SIMBOLISMO

El Simbolismo surgió en Francia en­tre 1870 y 1880. En obsequio a una coin­cidencia podríamos fijar su fecha de nacimiento en 1876, año de la apari­ción del tercer y último Parnaso y de la Siesta de un fauno (v.) de Mallarmé. Así la publicación del último documento ofi­cial del Parnasianismo (v.) venía a coin­cidir con la primera afirmación decisiva del Simbolismo, que principalmente reac­cionaba contra aquel movimiento.

Sin embargo, la formación de los ver­daderos “cenáculos simbolistas” es cer­ca de diez años posterior, y está liga­da al desarrollo del Decadentismo (v.). En el movimiento de separación del Par­nasianismo, los primeros en asociarse en grupo homogéneo fueron de hecho los “decadentes”, quienes ya en 1882 se ha­bían ido reuniendo en torno a revistas propias —entre las cuales “La Nouvelle Rive Gauche” que, transformada el año siguiente en “Lutéce”, publicó por vez primera versos de Rimbaud y los Poe­tas malditos (v.) de Verlaine— y ya en 1884 poseían en Al revés (v.) de Huysmans, su obra programática más repre­sentativa: los futuros “simbolistas” for­maban entonces parte del movimiento sin diferenciarse. Sólo en 1885, Jean Mo­réas, en un artículo del “XIXe Siècle” de de agosto, en lugar de aceptar el ca­lificativo de “decadencia” y hacer de él, como los demás, un título de “aristocra­cia estética” y una “divisa”, cambió los términos de la cuestión afirmando que la nota esencial de la nueva poesía había que “buscarse no tanto en el tono deca­dente como en su carácter simbólico”.

Un “artículo-manifiesto” posterior, pu­blicado el 18 de septiembre de 1886 en el suplemento del “Figaro”, bastó para de­terminar la “secesión”. En vano los “de­cadentes” — basándose en la Ballade pour les Décadents de Verlaine e incluso, más tarde, en una carta dirigida por éste a la revista “Le Décadent” de Anatole Ba- ju— acusaron a los “tránsfugas” de no ser más que “parásitos del Decadentis­mo” y de llevar, con sus incomprensibi­lidades, al “emperezamiento de las Mu­sas”: la conciencia artística de las nue­vas generaciones se adhirió casi en masa a la nueva orientación; y el influjo que logró sobre los espíritus se advierte con la larga serie de “revistas de poesía” que iban surgiendo con ritmo impelente, una junto a otra —“Le Symboliste” (1886), “La Vogue” (1886), “Vallonie” (1886), “Écrits pour l’Art” (1887), “La Plume” (1889), “Ermitage” (1890), .“La Pléiade” (1889) — convertida, después del quin­to núm., en el “Mercure de France” (v.).

En verdad era una evolución natural la que así se cumplía, por un proceso de espontánea generación interna. En su escisión del Parnasianismo, los “deca­dentes” habían quedado, en cierto modo, a medio camino: habían destrozado el canon de la “impasibilidad” de la obra de arte, restituyendo la poesía a sus eter­nas fuentes, en el alma individual; habían deshelado la apretada e inerte corporeidad de las formas plásticas par­nasianas, disolviendo la poesía en una fluidez móvil de estados de ánimo y de música; habían rechazado y disipado del reino de la poesía cuanto — según un célebre verso de Verlaine— sólo es “li­teratura”; pero habían permanecido sin embargo en el mismo terreno histórico. El “Odi profanum vulgus”, que había obligado a los parnasianos a encerrarse en sus “torres de marfil”, envueltas en el silencio y sólo pobladas* por imágenes de mito y visiones de historia antigua, continuaba siendo la misma fuerza que empujaba a los “decadentes” hacia el ais­lamiento de sus “Infiernos interiores” y sus “Paraísos artificiales“. Contraponían su existencia de criaturas de “élite“ a la rudeza, trivialidad y vulgaridad de la vida común pero, implícitamente —mien­tras así hacían— continuaban sintiéndo­se parte, junto con ella, de una realidad única, como el oasis forma parte del de­sierto que lo circunda.

Una inquieta con­ciencia nueva se agitaba, pero las premi­sas del Positivismo (v.) filosófico y del Naturalismo (v.) literario ya decadentes se conservaban inertes y tácitamente váli­das en el fondo de los espíritus. Las nue­vas exigencias estéticas, al presentarse, recaían en una simple variación de “mo­dos de sentir y de vivir”, en una posi­ción de índole sobre todo práctica, psi­cológica. La fuerza de los “simbolistas” fue haberse atrevido a dar el decisivo paso al frente, colocando todo el pro­blema sobre una nueva base. También ellos partían de la misma sensibilidad re­finada y rica, exasperada y cansada, de­licada y rara; también tenían “triste la carne” y habían “leído todos los libros”; y adoraban en los mismos “dioses” que los decadentes y cuyos nombres eran Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. Pero el mundo de poesía que és­tos habían creado — o estaban aún creando— se les apareció como un mun­do de pura interioridad creadora, al mar­gen de cualquier vínculo con experien­cias contingentes, libre e ilimitado, de tal modo que para él la realidad exte­rior se reducía a un conjunto de senci­llas “analogías” a través de las cuales el poeta hace sensible “el viviente y admi­rable enigma de su alma”.

El famoso cuarteto de Baudelaire: “La nature est un temple où des vivants piliers —Lais­sent parfois sortir des confuses paroles; – L’homme y passe à travers des forêts de symboles — Qui l’observent avec des regards familiers” no servía solamente para la poesía “Correspondences”, que con ella empieza, sino para toda la poe­sía nueva. Poetizar era remontarse – más allá de las apariencias que se­paran— a la unidad secreta y original del alma, en la cual “Comme de longs échos qui de loin se confondent — Dans une ténébreuse et profonde uni­té, — Vaste comme la nuit et comme la clarté, — Les parfums, les couleurs et les sons se répondent”. Poetizar era “re­naître au Ciel anterieur où fleurit la Beauté”: ser “vidente”, no en el sentido moral y social que cincuenta años antes se había expresado en las imágenes del “poeta-vate”, sino en un sentido absolu­to, igual que se proponía Rimbaud como última meta con su “larga… descompos­tura de los sentidos”; llegar a “lo desco­nocido”: “inventar nuevas flores, nuevos astros… nuevas lenguas”, “escribir los silencios, las noches”, “anotar lo inexpre­sable, fijar los vértigos”. Incluso en la propia “Art poétique” —- en sordina — de Verlaine (v. Antaño y hogaño) donde “la nuance fiance — le rêve au rêve, la flûte au cor” [“el matiz alia el sueño al sue­ño, la flauta al cuerno”], el verso es “la chose envolée — qu’on sent qui fuit d’une âme en allée — vers d’autres cieux” [“la cosa en vuelo — que senti­mos huir de un aima en marcha — ha­cia otros cielos”].

Es evidente que sólo un lenguaje fundado sobre “valores y re­laciones simbólicos” podía dar realidad a aspiraciones semejantes. Y es natural que el verdadero Maestro de la nueva escuela fuese aquel que — menos fre­cuentemente “exaltado por su personal demonio creador”— se inclina, en cam­bio, como ninguno, a una auscultación atenta de su propia alma y, cargado de pensamientos, capaz era de desarrollar­los, al margen de todo compromiso, has­ta sus últimas consecuencias: Mallarmé. Desde Vielé-Griffin hasta Albert Mockel o Stefan George, cuantos participaron en los célebres “Martes” en casa de Mallar­mé en la Rue de Rome, hablan de ellos, no como de sencillas “veladas de arte” o “reuniones de poesía”, sino como de un experimento intelectual perseguido con profunda unción religiosa, casi como de un renovado convivio platónico, en el cual “se cumplía… la divina trasposi­ción… del hecho al ideal”.

Nació de ello una estética, cuya nota distintiva fundamental y originaria radi­ca en “apuntar desde todos lados hacia el Inefable”. Cuando se desenredan los singulares desarrollos particulares —al­gunas veces forzados, otras incluso arbi­trarios— que el Maestro o los adeptos han dado a su pensamiento, y se trata de reconocer el fondo constante del cual surgen las varias afirmaciones, nos en­contramos ante un hecho sencillo, común a toda la poesía, y no sólo a la de los simbolistas: el poder de sugestión, sin­gular y casi “mágico”, que posee la pala­bra del poeta en los momentos de plena felicidad creadora. Incluso los vocablos más usados, que encasillados con sus va­rias acepciones en las columnas de un vocabulario o puestos en circulación en la genérica aproximación del uso co­rriente son opacos, sordos y sin resonan­cia, se convierten en la poesía en “algo nuevo, único e inigualable”, cuya vida interior —mientras se precisa en consistencia de imágenes— al mismo tiempo “como por encanto, parece comunicarse a la palabra en lo que tiene de más se­creto e inefable”. “¡El verso, fórmula de encantamiento! —dice precisamente Ma­llarmé, hablando de la palabra en el verse — pues nadie negará al círculo que perpetuamente cierra y abre la rima, cierta semejanza con las vueltas del hada o del mago, en la hierba”.

La estética simbolista fue la estética de esa “magia verbal” situada como exigencia absoluta y llevada a un tono de máxima tensión. La poesía hacia la cual tendió fue una “poesía pura”, en la cual la palabra ejer­ce “su embrujo evocador”, libre de toda extraña interferencia de orden práctico o racional, fundida junto con la vida in­terior del poeta en una única realidad de sentimientos, sensaciones, sueños y visiones, y abierta, como ella, a todas las posibilidades; capaz de comprenderlo todo dentro de sí, lo próximo como lo lejano, lo verosímil y lo inverosímil, mas no por ello “menos cierto para el alma” el suspiro leve de una verlainiana “hora exquisita” y el espasmo demiùrgico del Batean ivre de Rimbaud (v. Obras), lan­zado entre el cielo y el mar en su loca y exaltada carrera fabulosa. Es natural, por ello, que el “gran peligro” quedase identificado con la “racionalidad del len­guaje” que, teniendo enredada a la “pa­labra” entre sus mallas elásticas pero irrompibles, las liga a la realidad con nudos continuos más o menos percep­tibles. “Nous ne sommes pas au mon­de — decía ya Rimbaud— …Notre pâle raison nous cache l’infinit”. [“No es­tamos en el mundo… Nuestra razón pá­lida nos cela el infinito:] El lenguaje de la poesía “no podía” ser el de la “raison”, “debía” recibir otra norma “completa­mente suya”; “entretejido de símbolos” que encierran un “état d’âme”, debía ser “sueño y canto ante todo”.

El nexo lógico-sintáctico del discurso había de resolverse, en la poesía, en un nexo pu­ramente lírico-musical. Era la época de los entusiasmos wagnerianos; no sólo la música de Tristán (v.) había contribui­do poderosamente a la formación de la nueva sensibilidad, sino incluso la doc­trina teórica de Wagner, propagada por E. Dujardin en la “Revue Wagnérienne” (1885-1888) se convirtió en “fuente de revelaciones”; de la “tesitura armónica” wagneriana extrajo Réné Ghil su teoría de la “instrumentación verbal” [Traité du verbe, 1886, con prólogo de Mallarmé]; a la wagneriana “melodía infinita” co­rrespondió el nuevo culto del “verso li­bre” al cual casi todos se convirtieron. Especial impulso y novedad de desarro­llo recibió la concepción wagneriana de las relaciones recíprocas entre palabra y música: la “palabra intelectual” que, “cuando llega a su apogeo penetra como un rayo el misterio de la Idea” —mien­tras la música lo deja indistinto en la fluidez de sus armonías— pareció la cul­minación hacia la cual tiende la música para “verificarse totalmente”.

Poetizar se convierte por lo tanto en “tomar a la música su tesoro”. Y asonancias, alite­raciones, rimas internas, mezclas so­noras, desarrollos contrapunteados de la melodía verbal, colorismos vocales —cu­ya teoría Rimbaud había formulado ya en el “Sonnet des voyelles” (v. Obras completas) — constituyeron los nuevos elementos vitales del lenguaje del poe­ta, mientras la disolución del orden sin­táctico en la estructura del período y su entrega a la espontaneidad libre de los desenvolvimientos rítmicos y de las re­laciones armónicas afectaba también la apuntación —casi abolida e identificada con el natural “descenso vocal que mide el impulso”. Despojada de cuanto no es pura imagen visible, auditiva, sensorial – filtrada a través de las sutiles opera­ciones de una verdadera y propia “Alchymie du Verbe”—, vigorizada con las posibilidades de la música, envuelta en un halo de misterio “hendido un ins­tante para volverse a cerrar luego”, la “palabra” parece de ese modo haberse convertido en el “místico cuerpo vivo”, en la encarnación armoniosa y total de la “realidad profunda del alma”. No era ya sencillamente un medio del cual los hombres se servían para comunicarse entre ellos: era un “absoluto” —el úni­co “absoluto” que el hombre puede alcanzar —: lo que “tiene lugar por sí sólo: hecho, ente”. Era la palabra “del alma por el alma”. Dice a propósito Mallarmé: “Toda alma es una melodía que hay que reanudar; y para ello están la flauta y la viola de cada cual”.

Habrá quien observe que, pese a tan hermosos propósitos, a la hora de ren­dir cuentas la verdadera gran poesía simbolista continúa siendo la de los cua­tro maestros, que la compusieron sin ne­cesidad de tantas teorías previas o — todo lo más— acompañaron quizá la teoría a la poesía en un solo acto creador. Po­drá observarse que la preceptiva que los discípulos extrajeron ha caído en gran parte con el tiempo, como no podía de­jar de ser, porque tal es el destino de todas las preceptivas, que están siempre ligadas a una particular modalidad estilística y no siguen las vicisitudes en la natural evolución del pensamiento y del gusto. Podrá observarse que, cuan­do no murieron muy jóvenes como Laforgue, los mismos “poetas nuevos” – Moréas y de Régnier, Vielé-Griffin y Stuart Merill, van Lerberghe y Samain, Rodenbach y Maeterlinck, Kahn, Ghil, Géraldy— acabaron no raras veces des­viándose hacia compromisos con otras tendencias, cuando no recayeron en los tonos decadentes que habían creído su­perar.

Pero todo ello es incidental y no enturbia la importancia histórica del fe­nómeno, ni mucho menos la exigencia sustancial que lo ha determinado y que tiene orígenes tan lejanos que se con­funde casi con la formación de la conciencia estética moderna. Ya Hamann y Herder habían librado a la estética de toda estrechez de concepciones raciona­listas, proclamando a la poesía “lengua madre del género humano” y a la lengua, en sus formas originales, “una continua poesía fabulosa”. El mismo Goethe había no sólo creado con el segundo Fausto (v.) una poesía en la cual “Alles Vergängli­che ist nur ein Gleichnis” [“todo lo tran­sitorio es sólo un símbolo”], sino incluso en teoría  había reconocido que la crea­ción poética es como la creación divina –  que “niemand sie ergründen mag”, [“nadie puede sondear”] —. Y todo “un jeroglífico del Único y Eterno Amor” había parecido la poesía a Friedrich Schlegel; y un misterioso y “mágico” desvelarse de los símbolos había sido el pensar y poetizar de Novalis, quien ya había entrevisto, también, la posibilidad de una “última” forma de poesía “com­pletamente resuelta en pura sonoridad y bellas palabras”, “todo lo más con sen­cillas estrofas inteligibles” unificadas en profundidad por un “acorde geológico” de estados de ánimo y de músicas. “Co­munión de los sentidos”, trasposición de un motivo poético de un arte a otro, co­lorismo musical y simbolismo verbal ha­bían sido ya los elementos constitutivos del estilo para A. W. Schlegel, Tieck, Brentano, Hoffmann.

Al mismo tiempo, en los últimos Himnos y Fragmentos, Hölderlin, solitario, cara a cara con su Dios pero con los sentidos llenos de toda la belleza y el sufrimiento del mundo, creaba poesía “suya” de muy alto vuelo y de soberana pureza lírica, en la cual la expresión, con seguridad infalible, se crea por sí misma — más allá de todo residuo de tradiciones — “sus propias” leyes, y es, con rapidez directa, éxtasis y sollozo, rapto y so­bresalto, fulgor de revelación sobre cós­micas profundidades infinitas y entre­ga tierna e inerme a la “dulce vida”: —“ un alma convertida en palabra” —. Todo ello, se comprende que va encua­drado en la que era la cultura del tiem­po; pero ya entonces fue un suceso de amplio alcance. Lo que detuvo y desvió el desarrollo fue la equivocación fatal de confundir la poesía con la vida —en que cayeron los románticos—, tomando por poesía determinados estados de ánimo “románticos”. Era una consecuencia de los múltiples descubrimientos espiritua­les que los románticos habían efectuado, de la gran cantidad de poesía auténtica “cuyas alas habían libertado”; era el “reposo en el puerto” después de la navegación larga y aventurada.

Pero no por ello la equivocación dejó de ser tal; y para disiparla se necesitaron más de cincuenta años de nuevas experiencias artísticas: el refinado esteticismo inglés de Keats a Poe, a los Prerrafaelistas, a Pater; la teoría parnasiana del “Arte por el Arte”, y la paralela y contemporánea interpretación del arte en el Renacimien­to de Burckhardt; la nueva elaboración de la herencia romántica en la música de Wagner, el nuevo tono de sensibilidad propio de los “decadentes”. De toda esta .vasta, compleja y múltiple experiencia el Simbolismo fue el momento final acla­ratorio, porque el problema de la poesía – en vez de tender hacia enlaces más o menos vagos con experiencias místi­cas y revelaciones iniciatorias como en Luis Lambert (v.) y en Séraphita (v.) de Balzac o como a ratos, a través de Poe y aun en el propio Baudelaire —ha sido planteado en términos mucho más precisos, y la “magia de la poesía” ha sido reconocida intrínseca a la poesía misma, inmanente a sus “valores forma­les”, en aquellos “secretos del estilo”, sólo a través de los cuales la “unidad inefable de la vida del alma” puede ma­nifestarse “con plenitud y evidencia” en una realidad sensible. El estetismo, apa­recido ya a fines del siglo XVIII — cuan­do el arte se antojaba a pensadores y poetas vértice supremo de la existencia humana — se ha convertido rápidamen­te en una de las fuerzas constitutivas de la espiritualidad moderna y quedó así liberado de las incertidumbres de su lar­ga crisis. Y la poesía recibió, no sólo en Francia, sino en toda Europa, un tono nuevo.

El resultado fue un rebrotar de la poe­sía como no se había visto desde la edad romántica. En las manifestaciones delez­nables derivó naturalmente hacia una nueva retórica, cuando no derivó direc­tamente hacia un lenguaje que, habien­do renunciado a la estructura lógica del habla común sin sustituirla por nada efectivamente valedero, se redujo a un casual y pretencioso centón de frases y a un envanecimiento de quien —“tocado por el dios”— ha olvidado la gramática. Por otra parte, sin embargo, la concien­cia adquirida del valor absoluto e insus­tituible que tiene el estilo en las crea­ciones artísticas, indujo a los verdaderos poetas — de auténtica vocación y propó­sitos serios — a una busca cada vez más sutil y exigente de nuevas “voces y mo­dulaciones”, nuevos colores y modos de expresión, nuevos acordes, para extraer nuevas y cada vez más recónditas e in­esperadas “iluminaciones del interior de zonas del alma antes desconocidas”.

No importa que en realidad, especialmente en el primer período, muchas individua­lidades se hayan mantenido fieles a aquel mundo de “sensaciones mórbidas y ra­ras”, en el cual se conservan los con­tactos con el Decadentismo. Estaba en la naturaleza de las cosas que sucediese así, puesto que provenían directamente de aquel mundo. Pero ésta fue sólo una de las fuentes de la nueva poesía, junto a la cual muchas otras se abrieron. Fue como si —bajo el impulso de la nueva conciencia estética— la remota savia vi­tal del Romanticismo, permaneciendo en tantos aspectos todavía cerrada y com­primida, irrumpiese repentinamente al aire libre con el ímpetu de antaño, derramándose en todas direcciones.

Y la misma época vio —expresadas sobre el mismo suelo, acogidas al mismo clima — afirmaciones de arte que continuaron siendo, bajo tantos aspectos, distintas: el colorismo saturado, intenso hasta el visionismo de Verhaeren y el hilo tenue de la inspiración sensitiva de Jammes; el simbolismo intimista y sugestionado de los poemas dramáticos de Maeterlinck y el lirismo compuesto, mezcla de acce­sos bíblicos y de intimidades de Clau­del; el simbolismo aparentemente dis­cursivo pero lleno de inspiración de Paul Fort y los ardores constructivos del Cubismo de Apollinaire; la palabra de Gide, que tiene un “contorno lúcido” tan neto, aunque bajo él, fondos y trasfondos se pierdan en extrema ambigüedad, y la página de Proust, tan estilística­mente cuidada que la poesía fluye con un ritmo suyo impreciso y lento, igual hasta las últimas capilaridades de la ex­presión, pues si sufriese la menor inte­rrupción, la página entera quedaría he­rida de parálisis. La relación con la es­tética simbolista es ya directa, ya me­diata, ya próxima o lejana; pero incluso donde la relación es menos visible, la estética simbolista es el substrato his­tórico que ha dado cuna a la nueva poesía.

Fuera de los confines de Francia, el movimiento no tuvo menor amplitud ni duración. La vida espiritual europea tiene continuos flujos y reflujos, pero es unitaria en su desarrollo; y la difusión del nuevo movimiento en Europa fue rapidísima. Revistas apropiadas surgie­ron: en 1892 la “Blätter für die Kunst” (v.) de Stefan George, en Alemania; en 1893 la “Torre” de Joergensen y de Stuckenberg, en Dinamarca; en 1894 el ‘Libro Amarillo” de Beardsley y Beerbohm en Inglaterra; en 1895 el “Convi­to” (v.) de De Bosis en Italia. Y la re­novación invistió todas las formas de poesía —incluso el mismo teatro natu­ralista con el último Ibsen, con el Hauptmann de la Campana sumergi­da (v.), con el Strindberg de los dramas místicos — desde Hacia Damasco (v.) (1898) hasta la Gran Vía (1909). Pero

lo mismo en Francia que en el resto de Europa— fue sobre todo en la lírica donde la nueva poesía encontró su expresión más espontánea y más rica. Des­de el noruego Ostfelder y el holandés Verwey hasta el nicaragüense Rubén Darío, que llenó dos mundos con su vida inquieta y con sus cantos armoniosos; desde el denso grupo de los simbolistas rusos —Block, Balmont, Bieli, Briussov, Ivánov — en los cuales un particular simbolismo místico confluyó con el es­tético, hasta el grupo menos numeroso pero históricamente no menos impor­tante de los poetas del Renacimiento ir­landés — Yeats, Russell, Moore, Synge — quienes dieron a Irlanda una poesía na­cional fantástica y coloreada en lengua inglesa; desde el vienés Hofmannsthal todavía sin cumplir los veinte años, a quien parecían llover del cielo, con una pureza milagrosa de melodía, las inspi­raciones, hasta el renano Stefan George que, siguiendo la escuela de Mallarmé, formó una nueva lengua poética de alto tono y de exquisito temple, y emprendió por fin el camino hacia la creación de un mundo poético de heroica inspira­ción, en todas partes, en toda Europa, pareció que el alma moderna volviese a encontrar, de repente, el más amplio impulso de fuerzas creadoras.

Durante años y años la poesía moderna continuó bebiendo en él como en una de sus grandes fuentes; incluso en Italia, don­de el Simbolismo pareció ciertamente, en el primer momento, agotarse en la tonalidad decadente del dannunziano Poema Paradisíaco (v.) (1893); pero, en la proyección del tiempo, libre de dicha tonalidad, renació y constituyó una de las directas experiencias formativas para los poetas de la nueva y novísima gene­raciones. Análogamente en Suiza, en su soledad del castillo de Muzot, Rilke – casi medio siglo después de la prime­ra aparición de la escuela simbolista, con una inspiración religiosamente per­sonal pero en fraternidad de arte con Valéry — se elevaba a su más alta poe­sía en los Sonetos a Orfeo (v.) y en las Elegías de Duino (v.) (1922).

Giuseppe Gabetti