario romántico.

Será Mariano José de Larra, el Werther es­céptico del Romanticismo español, quien recoja abiertamente la rebelión que en­traña la frase de Hugo, incluyéndola en su propio manifiesto romántico: “Liber­tad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comer­cio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época.” Con la figura de Larra, arquetipo del romántico pesimista y del pensador escéptico, atormentado por la melancolía, el Romanticismo his­pánico alcanza su expresión más alta y trascendente desde el punto de vista ideológico. Embebido en el desaliento que informaba el pensamiento de Que- vedo en el punto decisivo de la decaden­cia de los Austrias, Larra es tal vez el único de los escritores españoles román­ticos que tiene plena conciencia de la mediocridad circundante, percibida do­lorosamente por una sensibilidad de hombre moderno.

Reflejo inicial de unas doctrinas exó­ticas, asimilado posteriormente por una corriente tradicional de nuestra literatura, el Romanticismo, desde su prime­ra eclosión lírica en el poema Al faro de Malta (1828) del duque de Rivas, hasta su postrer supervivencia en la obra de Zorrilla, representa sin duda alguna un renacimiento espiritual y literario de verdadera trascendencia en la historia de nuestras letras. Pero esta renovación, fructífera, de amplia y dilatada repercu­sión que sobrevive en muchos aspectos en todo lo largo del siglo XIX adolece también de un irreprimible énfasis retó­rico, de un predominio desbordante del sentimiento y de una acusada superficia­lidad, que son el fruto de la improvisa­ción intelectual y de la decadencia del pensamiento.

Antonio Vilanova

 

RENACIMIENTO

Para una previa delimitación crono­lógica y geográfica, podemos tomar el sentido habitual del término “Renacimiento”, como el movimiento que, con la base del conocimiento de la cultura grecolatina que el Humanismo (v.) había ac­tualizado, maduró en Italia entre los si­glos XV y XVI para ejercer un poderoso y definitivo efecto sobre el resto de la cul­tura europea. Como Burckhardt observó, el Renacimiento se concretó mucho antes en el orden intelectual y literario que en las artes plásticas (y sobre todo, en la conciencia estética), lo cual impone una gran elasticidad al establecer suce­siones históricas.

Sólo desde un punto de vista teológico y filosófico cabe apuntar hacia el centro esencial del Renacimiento, y hacia su contraposición con la cultura medieval: el hombre, en vez de considerarse una pieza más — aunque privilegiada — en la sólida jerarquía del cosmos, teocéntrica- mente orientada, se ve más replegado so­bre sí mismo, sobre su peculiaridad de hombre y más tarde sobre su propia in­dividualidad: en torno a él, el cosmos na­tural se le presenta con una nueva fiso­nomía, quizá más sugestiva, en adecua­ción a su estructura y destino huma­nos, y como objeto de nueva curiosidad por sí mismo, por sus propias determi­naciones, y no como simple alegoría de significado divino. Dios, por tanto, queda más alejado del hombre: la filosofía no­minalista de Occam ha hecho de Dios algo misterioso, en el que no cabe su­poner las determinaciones y relaciones que nuestra mente está acostumbrada a manejar en las cosas con que se re­laciona en la experiencia normal.

Ha aparecido un abismo en la perspectiva en que Dios puede formar parte del horizonte intelectual humano: no se puede extender más el lenguaje y el pensamiento teológico para la ciencia de la naturaleza y de lo humano, porque se ha criticado radicalmente su posibilidad de ser aplicados al propio Dios para ob­tener conceptos dignos de tal nombre. Que esta crisis pueda haber dado lugar, en algún caso, a un paganismo indife­rente y agnóstico, es sólo un hecho peri­férico: en lo esencial, el Renacimiento empieza siendo una nueva manera de religiosidad —expuesta mejor que en ninguna otra parte en la obra del Car­denal Cusano, como ha mostrado Cassirer en individuo y cosmos en la filoso­fía del Renacimiento —, una religiosidad más individual e intimista que la medieval, y que terminará dividiéndose en dos: la forma católica establecida a partir del Concilio de Trento, y la Re­forma protestante.

Pero quizá estas formalizaciones de la nueva religiosidad ya quedan fuera de lo que propiamente se suele llamar Renacimiento, que vendría a ser más bien el intermedio intelectual y artístico en­tre la crisis de la Baja Edad Media y la constitución de estas formas —religiosas y seculares— que han llegado hasta épo­cas muy posteriores. “A posteriori” nos podemos dar cuenta de que el Renaci­miento llevaba en sí una íntima duali­dad que probablemente sólo los italianos – con su genio moderado para transmu­tar los problemas de fondo en formas ar­tísticas y civiles — podían mantener en una situación de fecundidad con cierta duración estable. El Renacimiento tenía su unidad en la mayor distanciación res­pecto a lo divino, como objeto seguro de conocimiento, pero lo otro, lo que no es lo divino, es doble, porque se compone de la naturaleza física y del hombre.

Esta dualidad, al quedar más aislada como tal, tuvo al principio la alegría de un des­cubrimiento: es la aparición de la natu­raleza, en cuyo aspecto de “cosmos” —no en el hombre mismo en cuanto parte de la naturaleza — el franciscanismo había preparado al hombre a sentirse como en su casa, aunque todavía por razones de orden “medieval” en su seguridad últi­ma. Es el momento de la ciencia natu­al, de la física, de los grandes descubri­mientos geográficos, de la experimenta­ción, del arte “realista”, etc. No tardaría, sin embargo, en venir la crisis, sobre todo con Descartes, que pusiera al descu­bierto la íntima contradicción de los dos elementos principales del Renacimiento (aclarados, en lo referente a lo estético, por Erwin Panofsky en su brillante librito Idea): el elemento idealista y el elemento naturalista. Es decir, al sumergir­se en la realidad del mundo, en investi­gación científica o artística, el hombre está aprehendiendo lo objetivo, pero al mismo tiempo poniendo en juego su pro­pio mecanismo de ideas. Inicialmente, ambas cosas parecen en íntimo acuerdo preestablecido, pero son dos principios radicalmente heterogéneos, y precisa­mente la historia de la filosofía a partir de Descartes será la discusión sobre su mutuo ajuste o desajuste.

El hombre del Renacimiento todavía no siente inquie­tud por lo que pueda haber de impues­to por su propia mente en lo que él po­see como imagen directa y completa del mundo. Y sin embargo, no tardan en aparecer las diferencias: en arte, llega a ha­cerse evidente que no es lo mismo copiar la realidad que ordenarla en el cuadro y hallar sus leyes, bajo el criterio armó­nico de un “ideal” (aunque los tratadis­tas, .como Leonardo y Pacheco, se conten­ten con un eclecticismo en que lo ideal es sólo una corrección del realismo): en la ciencia, ya Galileo reconoció, al decir que el libro de la Naturaleza está escrito en lengua matemática, la necesidad de un proceso de interpretación, en que ac­túan como intermediarios unos entes ideales, más o menos puestos por nos­otros: los números. Pero, en el fondo, ya estaba bien clara la dualidad entre idea­lismo y naturalismo desde la misma raíz del Renacimiento: es evidente que el pla­tonismo que formó —por decirlo asi­la “filosofía oficial” del Renacimiento, era lo contrario exactamente, por espiritua­lista y por idealista “a priori”, de la ten­dencia al análisis, contemplación y dis­frute de lo real, es decir, del rasgo qui­zá más característico de la fisonomía con que se aparece el Renacimiento ante la conciencia histórica del hombre medio actual.

El Renacimiento se distingue por su afán de experiencia, pero con el tiempo se hace evidente que en la experiencia entran dos elementos diversos: el “des­cubrimiento” de lo externo y su “inven­ción”, o sea, la reelaboración ordenadora que la mente humana hace siempre de lo que no es ella, a la luz de sus “ideas”, procedan éstas de una implan­tación nativa o del simple encuadramiento de previas experiencias. La progresi­va conciencia de este problema acentúa la diferencia del hombre respecto al res­to de la naturaleza: su alejamiento del teocentrismo medieval permitió al hom­bre ver más de cerca su condición “na­tural”, de trozo del cosmos físico, pero un trozo peculiar, porque piensa y com­prende el cosmos entero, incluido él mis­mo, dando quizá al todo una forma que procede sólo de esa parte. Es decir, las premisas renacentistas llevan gradual­mente a una interiorización crítica, que será —para dar ejemplos dispares— la de Lutero, la del Barroco conceptista es­pañol y la de Descartes: en Italia, sin embargo, no tiene lugar plenamente esta evolución post-renacentista, por lo mismo que se ha realizado el milagro de de­morarse en aquellas dualidades inesta­bles para obtener los frutos estéticos y políticos que permitía su especial pers­pectiva.

Dentro de la peculiaridad espiritual del Renacimiento, y aun a riesgo de caer en nimiedades sociológicas, no es ocioso llamar la atención sobre la diversa forma en que empieza a tener lugar la vida concreta de la cultura: el hombre de cultura —pensador, artista, científi­co — se sale ahora de los órdenes medievales, y queda en una zona aparte, se­cular y sin conexión gremial, como suma de personalidades individuales, forman­do una nueva aristocracia que no es una “clase”, por girar en torno al “genio” per­sonal. Esto hace de la cultura y el arte algo minoritario y extremoso, sin “ver­sión popular”: la poesía rompe con las formas tradicionales, más o menos plebe­yas y anónimas; la ciencia, al empezar a ser tal, deja de ser propiedad de una colectividad eclesiástica —o mejor, de los “clérigos”, los letrados — para ser pa­trimonio de los individuos que la posean por su propio esfuerzo. (La Universidad, dicho incidentalmente, sufre una íntima transformación, al abandonar los esque­mas generales y teológicos del “trivium” y el “quadrivium”, para hacerse univer­sidad de “artes” y ciencias, filológica­mente analítica y empíricamente objeti­va.) Esta ruptura del artista y el hombre de cultura con su inserción genérica y colectiva, abre la posibilidad de una nueva forma de creación y pensamiento, apoyándose en el logro individual, en la invención excepcional y sorprendente, pero en algunos aspectos —por ejemplo, en las artes plásticas, según la apasiona­da crítica de Ruskin — produce algún perjuicio, al desmembrar la esfera im­personal de lo plástico en formalismos personales, desconectados de su inser­ción en la vida de todos.

Pero sobre esto se volverá en mejor momento: ahora conviene ir señalando nombres y aspectos concretos del Renacimiento en Italia, ateniéndose en lo po­sible a lo cultural y artístico, pues re­queriría demasiado espacio la conside­ración adecuada del proceso religioso en que, por coincidir cronológicamente una época de necesidad de reforma interna en la Iglesia con la aparición —por pri­mera vez en muchos siglos— de una instancia espiritual de origen secular y aun extra-cristiano, con el Humanis­mo, el Papado se encuentra en una pe­culiar situación (también por los incon­venientes anejos al poder temporal), que facilitó que se llevaran a sus conse­cuencias más extremas, en el Protestan­tismo, ciertas instancias de la época que – si bien más tarde — el Concilio de Trento resolvería en su posible forma ortodoxa. Por lo que toca a Italia, en el orden propiamente religioso, no era un protestantismo la forma heterodoxa a que podía dar lugar una exageración del Renacimiento —pues esto hubiera sido entrar en un intimismo moral que, como ya dijimos, se sale del concepto habi­tual del Renacimiento italiano —, sino, precisamente, un panteísmo como el de Giordano Bruno: es decir, hasta la he­rejía conserva un carácter naturalista.

Ante todo, el Renacimiento italiano se presenta como nuevo sentido en las for­mas de vida, desde la vida política hasta la simple vida de relación social y la cortesía. Estos aspectos menudos tendrán sus clásicos famosos, como el Cortesa­no (v.), de Castiglione, traducido en Es­paña por Boscán, y el Galateo (v.), ma­nual de urbanidad que ha perennizado el nombre de Monseñor Della Casa; el aspecto más alto, el de la política pro­piamente dicha, ha tenido su clásico re­nacentista en Niccoló Machiavelli (1469- 1527), el “Maquiavelo” de las polémicas españolas, que, en obras como El Prínci­pe (v.), Arte de la guerra (v.) y Discur­sos sobre las Décadas (v.), presenta una nueva idea del arte de gobernar como actividad fáctica, al margen de la mo­ralidad o la inmoralidad, con atención exclusivamente al interés del “príncipe” – hoy diríamos del Estado —, desgajan­do, pues, este terreno del derecho de su conexión con el conjunto de la moral y la filosofía, y abriendo paso a lo que, de hecho, son todavía hoy los principios vigentes del sistema de las nacionalida­des, como entes sin ulterior justifica­ción. (Hasta cierto punto, una transac­ción, o mejor dicho, la posible adapta­ción al derecho cristiano de esta nueva concepción de la vida en forma de na­cionalidades, representa la obra de Vi­toria en la Universidad de Salamanca.)

En un terreno más histórico que po­lítico, pero dentro de una visión del mundo naturalista y sin trascendencia, como la de Maquiavelo, aparece la obra de Francesco Guicciardini (m. 1540), cuya Historia de Italia (v.), así como las Historias florentinas (v.), muestran un frío historiógrafo “positivo”, de sabor bien moderno, evadido de todo providencialismo teológico.

La filosofía propiamente dicha no es, como se comprende, actividad predilecta del Renacimiento italiano: el pensamien­to en su posición más general, hay que buscadlo en autores que a veces entran decididamente en el ámbito de lo reli­gioso: por ejemplo, Pietro Pomponazzi (m. 1525), que medita especialmente so­bre el problema del alma desde un pun­to de vista naturalista, al que ya la obra de Aristóteles sirve para contrapesar el excesivo espiritualismo platónico y su desenfoque en la antropología. A pesar de su situación eclesiástica, Pomponazzi escribe su tratado De la inmortalidad del alma (v.) ateniéndose exclusivamente al “dato” objetivo y prescindiendo de toda Revelación. En general, toda la filosofía de la naturaleza queda estudiada al mar­gen de la perspectiva teológica en el tra­tado De rerum natura (v.) de Bernardi­no Telesio (1509-1588).

Ya mencionábamos los nombres del Cardenal Cusano y de Giordano Bru­no (1548-1600) como pensadores situados dentro del terreno religioso, si bien este último en forma más o menos panteísta; aunque tal vez sería mejor llamarle pre-hegeliano. Más vario y contradicto­rio, pero más rico, es en su obra Tommaso Campanella (1568-1639), con un na­turalismo tocado de platonismo, en su Metafísica (v.) que da lugar a la inven­ción de una_ curiosa utopía política, la Ciudad del sol (v.), donde imagina una sociedad de comunismo teocrático.

Pero quizá será mejor pasar a aludir al pensamiento científico renacentista, si bien dejando intacto el terreno médico, donde a partir de Vesalio, se constituye un nuevo sentido de la ciencia anatómi­ca y terapéutica: vamos a nombrar a Ga­lileo Galilei (1564-1642), verdadero fun­dador del método experimental en la fí­sica, la cual se reduce desde ahora a un saber concreto sin necesidad de aclarar su conexión con la metafísica y la teolo­gía; solamente organizando los datos na­turales en forma cuantitativa, prescin­diendo de lo cualitativo, en un conjunto homogéneo matemáticamente relacionable. Éste es el verdadero sentido de su célebre polémica heliocéntrica, a partir de la “revolución copernicana”.

No mencionaremos, por parecemos de­masiado obvio, los nombres de todos los poetas italianos del Renacimiento, como ilustraciones de este movimiento espiri­tual: sólo, por marcar un límite, dire­mos que se ha podido considerar a Tor­quato Tasso (m. 1595) como el último nombre que se incluye propiamente en la’ época madura renacentista. En gene­ral, la poesía italiana del Renacimiento había alcanzado ya una precoz madurez antes de que se pudiera hablar en gene­ral de dominio del Renacimiento, es de­cir, aún en el período que al principio conveníamos en designar con el nombre de Humanismo: puede decirse que des­de Petrarca la poesía italiana no cam­bia sustancialmente, por lo menos hasta el Seiscientos, aunque sí enriqueciéndose con el desarrollo de algún género lite­rario más, dentro de las mismas premisas estéticas, por ’ejemplo, el poema épico en octavas reales.

Pero es precisamente con la llegada del siglo XVI cuando la poética petrarquesca se difunde por toda Europa: Garcilaso en España, Ronsard en Francia, Spenser en Inglaterra, Camoens en Portugal — o, con más preci­sión, Sá de Miranda— establecen un sis­tema internacional de formas poéticas, que también comporta, además de la for­ma, todo un mundo sentimental neoplatónico y clasicista, con mayor o menor tendencia al intimismo filosófico. En la poesía renacentista de todos los países prevalece decididamente el elemento idealista sobre el elemento naturalista – para seguir la distinción antes esta­blecida—: tal vez el elemento naturalis­ta se ha convertido, desde el propio Pe­trarca, en complacencia formal y sono­ra, con lo que, de ser cierta esta hipóte­sis, habría que decir que “lo natural”, el objeto de experiencia y complacencia sensible, en vez de ser el mundo real, lo es para esta lírica el poema mismo considerado como “cosa”, como produc­to natural perceptible.

Si pasamos al arte, es decir, a la con­ciencia estética y a los principios que, de hecho o de derecho, rigen las artes plásticas en el período renacentista, nos encontramos con un dilema explícito en­tre realismo e idealismo, sobre todo si, como es el caso de Leonardo de Vinci, además de la obra tenemos las palabras del artista: por un lado, se acentúa, en el Tratado de la pintura (v.), la afirmación de que el arte tiene que ser obser­vación, análisis y posesión reproductora de la realidad, frente al esquematismo simbólico del arte medieval, pero al mis­mo tiempo la obra de arte es una orde­nación, un descubrimiento de “leyes”, e incluso, una manifestación del ideal que el artista lleva en sí, por más que lo lle­ve como resultado de una larga expe­riencia de observación de realidades. Se ha señalado que León Battista Alberti y Rafael entendían la “idea” en este sen­tido de “ideal”: más adelante, Vasari le da un simple significado de abbozzo, o sea, de proyecto, de plan preconcebido.

Si tomamos el momento más caracterís­tico de la pintura renacentista — Ra­fael— observamos que la perspectiva lineal establece un ámbito de posesión mental, donde todo se ordena en una es­cenografía realista, y si se quiere ilusionista, pero precisamente por estar referida a una mente ordenadora. Esto se advierte más claramente en Leonardo, en quien pierde la estabilidad ese equi­librio de contrarios (naturalismo-idealis­mo), y la pintura trata de investigar y reproducir casi científicamente las con­diciones mismas de la experiencia visual: de ahí que se dé paso a la “perspectiva aérea”, es decir, a la mayor o menor transparencia y nitidez como indicación de la distancia, más segura y empírica que la ordenación en líneas convergen­tes de los términos del diorama visual. La “perspectiva aérea”, a su vez, com­porta el sfumato, cierta borrosidad gri­sácea que atenúa y funde los colores, tal como de hecho ocurre en la visión hu­mana: ahora la “naturaleza” que persi­gue la pintura no es tanto la naturaleza de las cosas cuanto la del hombre que las conoce; estamos, pues, entrando en un proceso de autoanálisis, que, pictó­ricamente, llevará al Impresionismo, y que tiene su correlato intelectual en la filosofía crítica.

Evidentemente, ya Leo­nardo, quizá por causa de sus contac­tos con la escuela veneciana, pone en cri­sis el estilo florentino, que es el más propiamente renacentista, dejando la or­denación y la abstracción intelectual del orden lineal, por la aprehensión del fe­nómeno mismo de la visión, a que lleva la investigación del chiaroscuro. “El pin­tor se pinta a sí mismo”, ha dicho sig­nificativamente en su Tratado (en senti­do de que el pintor conoce su propia naturaleza humana al pintar, y quizá también que pone sus propios ideales). Con ello se supera el imperativo de “con­formidad con la cosa imitada”, dejando atrás el realismo estricto, primero por la elección del objeto pintable, pero lue­go por la aplicación del deus ex machi­na que es la idea, en el sentido a que alude a ella Pacheco, cuando dice que el pintor debe, para lograr la belleza en su obra, aplicar “juicio y elección de las bellísimas obras de Dios, y cuando no, hermosas ideas”; y finalmente, por otro diverso realismo, un “realismo psi­cológico”, en que no se pretende reproducir la cosa misma, sino el conjunto de las condiciones de su impresión, fundi­da en una experiencia y un ambiente. A esto lleva el empirismo plástico, que se atiene al ojo, prescindiendo de con­ceptos y referencias metafísicas y teo­lógicas: la pintura renacentista, así en­trada en crisis, dará paso a varios tipos de pintura, como el “manierismo”, la pintura escultórica de Miguel Ángel, el luminismo de Caravaggio, etc.

Algo diferente es el problema del Re­nacimiento en la arquitectura: por lo pronto, hay en ella un elemento “humanista” — o sea, de formas grecolatinas heredadas— más importante que en la pintura: los “órdenes” vitruvianos. Y ocurre, además, que el Renacimiento al­tera radicalmente el sentido mismo de la arquitectura, en parangón con lo que había sido en la Edad Media: obra co­lectiva, adaptada funcionalmente a las exigencias de la comunidad religiosa o de la vida familiar, y, sobre todo, terreno común de todas las artes plásticas, que se integran jerárquicamente dentro del “campo de fuerzas” arquitectónico. Tal vez por desplazarse el terreno creativo a climas más suaves, desde el Norte hacía el Mediterráneo, en el paso del góti­co al Renacimiento, la arquitectura deja de responder a imperativos de habitabi­lidad para hacerse “libre”, ornamental, teniendo en el “palazzo” y su fachada la forma típica, no en la vivienda ni en la iglesia. El arquitecto deja de ser un ar­tesano, un obrero, y se convierte en un puro inventor, que resuelve todo el edi­ficio por una sola intuición espacial abs­tracta. Argan ha señalado, en el caso de Brunelleschi, que la cúpula de la cate­dral florentina representa el paso a un modo de construir renacentista: por fallar la pericia medieval de los artesanos, Brunelleschi tiene que inventar una for­ma nueva de cúpula que se vaya soste­niendo a sí misma conforme se cierra, sin encofrados completos.

Es decir, la arquitectura renacentista significa un análisis y una posesión men­tal del espacio, de carácter casi filosófico y científico, y que da lugar a un sentido nuevo de la perspectiva arquitectónica, como forma de aprehensión total del edificio, sin el distanciamiento de vagos términos que podía haber en el gótico, y con ornamentación de “citas”, de ele­mentos clásicos que dieran elegancia y calidad humanística e histórica al edifi­cio. Podríamos poner a Bramante como ejemplo arquetípico de arquitecto rena­centista: Miguel Ángel, Bernini y sobre todo Palladio marcarían el tránsito ha­cia una situación más “barroca”, en el moderado alcance que puede tener esta palabra aplicada a la arquitectura ita­liana.

Haciendo, pues, un primer resumen del sentido y valor del Renacimiento como movimiento espiritual, podemos decir que en cierto modo es el quicio central de la historia de la cultura occi­dental: ningún movimiento ha tenido una eficacia renovadora tan decisiva, quizá porque lo esencial de su mensaje era destacar la dimensión “renovadora” y original en el hombre, acentuando lo que en él, en cuanto hombre, podía ser principio de actividad autónoma. Pero lo más curioso —y también, la gran fuerza y la gran debilidad— del Renacimiento es que esta originalidad y esta nueva li­bertad se propugnaran a partir de un clasicismo, de la invocación a una cul­tura pretérita de magisterio perenne. Tal vez por la profusión de su novedad te­nía el Renacimiento que volverse hacia bases tradicionales en que apoyar el sal­to: la cuestión está en saber si ese mun­do clásico era un canon o un estímulo, un modelo o un pretexto. Como recuer­da E. R. Curtius, la Edad Media había conservado en plena circulación muchos elementos clásicos, e incluso seguía te­niendo en lo grecolatino el punto habi­tual de referencia: lo que cambia deci­sivamente es la intención con que se alude a lo clásico, que en el Renaci­miento es una intención radical, alcan­zando lo esencial de todo, para revolu­cionarlo fingiendo no hacer más que res­taurarlo y devolverlo a las formas prís­tinas. Tal es, probablemente, el sentido filológico del Renacimiento, y por eso es totalmente irrelevante que nuestra fi­lología, más perfeccionada, descubra que el mundo clásico fue de hecho algo muy alejado de su imagen canónica renacen­tista.

No podemos analizar suficientemente el influjo inmediato del Renacimiento italiano sobre la cultura europea: dejaremos apenas indicado que, en Francia, además de la influencia poética a través de Ronsard, hay que tomar en cuenta el pensamiento neoepicúreo de Pierre Gassendi, y sobre todo, el fino pensamiento crítico de Montaigne; para no entrar en el dominio de las artes plásticas, tam­bién con evidente, aunque más retarda­do eco renacentista. En un sentido más científico y filosófico, señalaremos el ejemplo germánico de Paracelso. Y en el terreno religioso, en general, ya he­mos aludido a la conexión entre Rena­cimiento y Reforma.

Pero sí nos extenderemos algo más en el problema del. Renacimiento español, entre otras razones porque, en la suerte peculiar de su influjo en España, puede el Renacimiento dejar ver mucho de su esencia. Ha habido quien ha negado todo renacentismo en la cultura española (Es­paña, el país sin Renacimiento se tituló el libro de Wantoch), y ha habido, por el contrario, quien, como Aubrey F. G. Bell, ha extendido el renacentismo hasta abarcar todo el Siglo de Oro literario. (En cualquier caso, no puede ser un azar que el Siglo de Oro empezara precisa­mente a raíz de la entrada del influjo renacentista.) Pero podría ocurrir que todo el Siglo de Oro fuera, de un modo u otro, renacentista, y, sin embargo, que el Renacimiento no se hubiera dado en forma dominante y pura en España.

Es­paña fue el país europeo que recibió más de lleno el impacto del Renacimien­to, por proximidad física y contacto po­lítico, pero su espíritu no se adecuaba al sentido esencial del Renacimiento: de­masiado teocéntrica, demasiado poco in­teresada en la contemplación especulati­va — científica o estética — de la natu­raleza circundante, que no se refiera di­rectamente a intereses éticos y religio­sos, España, por otra parte preocupada con la colonización americana y — en seguida— por las guerras religiosas, no tenía el desasimiento teórico renacentis­ta, ni su primacía del tema antropológi­co. Con todo ello, lo cierto es que se puede y se suele hablar del “Renaci­miento español” para referirse, aproxi­madamente, al reinado del Emperador Carlos, o sea a la primera mitad del si­glo XVI. En la prosa, el renacentismo do­mina a partir de su entrada, en lucha con el elemento medievalista siempre persistente, en la Celestina (v.), para dar su último fruto maduro en los diálogos y tratados de Fray Luis de León: en la poesía, el renacentismo propia­mente dicho que introducen Boscán y Garcilaso dura como tal hasta Fernan­do de Herrera, para confluir gradual­mente en un sentido más amplio de la lírica, donde el Renacimiento no es más que una de las fuerzas y elementos del conjunto.

Ahora bien, seguramente lo que más importaba en aquel período de la cultura española no eran las nuevas formas artísticas y poéticas, ni el nuevo sentido filosófico, filológico y científico — esta úl­tima dimensión fue prácticamente igno­rada —, ni, mucho menos, como no fuera para un enérgico rechace, el nuevo sen­tido político, sino, por encima de todo, las inquietudes religiosas en esa nueva atmósfera que toma de Erasmo de Rot­terdam su nombre antonomástico. Es decir, dominaba algo que, aunque tal vez de remota raíz renacentista, venía de tierras nórdicas, con un “pathos” reli­gioso poco armonizado con el Renaci­miento propiamente dicho.

Fuera de la poesía, la mayor aporta­ción española es la del Cardenal Cisne- ros, con la Biblia Poliglota (y con la misma Universidad de Alcalá, que pudo ser la “Universidad renacentista” frente a Salamanca, Universidad más medie­val). Pero nadie piensa nunca en Cisne- ros como lo que suele llamarse un car­denal del Renacimiento, y, por otra par­te, una tan directa aplicación de la filo­logía a una obra religiosa y eclesiástica, se sale probablemente un poco del mar­co de lo renacentista.

No debemos olvidar alguna manifes­tación periférica, como la religiosidad in­dividualista, protestante “avant la lettre” de Juan de Valdés, cuyo Diálogo de la lengua (v.) tenía una intención práctica de ayuda para el proselitismo entre los italianos: o como la fina crítica huma­nista y un tanto erasmiana, de Luis Vi­ves, que suele escribir en latín, y reside en Flandes. Un poco desplazado tam­bién, aunque dentro de la propia Espa­ña, queda Francisco Sánchez, con su “filosofía escéptica”, que no encuentra ma­yor eco por falta de una filosofía laica en el país.

Pero, literalmente hablando, la prosa renacentista no halla plena resolución en España: Fray Antonio de Guevara resulta casi “pre-barroco”, y Fray Luis de León, como prosista, tiene un valor muy inferior al de su lírica.

En cambio, Garcilaso de la Vega ofre­ce, dentro de la poesía, casi un arqueti­po de figura renacentista, por su lírica, por su personalidad caballeresca, y en cierto modo, también por la falta de co­nexión que hay entre sus versos y su catolicismo personal, junto con su sen­tir de caballero del Imperio, bien lejano a toda elegía en su acción personal. Po­dríamos presentar a Garcilaso como el punto más avanzado de la penetración del Renacimiento en la cultura españo­la, tal vez en unión de Fernando de He­rrera, éste doblado de filólogo, de teó­rico, y, significativamente, comentador de Garcilaso.

En las artes plásticas, el Renacimiento tiene un influjo que, aunque importante, siempre es parcial. El ejemplo de mayor aproximación al renacentismo pictórico italiano lo tendríamos en el ambiente va­lenciano de los pintores “leonardescos”, sobre todo la familia Masip, en la cual aparece el llamado “Juan de Juanes”. Ya Morales el “Divino” habría de ser en­cuadrado en un “manierismo”, más que en el Renacimiento propiamente dicho.

En la arquitectura el primer influjo renacentista no es tampoco muy puro en su origen ni en su aplicación: se trata del “plateresco”, el estilo de ornamenta­ción de edificios que, nacido en Urbino — la patria de Rafael— y difundido des­de Venecia, se adapta en España a las últimas formas del gótico — en el reinado de los Reyes Católicos—; en todo caso, no llega nunca a implantarse sobre es­tructuras totales de edificio que respon­dan plenamente, a un sentido neoclásico (véase, por ejemplo, en el plateresco “civil”, la Plaza Mayor de Salamanca).

Esta debilidad íntima del Renacimien­to plástico en España se advierte mejor observando el arte hispanoamericano, donde parece darse como un salto desde lo medieval hasta lo barroco.

Resumiendo, pues, podríamos decir que España es la nación europea que más parte ha recibido del mensaje italiano del Renacimiento, pero también la que más profundamente lo ha modificado y cambiado de sentido, haciéndolo ingre­diente de otro sentido general de la cul­tura y la vida.

José M.a Valverde

 

REFORMA

Con este nombre es designado el mo­vimiento iniciado por Martín Lutero (1483-1545), del que surgió el protestantismo. El término es inadecuado, porque la Reforma fue una verdadera revolu­ción religiosa, con aspectos y efectos po­líticos, que rompió la unidad de la Iglesia de Occidente, produjo nuevas formas eclesiásticas e inauguró una nue­va época en la historia de la espiritua­lidad cristiana. Pero el término “Re­forma” corresponde a la idea que tuvieron sus promotores de no ser los fundadores de una nueva religión, sino de restaurar, en un tiempo en el que ya estaban presentes todos los gérmenes de la edad moderna, el antiguo cristianis­mo. Si bien la Reforma es la resultante de tendencias, aspiraciones, impaciencias ampliamente difundidas en Europa a principios del siglo XVI, recibe un sello inconfundible por efecto de la persona­lidad de Lutero.

Ingresado en la vida monástica du­rante su primer año de universidad y destinado en seguida a la carrera aca­démica, Lutero resume en sí el conflicto de la cultura eclesiástica en el bajo Medievo. Ningún contacto directo, al principio, con el Humanismo; pero su formación filosófica y teológica se per­fecciona con la “vía moderna” de Gui­llermo de Occam: una filosofía crítica, no sin analogías con la kantiana, en la que la unidad de fe y razón queda des­truida y la especulación metafísica se suspende. Dios se envuelve en un mis­terio abismal, del cual sale revelán­dose solamente en la medida en que quiere hacerlo, en la revelación históri­ca. Dios, que está más allá de todo con­cepto de bien o de mal, impone no obs­tante al hombre una disciplina, siguien­do la cual con su mejor voluntad, el hombre puede y debe legítimamente pre­sumir que le es grato.

El esfuerzo para hacerse grato a este Dios insondable, llevado a cabo con una indudable serie­dad y un vivo sentimiento de lo absolu­to, conduce a Lutero a la paradójica con­clusión de que el hombre no puede ja­más estimarse positivamente digno de la gracia, y que su sola “justicia” ante Dios consiste en reconocerse radicalmente “injusto”, acusándose sin merced ante Dios y haciendo suyo su veredicto condenatorio. A una tal acusación incondicionada de sí mismo, Dios contesta con una no menos incondicionada absolu­ción. Estos pensamientos reciben en Lu- tero una influencia de apoyo por parte de la mística germánica, aunque no asi­mila (por sus premisas críticas occamistas) su fondo especulativo neoplatónico. El deseo de poner en claro su “teología de la cruz”, como una doctrina de abso­luta penitencia interior con respecto a la práctica penitencial de la Iglesia (indulgencias) conduce a Lutero a la proclamación de las 95 tesis (1517) y a la revolución religiosa.

La espiritualidad de la Reforma refle­ja las exigencias complejas y a veces an­titéticas de la experiencia luterana. Por una parte la concepción intimista de la penitencia y en general de la vida re­ligiosa, pone al hombre directamente en relación con Dios, y al desvalorizar in­trínsecamente las obras meritorias, es natural que la Iglesia, como dispensadora de la gracia, quede privada de mo­tivación y sea abandonada; por otra parte, la actitud crítica, antirracionalista y antitomista que caracterizó a Lutero, se contrapone al intelectualismo y a la confianza en la persona que aportó el Humanismo. La Iglesia, como custodia de la revelación, como garantizadora sa­cramental de la gracia, es indispensable a su espiritualidad, y la reconstruye des­pués haberla negado; pero la reconstruye como un puro cuerpo espiritual, aban­donando sus aspectos jurídicos y admi­nistrativos a la autoridad de los prínci­pes alemanes, los cuales, en el pensa­miento de Lutero, administran la Igle­sia, no en cuanto son el Estado, sino en cuanto son ellos también “miembros preeminentes” de la Iglesia, investidos, por su posición, de especiales responsabilidades.

La misma complejidad llena de antítesis se encuentra en toda la concep­ción luterana de la vida. Si Lutero aban­dona el estado monástico, no voluntaria­mente, a decir verdad, sino forzado por las circunstancias; más todavía, si lo combate como la quintaesencia de las “obras meritorias”, con una polémica violenta hasta la injusticia, no por ello Lutero reivindica la gozosa posibilidad del vivir humano. Todo el mundo para Lutero yace en el mal, y el pecado se insinúa, en la forma sutil de la vanidad y del amor a sí mismo, hasta en las ex­presiones de moralidad más elevadas. Por otra parte, precisamente porque el mundo es malo, y en ningún modo es posible crear en él una isla de perfección, el mundo es aceptado como es. como un campo de batalla, de ejercitación moral, como una cruz a veces, cum­pliendo con fidelidad los deberes relati­vos y siempre discutibles desde el pun­to de vista de lo absoluto, de los cuales se compone la vida humana, y que, cum­plidos con religiosa conciencia, como deberes dictados por Dios al hombre en su particular situación concreta, asumen un valor de “vocación”. La vida se desen­vuelve así en dos líneas paralelas: la vida de la fe, en su interioridad y pure­za, la vida del mundo en su relatividad pecaminosa.

El hombre cristiano, en su concreción, pertenece a la una y a la otra, sacando de su fe una exigencia su­perior, un motivo de control, y al mismo tiempo de desvío de la realidad proble­mática en que vive, y hallando en esta realidad las condiciones concretas para el ejercicio, ascético, en el fondo, y qui­zá doliente, de su fe. Pero la vida vivi­da en la fe no impide al mundo ser “mundo”, insuperable pecaminosidad, y la fidelidad cristiana en el servicio del mundo no puede jamás asentarse en la cuenta favorable al hombre en el balance eterno: la única razón de subsis­tencia del hombre ante Dios es siempre su inmerecido y gratuito perdón. En esta polaridad y ambivalencia está la carac­terística profunda de la espiritualidad luterana. Es por otra parte difícil que ésta se mantenga íntegramente en la ten­sión y el equilibrio de su afirmación y negación. Y así, hay a menudo, ya en Lutero mismo y más en el luteranismo, una alternancia de estados de ánimo, unas veces de completa negación del mundo, del que se busca refugio en la interioridad de una vida espiritual auto- suficiente y sin necesaria relación con la vida concreta, y otras veces de afirmación integral de la vida en su auto­nomía relativa, que en un tiempo más próximo a nosotros, a causa de la reduc­ción del cristianismo al plano de una re­ligiosidad sin pecado original y sin re­dención trágica, se resolverá simplemen­te en el optimismo de la presencia inter­na de lo divino en el devenir del mun­do.

Esta resolución cuya paternidad Lu­tero no puede declinar — sea gloriosa o deplorable — en las concepciones del mundo moderno, está en todo caso más allá de las intenciones del reformador. De todos modos hay que reconocer a éste el mérito de haber planteado el proble­ma de la ética con todo su rigor, acla­rando la diferencia que hay entre lo moral, lo útil y lo jurídico. El bien no es la educación material al contenido de una “ley”, y no es tampoco lo ventajoso para mí o para mi próximo; sino que más allá de todo legalismo como de todo interesamiento, el bien es la obediencia incondicional a una voluntad ab­soluta. La transcripción lógica de la experiencia luterana será la moral kan­tiana; pero reduciendo a la razón legis­ladora del hombre la insondable volun­tad del Dios de Lutero (que por otra parte se revela como una libre voluntad de amor para sus criaturas, poniéndose así como forma y contenido del deber), Kant ha empobrecido en cierta manera la ética luterana de la obediencia a Dios solo.

La Reforma luterana se encuentra, desde su aparición, en antítesis y en competencia con un movimiento popular de insurrección religiosa, social y polí­tica: el anabaptismo. La hostilidad de Lutero hacia este movimiento, llegando a asumir alguna responsabilidad mo­ral en su sangrienta represión por obra de los príncipes alemanes, no es debida solamente a motives contingentes. El anabaptismo no comprometía solamente la Reforma ante el juicio de los prínci­pes, de los que la Reforma tenía necesi­dad, sino que sobre todo expresaba una espiritualidad diversa, en la que revi­vían los motivos dominantes de las here­jías medievales: la aspiración a la reno­vación de la sociedad, la espera del rei­no de Dios del año mil, la inspiración como suprema instancia religiosa y como contraseña de la madurez de los tiem­pos. Con su voluntad de instaurar un orden cristiano, según el modelo del Sermón de la Montaña, el anabaptismo debía desconocer profundamente, a juicio de Lutero, la insuperable pecaminosidad del mundo y la diferencia irreductible entre el plano de la fe y el de la vida concreta.

La voluntad del anabaptismo de purificar la Iglesia transformándola en una comunidad de adultos bautizados después de una profesión de fe perso­nal, no se acordaba con la profunda y compleja concepción eclesiástica de Lutero, según el cual la Iglesia, en su pro­funda esencia, no es “visible” (sólo Dios discierne los que son justificados por él mismo), mientras que la organización vi­sible de la Iglesia queda siempre sujeta a lo problemático de las cosas de este mundo. También el carácter insurreccio­nal del movimiento contradecía, no so­lamente el temperamento conservador de Lutero, sino su profunda persuasión de que los males de este mundo han de ser soportados como una cruz y trans­figurados en factores de vida interior. En fin, la apelación al Espíritu Santo, que aparecía, incluso en su realidad con­creta, expuesto a todos los riesgos del subjetivismo, no se compaginaba con el apego a la Biblia que Lutero había here­dado de su formación occamista, y que correspondía profundamente a las exi­gencias de su conciencia suspicaz ante to­das las voces interiores y los impulsos incontrolables, en que fácilmente po­dían enmascararse las insidias del dia­blo. El espiritualismo de los anabaptistas presenta en cambio mayores afinidades con la religiosidad humanista que re­conocía en Erasmo su más autorizado re­presentante, y que por otra parte era opuesta a toda actitud revolucionaria. Hacia ésta, como hacia el anabaptismo, Lutero pone, con su famosa polémica contra el libre albedrío, un límite in­franqueable.

La Reforma llega a su completa expre­sión sociológica y eclesiástica y su sistematización doctrinal coherente, con el calvinismo. El espíritu lógico y jurídico latino de Juan Calvino (1509-1564), el he­cho de que la Reforma calvinista se des­arrolló en un ambiente ciudadano y re­publicano como el de Ginebra, y que en otras zonas (Francia, Países Bajos) se encontrara ampliamente empeñada en las guerras de religión, el mayor radicalis­mo de esta Reforma, que no se limitó a corregir el edificio de la Iglesia medie­val, como había hecho Lutero, sino que quiso fundarlo de nuevo sobre el mode­lo de la Iglesia primitiva (aspiración común con el anabaptismo), explican la diversa fisonomía del calvinismo. La Iglesia calvinista, incluso allí donde está en relaciones de íntima colabora­ción con el Estado, como en Ginebra, es una Iglesia que se gobierna por sí misma, por medio de sus consejos de pastores y de “ancianos” (consistorios, sínodos), creando de este modo en sus fieles el gusto y la capacidad del auto­gobierno. Su ética está determinada por el desarrollo que asume en la doctrina calvinista la idea de la predestinación. Esta doctrina, que parece habría de con­ducir a un fatalismo pasivo, quitando al hombre todo motivo de obrar, se trueca en cambio en el Calvinismo en un enér­gico impulso a la acción.

Los que están persuadidos de ser elegidos de Dios e instrumento de sus planes, piensan cum­plir en sus acciones su eterna voluntad, y recíprocamente encuentran en el éxito de sus acciones una comprobación de su elección. Las obras, eliminadas por Lute­ro como obras “meritorias”, reingresan en la ética reformada como “signos” de la salvación cumplida. El dualismo del mundo y del Reino de Dios, que no es substancialmente menos completo para Calvino que para Lutero, no conduce en este caso a una tolerancia pasiva, sino a una enérgica actividad dirigida a someter el mundo a la voluntad de Dios, y a obligarle a reconocer su gloria. La motivación de esta actividad en el mundo, por otra parte, está desprovista de todo motivo utópico: el mundo no es substancialmente mejorado por la acti­vidad de los elegidos, y sigue siendo el mundo del pecado, provisional, transito-, rio, caduco. El calvinismo no espera una instauración milenarista del Reino de Dios (como el anabaptismo), y su visión de la vida perfecta se proyecta decidida­mente en el más allá (como en el luteranismo y en el catolicismo); pero igual que el catolicismo, y más que el luteranismo, se interesa por el problema de una sistematización de la ciudad terrena que sea tendencialmente favorable a los fines del Reino de Dios.

La ética calvi­nista se traduce en la vida económica (es­timulada por la supresión de la prohibi­ción medieval del préstamo a interés) en un activismo al mismo tiempo libre y austero, que considera la vida como un combate, el lucro como un deber, el éxi­to como una sanción divina, el lujo como un pecado y la severidad del tipo de vida como un título de nobleza (puritanismo). Esta concepción de la vida, en los si­glos XVII y XVIII, especialmente en suelo anglosajón, se cruza con otras influen­cias de origen humanista y anabaptis­ta, que por una parte conducen a una atenuación de la doctrina de la predes­tinación (arminianismo) y por otra a una valoración más favorable de la capacidad del hombre natural (jusnaturalismo), e inclinan la autonomía de los elegidos calvinistas en el sentido de la declaración de los derechos del hombre y de la libertad de conciencia.

Nacida de exigencias religiosas, la Re­forma se entrecruza, en su difusión, con los intereses políticos y las pasiones nacionales y raciales, polarizando en los Estados germánicos el estado de ánimo impaciente por la influencia, a veces fi­nancieramente gravosa, de la curia ro­mana, y sacando provecho de la secula­rización de los bienes eclesiásticos confiscados por los príncipes, en gran parte en provecho propio. Tal interferencia de motivos determina diversamente la con­figuración de la Reforma y de la Igle­sia en los estados protestantes, y su co­nexión más o menos estrecha con las au­toridades civiles. Una posición aparte ocupa la Iglesia anglicana, que brotada de un acto de gobierno regio le debe también su fisonomía particular: cató­lica en el rito y en la jerarquía, calvi­nista en la doctrina y en la moral. Pero la historia de la Reforma en Inglaterra no se identifica con la de la Iglesia an­glicana, sino más bien es la historia de la controversia del anglicanismo con las Iglesias “independientes”, de más acen­tuado carácter calvinista.

En Francia la historia de la Reforma se inserta en la de las luchas de la nobleza provincial contra el creciente absolutismo monár­quico. De esta situación de minoría com­batida y perseguida se deriva la teoría calvinista del derecho a la resistencia, de parte de los “magistrados inferiores” y de los estados generales, al arbitrio del soberano. En Italia la Reforma se re­dujo a un movimiento de “élites” inte­lectuales, más o menos íntimamente uni­do al humanismo. A este origen cultural los reformadores italianos deben su pe­culiar fisionomía, que les confiere una posición intermedia entre Renacimiento y Reforma, y los convierte en precurso­res, incomprendidos y combatidos hasta por los protestantes de su tiempo, de la Ilustración del siglo XVIII (socinianismo).

La época de la Reforma comprende esencialmente los siglos XVI y XVII. En el XVIII afloran en la sensibilidad europea nuevas tendencias, que aunque sigan buscando su inspiración en la fe y en la piedad de la Reforma, señalan al mismo tiempo hacia nuevos problemas y nue­vas orientaciones. El -predominio de la Biblia en la Reforma queda sometido a la crítica de la razón y de la historia, el dogma cristiano se resuelve en la “re­ligión natural” (Ilustración), la esfera del sentimiento, relegada a un segundo plano por el objetivismo teológico, ecle­siástico, sacramental de la ortodoxia pro­testante, recobra la conciencia de su autonomía, contraponiéndose al raciona­lismo (Pietismo, Metodismo, Romanti­cismo). El protestantismo vive en ade­lante de su controversia con el mundo moderno, el cual no lo ha suprimido y al cual sigue proporcionando importan­tes temas de meditación espiritual.

Giovanni Mieggf

 

RACIONALISMO

El espíritu humano tiende a una con­cepción universal de la experiencia, tal, que en ella los puntos de vista parcia­les se resuelvan y se integren, y todo aspecto concreto sea aprehendido no en la accidentalidad intuible de su aislada singularidad, sino en la totalidad orgá­nica que lo abraza con los demás, y lo une con ellos en la riqueza y compleji­dad de las relaciones. Este proceso de universalización que se desenvuelve co­nexionando, integrando y purificando cada vez más los planos de genera­lidad de la experiencia, que halla su satisfacción en la conciencia de las exi­gencias ideales y de los puros valores universales del espíritu y que se define en la actitud de mera contemplación teó­rica, es lo que nosotros llamamos la acti­vidad de la razón. La razón es la pura forma estructural de la experiencia sus­traída a toda parcialidad de perspectiva, concebida en su totalidad integral y en la compleja riqueza de sus relaciones: una idea límite, como suele decirse, que expresa la ley de un proceso infinito, el cual se realiza en el conocimiento y se asegura en la concreta, múltiple y diná­mica objetividad del saber.

La actividad racional, en su desarro­llo, tiene lugar según diversos aspectos y significados, que caracterizan los diversos sentidos que comúnmente se atri­buyen al Racionalismo, entendido ge­néricamente como actitud espiritual de confianza en la razón y en su obra. En un primer aspecto, frente a la móvil ri­queza y la intensa luminosidad comunicada por la experiencia intuitiva, la racionalidad es simplificación, esquematización, diseño abstracto de coordena­das esenciales, que parece sobreponer a la diferenciada plasticidad de la vida una rígida norma que rechaza y mutila sus impulsos. Pero, en un segundo aspecto, el esquema racional, aunque abstracto, es orden y armonía, forma de compuesta perfección, reino trascendente de los pu­ros valores ideales y de los significados universales de la experiencia y de la vida. Y, finalmente, en su tercer aspec­to, el orden de la razón en su pureza es una integración de la experiencia, que trasciende todo sentido y todo valor por puro y universal que sea y por ello con­siente una visión infinitamente rica y sentida de esa experiencia.

Desde este punto de vista la razón es principio de libertad, liberación de todo límite, de toda concepción determinada y conclusa, de todo presupuesto dogmático y de todo esquema consuetudinario. Con esto se explica, cómo, de vez en cuando, el Ra­cionalismo puede significar perder de vista lo concreto por lo abstracto, sacrifi­car lo viviente a la extrínseca necesidad de la norma; pero también fijar la mira­da, por encima del mundanal tumulto, en el orden armónico de valores eternos, tener fe en su pura universalidad contra la llamada de los sentidos y de las pa­siones, en el choque de los egoísmos; y, finalmente, que el término se aplique al deseo de una búsqueda sin fin, al sen­tido de una absoluta libertad que no reconoce la legitimidad de ningún con­fín. Los varios significados del Raciona­lismo, en sentido genérico, correspon­den a las fases de la actividad de la razón, esto es, del proceso por el cual de la vida se asciende a la idea, y de la idea se vuelve, iluminándola, a la vida.

Por lo demás, esta divergencia de sig­nificados se revela también en el térmi­no “racionalismo”, referido a los diver­sos campos espirituales, y, por ello, se puede hablar de un Racionalismo moral, estético y religioso. La razón vale en cada uno de estos campos como lo contrapuesto a la mera espontaneidad de los impulsos; y como por ésta entende­mos en primer lugar la violencia y el desorden de la sensibilidad y de la pa­sión, la racionalidad es el reino del or­den y de la armonía espiritual. Por esto no deja de tener significado que preci­samente en el Racionalismo platónico los valores éticos, estéticos y religiosos ha­yan obtenido la consagración de su uni­versal e ideal pureza, por encima de las contaminaciones de su aparecer histó­rico. Pero, por otra parte, ¿no amenaza el Racionalismo con imponer una forma abstracta de tales valores, la universali­dad de una pura norma a la concreción de la vida ética, estética y religiosa? La moral del equilibrio, o de la pura ley universal del deber, esto es, la moral que corresponde al dominio de la con­ciencia racional en la fría rigidez de su rigorismo, parece ignorar los motivos más profundos y más íntimos por los cua­les el alma busca y quiere el bien; el afán por su salud espiritual, el amor al prójimo, la comprensión de recíproca simpatía, en suma, el anhelo natural de la humanidad.

El término de Racionalismo adquiere su neto significado y define su valor en la obra teórica. El saber, en todo campo suyo, es una integración y una ordena­ción racional de la experiencia, por la cual ésta es preservada de interpretaciones o proyecciones parciales, y con­cebida en su generalidad. Este proceso consiste, en primer lugar, en encuadrar la inmediata singularidad cualitativa del dato de experiencia, como aparece en la intuición directa, y en generalizarlo o abstraerlo, esto es, en elevarlo a con­cepto. Todo concepto, en su generalidad, ofrece un doble aspecto, que se revela también en el doble valor que tiene la palabra que lo expresa. Es, respecto a un contenido concreto de experiencia, su planteamiento formal e inmediato para la inserción y la integración racional, para el análisis y la síntesis teorética, centro desde el cual se desenvuelven el juicio y el razonamiento. Pero su gene­ralidad no es mera abstracción; resulta de una experiencia particular o conver­gencia de experiencias que la vida esta­blece, y tiene un valor para la vida; contiene una intuición que se expresa precisamente en ese valor intuitivo de la palabra que le da plenitud significativa y poeticidad.

Ahora bien, la conciencia que alcanza el plano conceptual, se eleva ciertamente a la exigencia de la inte­gración racional, y tiene una experien­cia humana más rica; pero cuando se mueve dentro de un sistema fijo de con­ceptos y los trata como entidades con­cretas, se torna rígida en él, en su abs­tracta determinación, y encerrada en sus redes ya no sabe alcanzar la libertad del proceso racional, por una parte, ni, por otra, el contacto vivo con la multiforme experiencia. De manera que, cuando esta posición se cristaliza y se convierte en método, da lugar al realismo conceptual, forma característica de un pensamiento dogmático, que, lejos de referir conti­nuamente la razón a la experiencia, en­riqueciendo y diferenciando a cada una en su recíproca relación, se queda en un ámbito cerrado de abstracciones rígi­das. Esta actitud del pensamiento que naturalmente se refleja también en el sentimiento, en la voluntad y en la ac­ción, y perjudica la espontaneidad y la energía espiritual no menos que el vigor de la investigación teorética, se suele de­signar, en el lenguaje común, como Ra­cionalismo. Pero mejor sería llamarle, y así se hace, intelectualismo, si por in­telecto entendemos con Hegel la razón que no ha logrado libertad.

La verdadera razón no se detiene en el concepto, en la generalización abs­tracta de la experiencia, sino que, más bien trata de penetrarla e integrarla según un proceso doble: la actividad del pensamiento tiende, por una parte, a universalizar el dato de experiencia insertando su inmediata singularidad cualitativa en la textura de las relaciones que lo determinan; por otra parte, a reconducirlo, como elemento, a una to­talidad orgánica y coherente. Cada una de estas tendencias se expresa en el co­nocimiento común y en el saber empí­rico-descriptivo en una serie de formas o categorías que definen los métodos y las estructuras según los cuales la razón ordena y conexiona la experiencia en una continua y recíproca relación y las principales de las cuales son las ca­tegorías de causa y de substancia. Pero hay dos campos del saber en que las dos exigencias de la razón —exigencia de universalidad y exigencia de distin­ción— se afirman como constitutivas del saber mismo y se manifiestan, no como métodos o categorías formales que ela­boran un dato independiente, sino como principios del mismo saber, como sus leyes de estructura y desenvolvimiento. Éstos son los campos de las ciencias matemáticas y físico-matemáticas, y de la filosofía.

En el uno, el aspecto de universalidad de la razón se expresa en la ley, como relación funcional constan­te en que se funda la singularidad del fenómeno; en el otro, la tendencia de la razón a la distinción, tiene lugar como sistema, coherente totalidad de integra­ción en la cual todo objeto de la expe­riencia se funda y se equilibra en una realidad de conjunto. La matemática y la filosofía son las dos grandes aventu­ras de la razón, las coordenadas sobre las que se asienta el mundo teorético de la cultura occidental. Por esto la filosofía es, esencialmente, racionalismo; es la afirmación de lo racional en su pureza y unidad, como realidad absoluta frente a la caótica multiplicidad de lo existente. Se inicia con la paradoja de Parménides que, contra el mundo desordenado de la distinción y del movimiento, consagra la unidad y la identidad del ser, que es el propio ideal de la razón, como real, con realidad verdadera, inmutable, eterna. Se desarrolla con Platón, cuando concibe un puro reino de lo inteligible, esfera supraceleste de las ideas, eternas esencias, que son leyes y normas para las existencias finitas, pero que las trascienden como imágenes de una inmaculada verdad de ellas.

Se organiza con Aristóteles, en la visión arquitectónica de un mundo cuya vida multiforme es expresión de unida­des substanciales, y que en su eterna verdad, más allá de la esfera de lo fini­to y de lo caduco, es un momento- del pensamiento infinito que se piensa a sí mismo, “luz eterna que sola en ti resides – sola te entiendes, y de ti entendida — y entendiéndote te amas y te alegras”. (Div. Com Par. XXIII, 124.) El Racio­nalismo es ahora Racionalismo de trascendencia, ya que el impulso de la ra­zón a la distinción, a que antes se alu­día, da lugar aquí a que se ponga lo inteligible, como el ser absoluto, fuera y más allá del mundo de lo empírico.

Tal desprendimiento es la herencia pla­tónica: el reino de las ideas, en su in­maculada pureza, es también el de los valores ideales, de la belleza de, la virtud y de la verdad, que en este mun­do apenas se traslucen, pero que allá arriba tienen certidumbre absoluta y realidad inmunes. Sin embargo, y aun por ello mismo, el mundo de lo existen­te aparece ya dominado por un íntimo finalismo que tiene en el reino ideal su término y su ley. Este finalismo se acentúa en Aristóteles: toda vida es el acto de realización de una esencia, y toda esencia se enlaza con las demás en una vasta armonía, de manera que el reino de lo viviente, responde, en su multipli­cidad de aspectos, a un acuerdo univer­sal, cuyo criterio está en el sistema del eterno Pensamiento; el cual, sin embar­go, permanece trascendente, motor inmó­vil, fin incontaminado en el cual tiene verdad y sentido el tormento de la exis­tencia.

La religiosidad profunda de la concepción platónica —pues también es religiosa la superación de sí mismo del pensamiento — se atenúa aquí: los valo­res espirituales no son objeto de un in­útil amor del alma más allá de su trabajosa existencia, prenda cierta de su in­mortalidad; se realizan más bien en ese afán mismo, en el concreto realizarse de la finalidad individual; la virtud no es liberación de sí, sino hábito de armónica coherencia en la vida, a la que sin em­bargo la razón señala una virtud más alta, la del pensamiento, que nos igua­la a los dioses.

Más neta, radical y simple a un tiem­po, es la concepción teleológica del uni­verso que se afirma en el naturalismo estoico. Aquí el Racionalismo se ha tradu­cido en un racionalismo de inmanencia; la razón es el alma misma del mundo, es la finalidad interna de todo ser, la providencialidad de todo evento, que el sabio imperturbablemente acepta y justi­fica. Por esto, en el estoicismo, el acto espiritual, la virtud como libertad, como acto de la razón, no es ni el impulso religioso platónico hacia el mundo ideal, ni el equilibrio aristotélico de la per­sona en el mundo real; es más bien el mero factor negativo de la imperturba­bilidad, el asentimiento absoluto a la rea­lidad, el inmóvil reconocerse de la razón en todo.

Actitud, por otra parte, que a la larga no se sostiene, porque el Raciona­lismo cuando es dogmático, y tal es precisamente el Racionalismo antiguo, en cuanto proyecta el ideal de la razón en un ser absolutamente objetivo, lleva siempre consigo una dimensión de tras­cendencia, una dualidad entre lo existente empírico y el ser racional. Y esta dimensión no sólo se desarrolla en el tardío estoicismo de Séneca y Marco Aurelio, y se despliega en el neoplatonismo, sino que, frente al choque vio­lento de la irracionalidad religiosa, a su radical experiencia trágica a lo sublime­mente paradójico de la fe, ofrece sus formas para una universalización teo­lógica, para un humanismo renovado aunque sea en sentido religioso. El espí­ritu de armonía y de verdad de la cul­tura griega, su Racionalismo idealizante, como lo ha integrado en sí, unlversali­zado, la eticidad romana, igual lo asume y universaliza la religiosidad cristiana.

El proceso teológico de la Patrística se prolonga en el filosófico de la Escolásti­ca. La Baja Edad Media, mientras la vida civil se organiza, aspira en la cultura a una racionalización universal; y no sólo es testimonio de ello la filosofía, sino también el derecho, la retórica y la misma poesía. Pero se trata de un Ra­cionalismo dogmático, intelectualista, plagado de compromisos y contamina­ciones, y por tanto rígido y abstracto. Las nuevas energías de cultura que surgen en el Renacimiento, tienden por ello a romperlo y a reafirmar su propia li­bertad espiritual y la energía de un re­novado humanismo en los esquemas más libres y abiertos. Mientras tanto el Racio­nalismo filosófico se disuelve; el empiris­mo de la escolástica de los últimos tiem­pos que acompaña a la renovación hu­manista, se prolonga en un experimentalismo lleno de curiosidad y libre de pre­juicios.

Renace entonces, con nuevo vi­gor teorético, el Racionalismo matemáti­co, no ya como arte de cálculo y de me­dida, sino como teoría de las relaciones numéricas y espaciales; se reanudan las investigaciones del período helenista de matemática aplicada y su método se pu­rifica y se amplía en una física nueva que, iniciándose con Galileo en el campo mecánico, tiende rápidamente a exten­derse a toda la experiencia natural. En la crisis de la filosofía, aprisionada en la abstracta determinación dogmática de sus conceptos, la razón se afirma como razón científica. Renuncia al finalismo sistemático y a la concepción unitaria del mundo, para dedicarse a la investi­gación de la estructura relacional de los fenómenos; a la definición de las constantes causales, de las relaciones propor­cionales, de las leyes. Pero de esta manera también la exigencia filosófica se re­nueva en el ideal de una filosofía “more geométrico demonstrata”, esto es, en la idea de un sistema representativo del or­den racional subyacente en la realidad, como interdependencia necesaria de to­dos sus momentos.

El nuevo Racionalis­mo, como en varios aspectos de interno equilibrio se presenta en Descartes, Spinoza y Leibniz, es, pues, esencialmente Racionalismo de inmanencia, y en esto se diferencia del antiguo; de esto deriva en él un tono naturalista o más bien una viva sensibilidad por lo real concreto, apreciado positivamente también desde un punto de vista práctico. Pero en cuanto dogmático, el Racionalismo no excluye tampoco aquí el momento de trascendencia ni siquiera en Spinoza, en quien la inmanencia es más franca, has­ta el punto de excluir todo finalismo, y mucho menos en Descartes, y en Leib­niz, en los cuales resurgen las ideas de finalismo. De todas maneras, frente a sus esquemas, que encarnan el ideal de la razón, se halla, rebelde de hecho la ex­periencia múltiple, varia y compleja que observa la renacida investigación natu­ral e histórica. El empirismo que se des­pliega en la filosofía inglesa, no es un antirracionalismo: las categorías de la razón siguen siendo coordenadas del sa­ber y los esquemas de la objetividad real; el mundo de Locke no es menos racional que el de Leibniz, como tampo­co lo es su ideal ético.

Sólo que la idea de la razón no es aquí término de una intuición inmediata, sino el límite de un proceso interior de sistematización de la experiencia. El nuevo racionalis­mo, tanto en el campo de la ciencia, como en el de la filosofía, se encuen­tra con un nuevo experimentalismo, ya natural, ya histórico. La cultura de la Ilustración expresa precisamente la fle­xible síntesis entre estos dos extremos; el humanismo que propugna no atiende a la idea del hombre, sino a su naturaleza en cuanto, puesta en el mundo, en la lucha concreta de los acontecimientos, se eleva a conciencia ideal de sí.

Aunque en la corriente cultural de la Ilustración parece logrado, con respecto a los fines prácticos, un equilibrio entre experiencia y razón, no sólo este equili­brio fluctúa incesantemente en la incertidumbre de su centro de gravedad, según el predominio de los diversos motivos y los diversos tonos, de modo que no pue­de ser teoréticamente definible, sino que, en la realidad efectiva del saber, la si­tuación se halla lejos de quedar acla­rada. Hay, por una parte, un saber con­creto y progresivo en cuyo método la ra­zón y la experiencia han hallado enlace: el saber científico. Hay, por otra parte, un saber que aspira a validez abso­luta, el saber filosófico, pero en el cual la relación entre experiencia y razón parece postulada en abstracto dogmáti­camente, más que reconocida y desarro­llada según un criterio metódico, y si bien los problemas pueden reunirse sis­temáticamente, sus soluciones resultan ser discontinuas y contradictorias y re­velan una incoercible y radical dialecticidad.

Ante semejante crisis de la uni­dad del saber se halla Kant, y su solu­ción reside esencialmente en un nuevo concepto de la razón, el concepto crí­tico. Eliminando aspectos secundarios, desde este punto de vista del pensa­miento kantiano, la razón es considera­da aquí como un proceso gradual de unificación de la experiencia que, en su límite, remite —como criterio último — a un orden suyo absoluto, en sí mismo inalcanzable por la conciencia humana. La unificación es, en un primer grado, organización formal, según las cate­gorías del intelecto, que constituyen la trama en que se entreteje el multicolor mundo de los fenómenos; y a este gra­do, en su perfección, corresponde el sa­ber científico. Pero en un segundo grado, la unificación aspira a ser absoluta sistematicidad, orgánica conexión de la expe­riencia en el sistema de las ideas de la razón: el alma, el mundo y Dios; y éste es el campo del saber filosófico, que, sin embargo, se reconoce a sí mismo como tendencia a un término inasequible; sabe que es aspiración y proceso, cuyo límite — la esfera de la mera inteligibilidad — trasciende la naturaleza de su propio pro­ceso.

La autonomía de la razón, que es el principio de la filosofía, reside en sa­ber que es exigencia infinita más allá de las realizaciones concretas; en esta con­ciencia crítica, tanto en el campo teoré­tico, como en el campo ético. No hay duda que en Kant el Racionalismo filo­sófico puede tomar un significado com­pletamente nuevo. El Racionalismo tradicional es visión estática de un orden eterno inmutable, inteligible, de lo real, al que acompaña siempre el devenir, pero como algo accidental. Pero si el punto de vista dogmático —la proyección in­mediata del ideal de la razón sobre la realidad — se transforma en un punto de vista crítico —conciencia de la idea de la razón como idea límite y criterio de un proceso infinito — las determinaciones particulares del pensamiento y las direcciones de la experiencia que corres­ponden a ello, pueden aparecer como mo­mentos de una abierta sistematicidad de la razón, y sus relaciones como leyes in­teligibles del devenir de la experiencia misma.

El paso de un Racionalismo crítico a un Racionalismo dialéctico, como el del Idealismo post-kantiano y de Hegel en modo particular, es, pues, un desarrollo normal con sólo que se sobreponga el problema sistemático al crítico. Mas para que asiera suceda es menester una profun­da transformación de cultura. En el Ra­cionalismo crítico de tipo kantiano hay además un momento de trascendencia; un momento platónico: el ideal de ra­zón, si no es proyectado en una realidad que trascienda la experiencia, se redu­ce a un límite, que es el centro de con­vergencia de todos los valores ideales, lo cual se expresa en el carácter pura­mente formal según el cual se afirman y se realizan. El Racionalismo dialéctico, en cambio, es un Racionalismo de inma­nencia, que tiene en el pensamiento de Heráclito sus orígenes más lejanos. Lo que tiene valor no es el ideal y su efec­to formalizador, sino lo viviente, la energía positiva que se afirma en todo momento de la experiencia y se ideali­za en las determinaciones que le da pensamiento.

Por esto el Racionalismo dialéctico tiene como presupuesto una cultura en la que esté viva la conciencia de las fuerzas de espontaneidad vital y espiritual, de los contrastes, de la ínti­ma tensión, de la potencia, en suma, de lo irracional y de la fecundidad creado­ra. Y esta conciencia, que ya se prepa­ra en la última fase del Renacimiento y que se abre en la época barroca, flo­rece en el Sturm und Drang (v.), se ex­tiende y se profundiza en el Romanti­cismo (v.). El Racionalismo hegeliano, desde este punto de vista, asume en sí y consagra esa conciencia irracionalista; todo aspecto de la realidad como acto de lo viviente vuelve a entrar en la vida total, y la vida es, en su trama más pro­funda, el desarrollo de la idea que se plantea, se diferencia, y negando, sus for­mas determinadas, se libera en la auto­nomía de la autoconciencia. El Raciona­lismo asume aquí — precisamente, en cuanto supera toda posición intelectualista del pensamiento y es críticamente sistemático — un valor completamen­te nuevo; es teoría no ya de un ab­soluto y trascendente reino ideal, ni de una interior armonía de lo real; es teo­ría de lo viviente, y con ello conciencia absoluta del devenir y de la historici­dad.

Sin embargo, hay en la posición hegeliana un último dogmatismo que coincide precisamente con su tonalidad idealista. La autonomía de lo racional si’ no es objetivada como absoluta reali­dad inteligible, es concebida como autoconciencia absoluta, y el proceso es­tructural de la realidad se centra en ella y tiene en ella su significado. La sistemática abierta, fundada por el Racio­nalismo crítico, se termina en un sis­tema cerrado que deja sólo un valor relativo y unilateral a cada uno de sus momentos y dimensiones, a la natura­leza como al espíritu, al derecho como a la política, a la moral como a la reli­gión, al arte como a la historia, el Ra­cionalismo idealista se presenta como sa­ber absoluto y engloba en sí, y anula toda otra dirección del saber, como asu­me definitiva anticipada verdad.

Contra este dogmatismo racional de tono idealista parece reaccionar toda la cultura del pasado siglo. Por una par­te, se asiste al desarrollo de las cien­cias particulares, desde las ciencias ma­temáticas a la físicas, desde las del espí­ritu a las históricas, cada vez con más decidida independencia y elasticidad de resultados y de métodos. Por otra, la filosofía adquiere conciencia cada vez más viva y concreta de su historicidad, dejando de presentarse como un saber concluso capaz de una verdad objetiva a la que sea posible reducir las demás di­recciones especulativas. Y además, la experiencia, especialmente la experien­cia espiritual, económica, política, moral, estética, religiosa, se desarrolla con tan­ta libertad y radicalidad, fuera de es­quemas, sistemas y significaciones idea­les, en vigorosos contrastes, que la sín­tesis idealista se quebranta o se atenúa hasta ser un vacío presupuesto sistemá­tico. A las nuevas experiencias acom­pañan formas nuevas de conciencia re­fleja, desde el materialismo histórico a la teología de Kierkegaard, a la teoría del arte por el arte, a las varias y com­plejas ideologías pedagógicas, políticas, morales, etc.,

El mundo de la cultura en crisis aparece extraordinariamente articulado y —como para el mundo del saber — nada parece más absurdo que el querer reducirlo a unidad. Así, por todas partes parece surgir y justificarse un irracionalismo de principio, como expresión de la libertad creadora en los diversos campos espirituales. La espontaneidad en pedagogía contra la disciplina, la política del conflicto y de la fuerza contra el orden del derecho, el individualismo activista contra la moralidad de la virtud o del deber, el arrebato místico o la angustia religiosa contra la positividad de una religión teo­lógica y cultural, la aventura estética contra el canon tradicional del arte, en fin, no son más que algunos de los as­pectos de ese irracionalismo, que pare­ce hallar confirmación en un examen más profundo de la naturaleza personal y de las fuerzas que actúan en la colec­tividad. En realidad, lo que la filosofía presenta de nuevo, de Schopenhauer a Nietzsche, de Bergson a Simmel, de James a Klages, de Kierkegaard a Heidegger, es un violento desarrollo del irra­cionalismo como apelación a la intuición y fuente de un libre despliegue ante nues­tros ojos de la experiencia de la vida, en sus varias direcciones, en sus irreduc­tibles aspectos, en su incapacidad de re­cogerse en la armonía de una cultura.

Esta filosofía del pasado siglo, que se acentúa en estos últimos años, es una fi­losofía de la crisis. Pero una vez llega­da la crisis a su extremo y disueltas las estructuras tradicionales, tiende a resol­verse en una energía constructiva, en una armonía dinámica que repose sobre la realidad humana más profunda, con sus más elementales problemas. Alborea un humanismo nuevo, fundado, no en va­lores abstractos universales sino sobre la estructura concreta de la vida huma­na y de sus relaciones. Al individualis­mo romántico substituye un sentido co­lectivo más profundo; al arbitrio de la genialidad, la fe en la técnica; al acti­vismo ciego, la tendencia a los planes críticamente preparados; a la exasperada política nacional e imperialista, el senti­do de un federalismo más complejo. A la veleidad de las fuerzas irreflexivas y al arbitrio de sus ideologías, sustitu­ye, no el abstracto ideal de la Ilustra­ción sino el reconocimiento de la reali­dad histórica en su interna dialéctica.

Por esto la dirección de la cultura que se levanta de una de las más trágicas ex­periencias históricas, parece tender de nuevo a un Racionalismo; y hay ya se­ñales de ello en muchas corrientes filo­sóficas del último decenio, desde el neocriticismo al neoidealismo, desde el neo- positivismo a la Fenomenología. Sea cual fuere la forma que vendrá a tomar, algunos de sus caracteres parecen ya seguros desde ahora. Se anuncia como un Racionalismo crítico, antidogmático por excelencia: la razón no es contempla­ción de un absoluto inteligible, ni mu­cho menos autocontemplación de lo in­teligible; es proceso de organización, in­tegración y universalización de la expe­riencia; proceso de sistematización abier­ta, que se expresa en las varias direc­ciones del saber que no pueden ni deben atropellarse, sino integrarse dialéctica­mente cada una según la ley de su pro­pio desarrollo y según la idea misma de la razón. Un Racionalismo que, como no pretende encerrar el mundo del saber en una definitiva verdad, sino que prefiere abrirlo, en movimiento, a la atmósfera de la verdad misma, no quie­re encerrar la vida, la cultura, la acción bajo una esfera de valores ideales defi­nidos; quiere ser más bien la libre luz que ilumine y fecunde el proceso por el cual, de la vida, de la cultura y de la acción surge, concreto, y por ello rela­tivo, el valor; de manera que el hombre recobre conciencia precisa de su posición, de su responsabiliadad y el denuedo de una elección propia y de una concreta actividad suya.

Un Racionalismo huma­nista, pues, por el cual la razón, elevándose a su pureza teorética, libre de toda contaminación, recupere su potencia práctica, su humanidad. El reino de lo inteligible, que sólo podía ser postulado como el trascendente reino sin lugar de las puras ideas, en el proceso del pen­samiento se revela como la vida misma en su concreta libertad, en el orden y en la armonía que se generan incesante­mente de ella, y en que cada cual recupera la responsabilidad de su acción y el sentido de su destino.

Antonio Banfi

 

QUIETISMO

Es una forma heterodoxa de misticis­mo, en auge durante el siglo XVII, que reduce nuestra vida espiritual a un acto continuado de contemplación de Dios — la oración de quietud — sólo po­sible en un ambiente espiritual de to­tal suspensión y aniquilamiento de nues­tras potencias espirituales.

La palabra quietismo la empleó, según parece, por primera vez, el Arzobispo de Nápoles, Iñigo Caracciolo, en una carta que dirigió al Papa Inocencio XI (30 ene­ro 1682) denunciando los abusos cometi­dos en su diócesis por los partidarios de dicha doctrina. Pero no vayamos a creer que por estas fechas el Quietismo fuera una absoluta novedad. Aun dejando de lado las religiones de la India y las doc­trinas de los estoicos y los neoplatónicos, encontramos elementos quietistas en el cristianismo desde sus mismos comienzos, los cuales, mezclados a otras doctrinas, han alimentado numerosas herejías desde el tiempo de los gnósticos hasta nues­tros días.

Con todo, el Quietismo ha pasado a ser una doctrina ligada indefectiblemente al momento crítico que para la conciencia europea representa el siglo XVII, por ha­ber encontrado en esta centuria sus me­jores definidores: Francisco Mala val, el famoso ciego de Marsella; Pier Matteo Petrucci, obispo de lesi, y Miguel de Mo­linos. De los tres, este último fue quien acertó a exponerlo de una manera más clara y ordenada. El Quietismo vino así a identificarse con el molinosismo hasta el punto de que la condenación de Mo­linos arrastró la de otros numerosos auto­res quietistas, no sólo contemporáneos suyos, como Malaval y Petrucci, sino también anteriores, como Juan Falcón (m. 1638) y Benedicto de Canfield (m. 1611), e incluso posteriores, como su­cedió con el P. La Combe y, en el mar­co de una de las polémicas más sonadas del siglo, con Mme. Guyon y Fénelon.

Molinos, nacido en Muniesa (Aragón) en junio de 1628 y ordenado sacerdote en Valencia, llevaba viviendo en Roma una docena de años cuando en 1675 publicó, en castellano y en italiano, con todas las aprobaciones de rigor, su Guía Espiritual que desembaraza el alma y la conduce al interior camino para alcanzar la perfec­ta contemplación. La obra tuvo un éxito tal que en pocos años alcanzó numerosas ediciones en Italia y en el extranjero.

Este éxito se explica, en primer lugar, porque existía en aquel momento —por los motivos que luego veremos — un ambiente favorable en Europa para una obra de esta naturaleza y luego porque, a primera vista, la Guía no parece apar­tarse de la doctrina de los grandes mís­ticos. Fue en la aplicación práctica de sus enseñanzas donde se reveló el verda­dero alcance de la doctrina encerrada en la Guía. Por esto, al exponer la doctri­na de Molinos, deberemos tener en cuen­ta, no sólo el texto de dicha obra, sino también sus propias declaraciones, las de los testigos durante el juicio y la abun­dante correspondencia en materia de di­rección espiritual cruzada entre Molinos y sus discípulos.

Atendidas estas varias fuentes, apare­cen como fundamentales del molinosismo las siguientes doctrinas:

Existen dos clases de oración, es decir, dos caminos para llegar a Dios: la me­ditación y la contemplación. La primera es admisible sólo en un primer estadio de la vida espiritual, pero completamen­te inútil, sino contraproducente, para las almas más perfectas a las cuales convie­ne la contemplación. La contemplación – u oración de fe, u oración de quietud, o recogimiento interior, que con todos estos nombres la designa— es la visión pura e inefable de Dios en el interior silencioso de nuestra alma, sin discurso ni reflexión, con abstracción de todo pensamiento particular, incluso el de su misma humanidad. El alma, para conse­guir el favor de la contemplación, debe aniquilar sus propias facultades — no pensar, no sentir, no querer, ni siquie­ra su propia salvación—, pues todo lo que procede de nuestra naturaleza caída sólo puede dificultar la acción de Dios en nosotros; y así, luego de hecha la nada en nuestra alma, importa entregarnos po­sitivamente a la voluntad divina. Una vez alcanzada la unión con Dios, el alma queda deificada y permanece en este es­tado indefinidamente hasta tanto que no haga un acto expreso de voluntad que se le oponga. El estado de contem­plación, de muerte mística en Dios, es incompatible con los ejercicios ordinarios de piedad y aun con el ejercicio de las virtudes, que no harían otra cosa que distraemos de nuestra intimidad con Él. En el estado contemplativo, embebida nuestra voluntad en la voluntad divina, no somos ya responsables de nuestros actos, especialmente de los que pueda realizar nuestro cuerpo. Así, los actos de cólera, blasfemia, irreligión o impureza que puedan ser cometidos en el estado de contemplación, por no ser imputables a nuestra alma, deben serlo al demonio, cuyas violencias Dios permite para forta­lecer y purificar las almas y conducirlas a la perfección.

A pesar de su éxito, la Guía no con­venció a todo el mundo. Especialmente del lado de los jesuitas partieron objeciones que tendían a trazar una diviso­ria entre las doctrinas de la Guía y las de los autores místicos en los que aqué­lla pretendía apoyarse. La mística orto­doxa, en efecto, no habla de aniquilar nuestra naturaleza, sino de corregirla, someterla y conseguir que colabore con la acción de la Gracia. Además, aunque exalte las excelencias de la unión con Dios por la contemplación y la conside­re un don gratuito de Dios, entiende que hay que obtener esta gracia no descansa­damente, sino de una manera laboriosa, a través de la purgatio y de la illuminatío; y ni antes de la unión mística, ni una vez conseguida ésta, dispensa al alma de las prácticas ordinarias cristia­nas. Por otra parte, los místicos ortodo­xos no se cansan de insistir en el carác­ter excepcional y breve de la unión mís­tica, bien ajenos a la continuidad pre­tendida por el Quietismo; y, si alguna vez hablan de la unión permanente con Dios, entienden esta permanencia sólo como la reiteración de actos unitivos, pero no como un estado definitivo. De esta divergencia proviene otra muy im­portante, que atañe a la impecabilidad del alma llegada al estado contemplativo, la cual, aunque admitida por los místi­cos, tiene en éstos un alcance muy otro que en la doctrina de Molinos. Lo que para aquéllos es una situación breve y desusada, se ha convertido para éste en un estado permanente. También se acusaron divergencias respecto al objeto de la contemplación, que para los místicos ortodoxos es Dios, pero también la hu­manidad de Jesucristo; mientras que ésta era rechazada por los quietistas como superflua e impurificadora de la con­templación.

Éstas y otras críticas, formuladas cada vez con mayor insistencia, acabaron con la buena suerte que hasta entonces ha­bía siempre acompañado a Molinos, el cual, después de muchas vicisitudes, fue detenido por orden del Santo Oficio el 18 de julio de 1685. Siguió un largo pro­ceso, a cuyo, término Molinos fue conde­nado e hizo solemne retractación de su doctrina de la iglesia de la Minerva el 31 de diciembre de 1687. Al año siguien­te, el Papa Inocencio XI condenó públi­camente los errores del molinosismo en la Bula Caelestis Pastor. Molinos vivió todavía algunos años en prisión, donde murió, con todas las apariencias de ha­berse arrepentido, el 28 de diciembre de 1696.

Muchos fueron los procesos que si­guieron al de Molinos, pero ninguno tan famoso como el de Mme. Guyon y Fénelon. A pesar de que ambos rechazaron la imputación, Bossuet tenía razón al afirmar que, en substancia, su doctrina era la misma que la de Molinos: igual abandono en la oración, igual simplifi­cación de la vida espiritual, igual des­precio de las vías ordinarias de perfec­cionamiento. Sin embargo, también es verdad que ninguna de las conclusiones inmorales a las que habían llegado Moli­nos y, más aún, sus discípulos, les son imputables.

De Mme. Guyon —viuda, joven y ri­ca— se había hablado ya con motivo de la prisión por quietista de su antiguo di­rector espiritual el P. La Combe, el cual, instruido por un seguidor de Molinos fue el puente de enlace entre el molinosismo y el Quietismo francés. A pesar de ello, Mme. Guyon logró el favor de Mme. de Maintenon, quien la introdujo en Saint Cyr. Al cabo de algunos años, su extraordinario valimiento empezó a declinar. A raíz de la extraña conducta observada en Saint Cyr por las educan- das sometidas a su influencia, le fue pro­hibida la entrada en esta institución y Mme. de Maintenon le retiró su favor. Un tribunal reunido, aunque sin carác­ter canónico, durante ocho meses en Issy (1694-95) y presidido por Bossuet, conde­nó por quietistas 34 proposiciones entre­sacadas de sus obras. A raíz de esta con­denación se retiró a París todavía en li­bertad, pero después de algunos meses fue arrestada. Mme. Guyon se sometió a cuanto quisiera ordenarle el Arzobispo de París (agosto 1696) y fue desterrada a Vaugirard en una pequeña casita, donde vivió estrechamente vigilada hasta que, pocos años antes de su muerte, fue deja­da en libertad de retirarse a Blois. Allí murió el 9 de junio de 1717.

Fénelon había conocido a Mme. Guyon en el círculo de la de Maintenon, y se había dejado seducir por dicha mujer a la que creía inspirada efectivamente por Dios, aunque reconocía que en sus obras no siempre lograba dar a su pensamien­to religioso la adecuada expresión teoló­gica. De ella aprendió Fénelon la doctri­na quietista y por su influencia acentuó el aspecto afectivo de la contemplación, a expensas del cognoscitivo, en su doc­trina del “amor puro”. Para Fénelon la vida espiritual se reduce a un acto de amor puro, o sea, de amor a Dios sin mezcla alguna de interés propio, pudiendo llegar este desinterés hasta el sacri­ficio de nuestra salvación. Fénelon, que no había vuelto a ver a Mme. Guyon des­pués de las Conferencias de Issy, pero que no dejó nunca de cartearse con ella, se comprometió doctrinalmente en su Explicación de las máximas de los San­tos sobre la vida interior (1697) escrita especialmente en defensa de Mme. Gu­yon, pues contra ella, a pesar de haber sido ya condenada, Bossuet dirigía de nuevo sus ataques. Se desencadenó una tremenda polémica que duró dos años, seguida con expectación por toda Europa. Aunque no faltó quien apoyara a Fé­nelon incluso en Roma, muchos se pusieron del lado de Bossuet y, de una ma­nera decisiva, Mme. de Maíntenon, y, por influencia suya, el mismo rey Luis XIV, quien, fiel a su política de “un Dios, un rey, una fe”, no quería consen­tir en su reino el más ligero desasosie­go en materia confesional. El rey porfió sin descanso hasta conseguir que Roma pronunciara una condenación (12 ma­yo 1699), la cual recayó solamente sobre las Máximas, aunque no por heréticas, sino por “temerarias, escandalosas, mal­sonantes a los oídos piadosos, perniciosas en la práctica y asimismo erróneas”.

A pesar de ocupar un lugar privilegia­do en la historia del Quietismo, Molinos no representa, como hemos, visto, un caso aislado. De todos los demás representan­tes, de Malaval como de Petrucci, de Mme. Guyon como de Fénelon, y, espe­cialmente, de Molinos, cabría trazar la filiación doctrinal a partir de los Her­manos del Libre Espíritu y los Begardos de las regiones renanas de los siglos XIII y XIV, hasta los Pelaginos de la Valcanónica y los demás focos pseudomísticos de Italia en la segunda mitad del siglo XVII, pasando por los alumbrados españoles del xvi. Pero esta filiación sería más ima­ginaria que real. Lo cierto es que la ex­plicación de la doctrina quietista, mejor que en sus predecesores, hay que bus­carla en el ambiente de la época, porque responde a la manera pesimista que este siglo tenía de entender la naturaleza humana. En efecto, ningún siglo tuvo mayor desconfianza que éste en la natu­raleza humana abandonada a sí misma: Hobbes, La Rochefoucauld, los jansenis­tas y los luteranos están todos de acuer­do en que el hombre, por efecto de la caída, no sólo ha perdido los dones so­brenaturales, sino que ha corrompido su misma naturaleza, de una manera que para los luteranos es irreparable y para los jansenistas es sólo transitoria hasta el advenimiento de la Gracia. Por consi­guiente, no hay colaboración entre la naturaleza humana y la Gracia. Si que­remos que ésta actúe libremente, hemos de aniquilar todo lo que proceda del fon­do corrompido de aquélla y mantenernos pasivos ante su acción reparadora. Pre­cisamente la idea de la corrupción inte­gral de la naturaleza humana se halla en la base de todo el Quietismo. Puesto que todo en nosotros es malo, conviene que nos desprendamos de todo lo nuestro. La aniquilación, el abandono en la oración de quietud: he aquí el método quietista de espiritualidad.

Además de este denominador común a las varias manifestaciones del Quietis­mo del siglo XVII, existe otro: la idea de una comunicación directa y permanente del alma con Dios, idea que viene justi­ficada metafísicamente por el ontologismo, el cual brota de gérmenes sembrados por Descartes, pero desarrollados por sus seguidores Geulincx y Malebranche. Si, como pretenden los ontologistas, nues­tra alma ve constantemente al Ser Infi­nito y en él todas las cosas, la contem­plación mística deja de ser algo extraor­dinario y pasa a ser una dimensión de nuestro espíritu. Tal es, precisamente, la máxima ambición del Quietismo.

En razón de esta concordancia con el espíritu de la época, dijimos en un prin­cipio que el Quietismo se halla indefectiblemente unido al momento espiritual del siglo XVII. Así se justifica el extraor­dinario éxito de la Guía y la expectación con que Europa entera siguió la polémica acerca del amor puro entre Bossuet y Fénelon.

Joaquín Carreras Artau