Con este nombre es designado el movimiento iniciado por Martín Lutero (1483-1545), del que surgió el protestantismo. El término es inadecuado, porque la Reforma fue una verdadera revolución religiosa, con aspectos y efectos políticos, que rompió la unidad de la Iglesia de Occidente, produjo nuevas formas eclesiásticas e inauguró una nueva época en la historia de la espiritualidad cristiana. Pero el término “Reforma” corresponde a la idea que tuvieron sus promotores de no ser los fundadores de una nueva religión, sino de restaurar, en un tiempo en el que ya estaban presentes todos los gérmenes de la edad moderna, el antiguo cristianismo. Si bien la Reforma es la resultante de tendencias, aspiraciones, impaciencias ampliamente difundidas en Europa a principios del siglo XVI, recibe un sello inconfundible por efecto de la personalidad de Lutero.
Ingresado en la vida monástica durante su primer año de universidad y destinado en seguida a la carrera académica, Lutero resume en sí el conflicto de la cultura eclesiástica en el bajo Medievo. Ningún contacto directo, al principio, con el Humanismo; pero su formación filosófica y teológica se perfecciona con la “vía moderna” de Guillermo de Occam: una filosofía crítica, no sin analogías con la kantiana, en la que la unidad de fe y razón queda destruida y la especulación metafísica se suspende. Dios se envuelve en un misterio abismal, del cual sale revelándose solamente en la medida en que quiere hacerlo, en la revelación histórica. Dios, que está más allá de todo concepto de bien o de mal, impone no obstante al hombre una disciplina, siguiendo la cual con su mejor voluntad, el hombre puede y debe legítimamente presumir que le es grato.
El esfuerzo para hacerse grato a este Dios insondable, llevado a cabo con una indudable seriedad y un vivo sentimiento de lo absoluto, conduce a Lutero a la paradójica conclusión de que el hombre no puede jamás estimarse positivamente digno de la gracia, y que su sola “justicia” ante Dios consiste en reconocerse radicalmente “injusto”, acusándose sin merced ante Dios y haciendo suyo su veredicto condenatorio. A una tal acusación incondicionada de sí mismo, Dios contesta con una no menos incondicionada absolución. Estos pensamientos reciben en Lu- tero una influencia de apoyo por parte de la mística germánica, aunque no asimila (por sus premisas críticas occamistas) su fondo especulativo neoplatónico. El deseo de poner en claro su “teología de la cruz”, como una doctrina de absoluta penitencia interior con respecto a la práctica penitencial de la Iglesia (indulgencias) conduce a Lutero a la proclamación de las 95 tesis (1517) y a la revolución religiosa.
La espiritualidad de la Reforma refleja las exigencias complejas y a veces antitéticas de la experiencia luterana. Por una parte la concepción intimista de la penitencia y en general de la vida religiosa, pone al hombre directamente en relación con Dios, y al desvalorizar intrínsecamente las obras meritorias, es natural que la Iglesia, como dispensadora de la gracia, quede privada de motivación y sea abandonada; por otra parte, la actitud crítica, antirracionalista y antitomista que caracterizó a Lutero, se contrapone al intelectualismo y a la confianza en la persona que aportó el Humanismo. La Iglesia, como custodia de la revelación, como garantizadora sacramental de la gracia, es indispensable a su espiritualidad, y la reconstruye después haberla negado; pero la reconstruye como un puro cuerpo espiritual, abandonando sus aspectos jurídicos y administrativos a la autoridad de los príncipes alemanes, los cuales, en el pensamiento de Lutero, administran la Iglesia, no en cuanto son el Estado, sino en cuanto son ellos también “miembros preeminentes” de la Iglesia, investidos, por su posición, de especiales responsabilidades.
La misma complejidad llena de antítesis se encuentra en toda la concepción luterana de la vida. Si Lutero abandona el estado monástico, no voluntariamente, a decir verdad, sino forzado por las circunstancias; más todavía, si lo combate como la quintaesencia de las “obras meritorias”, con una polémica violenta hasta la injusticia, no por ello Lutero reivindica la gozosa posibilidad del vivir humano. Todo el mundo para Lutero yace en el mal, y el pecado se insinúa, en la forma sutil de la vanidad y del amor a sí mismo, hasta en las expresiones de moralidad más elevadas. Por otra parte, precisamente porque el mundo es malo, y en ningún modo es posible crear en él una isla de perfección, el mundo es aceptado como es. como un campo de batalla, de ejercitación moral, como una cruz a veces, cumpliendo con fidelidad los deberes relativos y siempre discutibles desde el punto de vista de lo absoluto, de los cuales se compone la vida humana, y que, cumplidos con religiosa conciencia, como deberes dictados por Dios al hombre en su particular situación concreta, asumen un valor de “vocación”. La vida se desenvuelve así en dos líneas paralelas: la vida de la fe, en su interioridad y pureza, la vida del mundo en su relatividad pecaminosa.
El hombre cristiano, en su concreción, pertenece a la una y a la otra, sacando de su fe una exigencia superior, un motivo de control, y al mismo tiempo de desvío de la realidad problemática en que vive, y hallando en esta realidad las condiciones concretas para el ejercicio, ascético, en el fondo, y quizá doliente, de su fe. Pero la vida vivida en la fe no impide al mundo ser “mundo”, insuperable pecaminosidad, y la fidelidad cristiana en el servicio del mundo no puede jamás asentarse en la cuenta favorable al hombre en el balance eterno: la única razón de subsistencia del hombre ante Dios es siempre su inmerecido y gratuito perdón. En esta polaridad y ambivalencia está la característica profunda de la espiritualidad luterana. Es por otra parte difícil que ésta se mantenga íntegramente en la tensión y el equilibrio de su afirmación y negación. Y así, hay a menudo, ya en Lutero mismo y más en el luteranismo, una alternancia de estados de ánimo, unas veces de completa negación del mundo, del que se busca refugio en la interioridad de una vida espiritual auto- suficiente y sin necesaria relación con la vida concreta, y otras veces de afirmación integral de la vida en su autonomía relativa, que en un tiempo más próximo a nosotros, a causa de la reducción del cristianismo al plano de una religiosidad sin pecado original y sin redención trágica, se resolverá simplemente en el optimismo de la presencia interna de lo divino en el devenir del mundo.
Esta resolución cuya paternidad Lutero no puede declinar — sea gloriosa o deplorable — en las concepciones del mundo moderno, está en todo caso más allá de las intenciones del reformador. De todos modos hay que reconocer a éste el mérito de haber planteado el problema de la ética con todo su rigor, aclarando la diferencia que hay entre lo moral, lo útil y lo jurídico. El bien no es la educación material al contenido de una “ley”, y no es tampoco lo ventajoso para mí o para mi próximo; sino que más allá de todo legalismo como de todo interesamiento, el bien es la obediencia incondicional a una voluntad absoluta. La transcripción lógica de la experiencia luterana será la moral kantiana; pero reduciendo a la razón legisladora del hombre la insondable voluntad del Dios de Lutero (que por otra parte se revela como una libre voluntad de amor para sus criaturas, poniéndose así como forma y contenido del deber), Kant ha empobrecido en cierta manera la ética luterana de la obediencia a Dios solo.
La Reforma luterana se encuentra, desde su aparición, en antítesis y en competencia con un movimiento popular de insurrección religiosa, social y política: el anabaptismo. La hostilidad de Lutero hacia este movimiento, llegando a asumir alguna responsabilidad moral en su sangrienta represión por obra de los príncipes alemanes, no es debida solamente a motives contingentes. El anabaptismo no comprometía solamente la Reforma ante el juicio de los príncipes, de los que la Reforma tenía necesidad, sino que sobre todo expresaba una espiritualidad diversa, en la que revivían los motivos dominantes de las herejías medievales: la aspiración a la renovación de la sociedad, la espera del reino de Dios del año mil, la inspiración como suprema instancia religiosa y como contraseña de la madurez de los tiempos. Con su voluntad de instaurar un orden cristiano, según el modelo del Sermón de la Montaña, el anabaptismo debía desconocer profundamente, a juicio de Lutero, la insuperable pecaminosidad del mundo y la diferencia irreductible entre el plano de la fe y el de la vida concreta.
La voluntad del anabaptismo de purificar la Iglesia transformándola en una comunidad de adultos bautizados después de una profesión de fe personal, no se acordaba con la profunda y compleja concepción eclesiástica de Lutero, según el cual la Iglesia, en su profunda esencia, no es “visible” (sólo Dios discierne los que son justificados por él mismo), mientras que la organización visible de la Iglesia queda siempre sujeta a lo problemático de las cosas de este mundo. También el carácter insurreccional del movimiento contradecía, no solamente el temperamento conservador de Lutero, sino su profunda persuasión de que los males de este mundo han de ser soportados como una cruz y transfigurados en factores de vida interior. En fin, la apelación al Espíritu Santo, que aparecía, incluso en su realidad concreta, expuesto a todos los riesgos del subjetivismo, no se compaginaba con el apego a la Biblia que Lutero había heredado de su formación occamista, y que correspondía profundamente a las exigencias de su conciencia suspicaz ante todas las voces interiores y los impulsos incontrolables, en que fácilmente podían enmascararse las insidias del diablo. El espiritualismo de los anabaptistas presenta en cambio mayores afinidades con la religiosidad humanista que reconocía en Erasmo su más autorizado representante, y que por otra parte era opuesta a toda actitud revolucionaria. Hacia ésta, como hacia el anabaptismo, Lutero pone, con su famosa polémica contra el libre albedrío, un límite infranqueable.
La Reforma llega a su completa expresión sociológica y eclesiástica y su sistematización doctrinal coherente, con el calvinismo. El espíritu lógico y jurídico latino de Juan Calvino (1509-1564), el hecho de que la Reforma calvinista se desarrolló en un ambiente ciudadano y republicano como el de Ginebra, y que en otras zonas (Francia, Países Bajos) se encontrara ampliamente empeñada en las guerras de religión, el mayor radicalismo de esta Reforma, que no se limitó a corregir el edificio de la Iglesia medieval, como había hecho Lutero, sino que quiso fundarlo de nuevo sobre el modelo de la Iglesia primitiva (aspiración común con el anabaptismo), explican la diversa fisonomía del calvinismo. La Iglesia calvinista, incluso allí donde está en relaciones de íntima colaboración con el Estado, como en Ginebra, es una Iglesia que se gobierna por sí misma, por medio de sus consejos de pastores y de “ancianos” (consistorios, sínodos), creando de este modo en sus fieles el gusto y la capacidad del autogobierno. Su ética está determinada por el desarrollo que asume en la doctrina calvinista la idea de la predestinación. Esta doctrina, que parece habría de conducir a un fatalismo pasivo, quitando al hombre todo motivo de obrar, se trueca en cambio en el Calvinismo en un enérgico impulso a la acción.
Los que están persuadidos de ser elegidos de Dios e instrumento de sus planes, piensan cumplir en sus acciones su eterna voluntad, y recíprocamente encuentran en el éxito de sus acciones una comprobación de su elección. Las obras, eliminadas por Lutero como obras “meritorias”, reingresan en la ética reformada como “signos” de la salvación cumplida. El dualismo del mundo y del Reino de Dios, que no es substancialmente menos completo para Calvino que para Lutero, no conduce en este caso a una tolerancia pasiva, sino a una enérgica actividad dirigida a someter el mundo a la voluntad de Dios, y a obligarle a reconocer su gloria. La motivación de esta actividad en el mundo, por otra parte, está desprovista de todo motivo utópico: el mundo no es substancialmente mejorado por la actividad de los elegidos, y sigue siendo el mundo del pecado, provisional, transito-, rio, caduco. El calvinismo no espera una instauración milenarista del Reino de Dios (como el anabaptismo), y su visión de la vida perfecta se proyecta decididamente en el más allá (como en el luteranismo y en el catolicismo); pero igual que el catolicismo, y más que el luteranismo, se interesa por el problema de una sistematización de la ciudad terrena que sea tendencialmente favorable a los fines del Reino de Dios.
La ética calvinista se traduce en la vida económica (estimulada por la supresión de la prohibición medieval del préstamo a interés) en un activismo al mismo tiempo libre y austero, que considera la vida como un combate, el lucro como un deber, el éxito como una sanción divina, el lujo como un pecado y la severidad del tipo de vida como un título de nobleza (puritanismo). Esta concepción de la vida, en los siglos XVII y XVIII, especialmente en suelo anglosajón, se cruza con otras influencias de origen humanista y anabaptista, que por una parte conducen a una atenuación de la doctrina de la predestinación (arminianismo) y por otra a una valoración más favorable de la capacidad del hombre natural (jusnaturalismo), e inclinan la autonomía de los elegidos calvinistas en el sentido de la declaración de los derechos del hombre y de la libertad de conciencia.
Nacida de exigencias religiosas, la Reforma se entrecruza, en su difusión, con los intereses políticos y las pasiones nacionales y raciales, polarizando en los Estados germánicos el estado de ánimo impaciente por la influencia, a veces financieramente gravosa, de la curia romana, y sacando provecho de la secularización de los bienes eclesiásticos confiscados por los príncipes, en gran parte en provecho propio. Tal interferencia de motivos determina diversamente la configuración de la Reforma y de la Iglesia en los estados protestantes, y su conexión más o menos estrecha con las autoridades civiles. Una posición aparte ocupa la Iglesia anglicana, que brotada de un acto de gobierno regio le debe también su fisonomía particular: católica en el rito y en la jerarquía, calvinista en la doctrina y en la moral. Pero la historia de la Reforma en Inglaterra no se identifica con la de la Iglesia anglicana, sino más bien es la historia de la controversia del anglicanismo con las Iglesias “independientes”, de más acentuado carácter calvinista.
En Francia la historia de la Reforma se inserta en la de las luchas de la nobleza provincial contra el creciente absolutismo monárquico. De esta situación de minoría combatida y perseguida se deriva la teoría calvinista del derecho a la resistencia, de parte de los “magistrados inferiores” y de los estados generales, al arbitrio del soberano. En Italia la Reforma se redujo a un movimiento de “élites” intelectuales, más o menos íntimamente unido al humanismo. A este origen cultural los reformadores italianos deben su peculiar fisionomía, que les confiere una posición intermedia entre Renacimiento y Reforma, y los convierte en precursores, incomprendidos y combatidos hasta por los protestantes de su tiempo, de la Ilustración del siglo XVIII (socinianismo).
La época de la Reforma comprende esencialmente los siglos XVI y XVII. En el XVIII afloran en la sensibilidad europea nuevas tendencias, que aunque sigan buscando su inspiración en la fe y en la piedad de la Reforma, señalan al mismo tiempo hacia nuevos problemas y nuevas orientaciones. El -predominio de la Biblia en la Reforma queda sometido a la crítica de la razón y de la historia, el dogma cristiano se resuelve en la “religión natural” (Ilustración), la esfera del sentimiento, relegada a un segundo plano por el objetivismo teológico, eclesiástico, sacramental de la ortodoxia protestante, recobra la conciencia de su autonomía, contraponiéndose al racionalismo (Pietismo, Metodismo, Romanticismo). El protestantismo vive en adelante de su controversia con el mundo moderno, el cual no lo ha suprimido y al cual sigue proporcionando importantes temas de meditación espiritual.
Giovanni Mieggf