«Luchaba en todas las direcciones, su cuerpo se retorcía y debatía denodadamente. No había arriba ni abajo, ni luz ni aire …» La tercera novela de Golding puede ser considerada como una «fantasía póstuma», es decir, un cuento, no tanto sobre la vida futura, como del momento de la muerte. He tomado este útil término del crítico John Clute. En su recensión de Compañía de Sueños Ilimitada [68] (Foundation 19, junio de 1980), escribió: «Lo que yo llamaría la fantasía póstuma, aunque tal vez pronto pueda encontrarse una expresión mejor, se parece mucho a los cuentos como «Un suceso en el puente sobre el río Owl» de Ambrose Bierce o «Mr. Arcularis» de Conrad Aiken, relatos donde los hombres, literalmente al borde de la muerte, escapan a una alternativa imaginada y comprenden gradualmente que el mundo de los sueños está desapareciendo, por lo general al son de un ritmo insistente y horrorífico, quizás el del corazón que falla». El libro de Golding sigue exactamente este paradigma.
El protagonista, el teniente Christopher Martin (llamado Pincher [«tenaza»] por sus colegas), es un marino británico a punto de ahogarse en el océano Atlántico. Esto sucede durante la segunda guerra mundial, y su barco acaba de ser torpedeado por un submarino alemán. Entramos en la conciencia de Martin y seguimos sus pensamientos y sentimientos con minucioso detalle mientras lucha contra el océano frío. En las primeras veinte páginas de la novela va a la deriva, agitándose locamente, tragando agua salada, con la mente sumida en una confusión de recuerdos, esperanzas y lamentaciones. Nadie lo rescata, pero divisa un trozo de tierra, una roca solitaria cubierta de algas, que es su salvación (temporal). Se arrastra hacia la costa «en este único punto rocoso, el pico más alto de una cadena montañosa, un diente de la antigua mandíbula de un mundo sumergido, sobresaliendo en la inconcebible vastedad de todo el océano», donde permanece el resto de la novela; un hombre solo, símbolo de todo el espanto de la condición humana.
Es poco lo que sucede, pero la narración es extraordina-riamente vívida. Como en otros libros de Golding, somos espías privilegiados de la brillante creación preternatural de Dios. Es como si fuésemos testigos de todo mediante los efectos de una droga que acrecienta las facultades de la mente. Seguimos al pobre Pincher cuando trepa a la cúspide del islote desierto, cuando busca alimento, bebida y refugio, y cuando mira fijamente el abismo que tiene dentro de él. Es una suerte de Robinson Crusoe disminuido, mínimo. Mantiene conversaciones imaginarias con viejos conocidos, lucha contra la locura y padece ocasionalmente delirios de grandeza. «»Soy Atlas, soy Prometeo.» Se siente como una aparición gigantesca sobre la roca.» Pero al fin no puede encontrar paz ni gracia celestial. Todo el delirio de supervivencia, mantenido por el poder de la voluntad, se derrumba de pronto, y Pincher y vuelve a lo que es: un marino que se está ahogando y enseguida estará muerto.
William Golding (nacido en 1911) es el más reciente galardonado británico con el premio Nobel de Literatura. Gran parte de su obra tiene un carácter alegórico y la forma de la novela histórica, o la ciencia ficción o, como en este caso, la fantasía metafísica. Otra de sus más hermosas novelas es La construcción de la torre (1964), que trata de la acuciante obsesión de un clérigo medieval que desea construir una aguja de catedral de ciento veinte metros, aparentemente para mayor gloria de Dios, pero posiblemente para satisfacción del Diablo. Al igual que Pincher el náufrago (Pincher Martin), pero de manera más manifiesta, trata del problema siempre presente del mal que habita en el corazón humano.
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