SATANISMO

El Satanismo es una actitud tan anti­gua como el hombre, incluso más antigua que el hombre, puesto que el primer satanista fue el mismo Satanás. Es esen­cialmente la rebelión de la criatura con­tra el Creador, la agitación de lo imper­fecto contra la perfección absoluta. En su base está el orgullo y, más aún, un trágico complejo de inferioridad.

El Satanismo no consiste en el culto del mal; posee incluso una moral pro­pia fundada en el desdén a toda sumi­sión y en la afirmación heroica del Yo, defendido en su absoluta integridad aun a riesgo de perderlo eternamente. Y en este sentido se aproxima mucho al Titanismo (v.) con el cual tiene no pocos contactos. Pero, para que se manifieste, debe alcanzar la certidumbre de que di­cho Yo está fatalmente condenado a estar sometido y, al mismo tiempo, debe sen­tir en sí mismo la exasperada incapaci­dad de soportar tal mortificación, Sólo entonces su resentimiento le llevará a invertir, por contraste, la escala de va­lores éticos y a construirse una religión al revés que convierte el obsequio en ultraje y desnaturaliza el rito en aquelarre.

Así el Satanismo se convierte en el cul­to de la condenación. Quien lo practica tiene que creer en la posibilidad de una salvación eterna, sólo para rechazarla. Y en esta renuncia voluntaria, en ese sacri­ficio de la felicidad a la desesperación, el satanista encuentra su justificación moral y heroica.

El Satanismo nació en el seno del cris­tianismo, que por otra parte dibuja ya en Lucifer y en Caín sus primeros representantes; y es acaso producto del en­cuentro del natural humanismo occiden­tal con el misticismo asiático. No faltan sin embargo trazas de Satanismo en la espiritualidad pagana, donde Prometeo y los Titanes (v. Titanismo) son expresio­nes universales de la rebelión extrema. Como actitud precisa el Satanismo se re­vela sin embargo durante el Humanis­mo. Muy discutidas son las teorías que afirman la existencia de un Satanismo en ese círculo de cultura provenzal des­truido por la cruzada contra los albigenses, e incluso en el seno de los gre­mios de arquitectos que crearon el arte gótico.

En la glorificación del espíritu humano inaugurada por el Humanismo, fatalmente anidaba el rencor secreto contra aquellos valores que todavía se oponían a un completo predominio del hombre: la práctica mágica, nacida como acto de iniciación para franquear al hombre las energías secretas de la natu­raleza, se convirtió lentamente en prác­tica satánica merced a la cual, el hom­bre se aliaba con los grandes rebeldes a más de librarse de la sujeción divina. La nueva sujeción diabólica a la cual se sometía, no sólo le proporcionaría el in­mediato disfrute de un poderío terreno sino que, lo que psicológicamente im­porta más, por estar aceptada volunta­riamente no podía mortificar un orgullo desesperado. Así nacieron Fausto (v.) y Don Juan (v.) y, a su alrededor, se des­arrollará el aquelarre de los sábados or­giásticos y de las misas negras grotescas.

Puesto que desde los orígenes el hom­bre ha estado expuesto a las tentaciones de Satanás, de modo que el Satanismo es innato en su naturaleza, se han encon­trado manifestaciones del mismo incluso donde menos podríamos imaginar: por ejemplo en el Paraíso perdido (v.) de Milton, en cuyo Satanás se ha querido ver la representación del heroísmo, o en las obras de Chateaubriand, en las que el clima sacro a veces se enturbia —in­cluso con secreta complacencia del es­critor— con notas de perversión y de culpa. Decidida afirmación de Satanis­mo, impelida hasta convertirse en movi­miento explícito de los espíritus, ha sido la delineada a fines del siglo pasado, cu­yos orígenes se encuentran en el propio Romanticismo (v.) y que se desarrolla a través del movimiento del “arte por el arte” (v. Parnasianismo) y del Decaden­tismo (v.). A ella nos referimos en ge­neral cuando hablamos de Satanismo.

Los temas fundamentales del Roman­ticismo eran un individualismo intelectualista que procedía de la Ilustra­ción (v.) y una profunda pero confusa orientación mística con la que trataba de reaccionar contra dicha Ilustración. El romántico llevaba en sí mismo su ma­yor contradicción: la exaltación del Yo, que querría absorber el todo en él, y el sentido místico del todo, donde el Yo procura desvanecerse. Y no ha de extra­ñarnos que en el Romanticismo se afirmaran algunas expresiones de Satanis­mo, puesto que esas actitudes de religio­sidad invertida reclaman siempre, para nacer, una base religiosa. Los grandes orgullosos románticos, el Byron del Caín (v.) y el Shelley del Prometeo libertado (v. Prometeo) adoptan necesa­riamente una posición de rebelión con­tra lo absoluto trascendental en nombre del absoluto humano; la propia eleva­ción a héroe del tipo del rebelde, desde el Carlos Moor en los Bandidos (v.) de Schiller hasta el Caín de Byron o el Hernani de Víctor Hugo, es indicio de una orientación que, en nombre de una nueva ética, tiende a volverse blasfema.

A medida que el sentido de la indivi­dualidad tiende a predominar en los mo­vimientos sucesivos sin conseguir, sin embargo, alcanzar nunca una expresión completa y feliz, el resentimiento se ha­rá más profundo, ocasionando una sub­versión de valores; las nuevas éticas que se irán afirmando en nombre de lo bello puro o de la pura espiritualidad no ocul­tan más que un intento de destruir una ética trascendente, complaciéndose par­ticularmente en afirmar valores contra­rios a ella. También aquí, como en los demás movimientos de la segunda mi­tad del siglo, encontramos a Baudelaire como primer maestro. Ya no estamos en la época de las misas negras, pero la fórmula externa del Satanismo continúa siendo la misma: la aproximación, a ve­ces incluso inconsciente, de los valores sacros a las violencias más exasperadas de la carne, la apología del delito como forma de predominio espiritual, la bus­ca de lo sublime en la bajeza. Incluso aquellos que, en los últimos años del si­glo, parecen más sedientos de eternidad, sienten la tentación satánica: así Dostoievski en los Hermanos Karamázov (v.), en los Demonios (v.) y en el Idiota (v.). En Italia, Carducci, con su Himno a Sa­tanás (v.), pagaba tributo al movimiento.

Junto a la ética se delineaba una es­tética del Satanismo que, en la segunda mitad del siglo XIX, será acogida por pintores y poetas, a menudo sin obedecer a programas especiales, e incluso sin darse cuenta. Una estética cifrada sobre todo en una inversión de los moti­vos estéticos que sustituye con la mons­truosidad la belleza, con la sombra la luz, y con lo horrible lo sublime. Ele­mentos románticos todos ellos y, aun anteriormente, góticos: confirmación de quienes quieren ver en el arte gótico expresiones, quizás inconscientes, de Sa­tanismo. Y es innegable ciertamente que tantas representaciones infernales de los pintores medievales debieron introducir en el vasto .mundo de las imágenes ele­mentos nuevos sobre los cuales se entre­tuvieron más con complacencia que con horror. En la misma pintura de Delacroix, y particularmente en sus ilustra­ciones del Fausto, de algunas sombrías escenas shakespearianas y de los poemas de Byron, la huella satanista es eviden­te. A fines del siglo XIX, sobre todo en Francia, se usa y abusa de la califica­ción de “satánico” y se encuentra el Sa­tanismo donde menos se pensara (por ejemplo, en la pintura de Boticelli).

Elementos de Satanismo se han visto incluso en algunas expresiones del mo­derno Surrealismo (v.); pero, después de las violentas experiencias del siglo XIX, nuestro siglo, deseoso de valores ele­mentales y seguros, no se presta ciertamente a actitudes satanistas. Creación de religiosidad desesperada y de des­esperado orgullo, verdadero culto del Yo en lo que tiene- de más contingente y en cuanto su contingencia más se re­bela contra lo absoluto, el Satanismo nos aparece como ejemplo concreto de la perversión de valores humanos en que veía San Agustín la esencia de la cul­pa; cuando el hombre se entrega a la glorificación de sí mismo y de cuanto más concretamente lo define, su carne y el conjunto de sus capacidades, apar­tándole de su impulso natural hacia el bien absoluto. Dirigido hacia la perdi­ción, acompaña todos los movimientos decadentes, y con ellos es sumergido por la renovación que siempre les sucede.

Ugo Déttore