Romancero

Indica colección de «ro­mances», del modo mismo que «cancionero» alude a colección de «canciones». El tér­mino «romance» con significado adjetivo corresponde al sentido de «vulgar» e indicó en general las lenguas neolatinas. A fines del siglo XIV y principios del siguiente se comenzó a usar «romance» en el sentido de composición, como lo usamos aquí.

Las dos primeras ocasiones en que se usa la pa­labra «romance» con significado moderno las tenemos en El laberinto de Fortuna (v.) o Las Trescientas de Juan de Mena (ha­cia 1444) y más ampliamente en el Prohemio (v.) del marqués de Santillana, dedi­cado al condestable de Portugal, documento- éste posterior en algunos años a la obra aludida. Los «romances» parecen ser crea­ción de fines del siglo XIV. En efecto, el romance «Moricos, los mis moricos, los que ganáis mi soldada», llamado de la «toma de Baeza», debió de haber sido compuesto pocos años después de la conquista de aquella fortaleza de Andalucía, acaecida en 1368, y como que en este romance y en otros contemporáneos suyos, conocidos con el nombre de «romances fronterizos» por estar inspirados en la guerra que cristianos y moros sostenían a lo largo de la frontera del reino de Granada, el «género» se mues­tra ya formado, es obvio suponer que otros romances, entre los primeros del grupo lla­mado de los «romances antiguos», atestigüen un período precedente de «elaboración». Acerca del origen de los romances, hoy se sigue generalmente la teoría formulada por primera vez por Milá y Fontanals y reanu­dada y desarrollada por Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, según la cual los ro­mances proceden, por vía de «disgregación», de las antiguas canciones de gesta o poemas épicos. En resumen, parece tratarse de frag­mentos que sobreviven, ya en su transcrip­ción, a menudo inserta en las crónicas (v. Primera crónica general), ya en el canto oral, recitado por los juglares en las plazas y en las reuniones del pueblo. La larga canción de gesta, muy en boga en el pe­ríodo clásico del feudalismo, pierde interés precisamente hacia fines del siglo XIV,. cuando asistimos a la decadencia del régi­men feudal y al surgir de la clase bur­guesa. A esta nueva clase le agradan sólo algunas situaciones, algunos episodios de los citados poemas épicos, y éstos son los que el juglar cantará con preferencia.

La teoría que ahora hemos esbozado se opone a la romántica, sostenida sobre todo por el primer recopilador de romances en los tiempos modernos, Agustín Durán (Románcero general, 1828-32), por la que se afir­maba que el romance, considerado como expresión poética lírica por excelencia, era la primera manifestación de la literatura española. De estos romances, pues, según la opinión de los románticos, debieron desarrollarse por enriquecimiento interior los prolijos poemas épicos. Este punto de vista, aunque con ciertas reservas, es todavía de­fendido en tiempos recientes por Cejador, Morley y Rajna. La dificultad más grave para aceptar esta teoría consiste en la na­turaleza métrica del romance, indiscutible­mente épica, como lo demuestra el verso de dieciséis sílabas de que está formado. El equivocado cómputo de ocho sílabas (de hecho, por lo general, se dividen los largos versos hexadecasílabos en dos hemis­tiquios de ocho sílabas) sólo toma en cuen­ta la asonancia, que se repite aparentemen­te en los presuntos versos alternados. Mas para hacernos aceptar la teoría de Milá y Fontanals, vale sobre todo el movimiento épico del romance primitivo.

Menéndez Pidal ha podido demostrar que dos «romances» entre los más antiguos proceden respecti­vamente de la Segunda Gesta de los Infan­tes de Lara (v. Los Infantes de Lara) y de la Gesta de Sancho el Fuerte. Se alude aquí a los dos romances: «Quéjome a vos, don Rodrigo, viuda me puedo llamar» y «Afuera, afuera, Rodrigo, el soberbio castellano». Carlomagno (v.), Tristán (v.) e Isolda (v.), don Pelayo, el último rey godo don Rodri­go, el Cid (v.), Fernán González (v.), los Infantes de Lara y otros personajes del an­tiguo mundo épico español, sobreviven en el Romancero, pero adquieren actitudes y caracteres nuevos, aunque todo ello diri­gido hacia una expresión más cordial y cotidiana. Asoman sentimientos y compla­cencias que la rígida disciplina de guerra no consentía en el cantar épico y, en cam­bio, eran apreciados por la clase burguesa. Así, insensiblemente, se operaba el paso del tono épico al lírico del romance pos­terior. Después de estas observaciones pa­rece aceptable la definición, hoy común­mente seguida, que afirma ser el «roman­ce» una composición epicolírica en versos de dieciséis sílabas con una misma rima asonante. El romance «clásico» se desarro­lla desde fines, del siglo XIV hasta fines del XVII. Después decae, sobre todo en los ambientes de intensa vida cultural, pero sobrevive en el campo y en los centros de provincia, donde se le cultiva como una de las expresiones tradicionales de la poe­sía española. Toda España contribuye a la riqueza del Romancero, y aún podemos decir, si examinamos una especie de mapa del Romancero, que no existe región ni tal vez zona y, en muchos casos, ni una sola comarca de la península ibérica, compren­diendo, y con notable significación, Por­tugal, Cataluña, las islas españolas del Me­diterráneo y del Atlántico, que no posea su propio «romancero», reflejo, a veces con identidad de temas, de la diversidad de cos­tumbres, leyendas y lengua local.

Existen además «romanceros» debidos a determina­dos ambientes, como el Romancero Judío (publicado por R. Gil, Madrid, 1911) de los hebreos expulsados de España en 1492, el Romancero de Germanía (de la vida aira­da) y otros. Al cabo de siglo y medio de olvido, el Romancero suscitó el interés de los extranjeros y después de los españoles, convirtiéndose en objeto de estudio y ad­miración primero en Inglaterra, después en alemania, en Austria, en Francia, y final­mente en España y Portugal. Hacia me­diados del siglo XVIII, el helenista escocés Thomas Blackwell alude a los «romances» llamados «moriscos» y los ensalza como una de las más vivas producciones de la poesía popular. Poco tiempo después, Thomas Percy traduce dos romances españoles y traza una comparación entre este tipo de com­posiciones y las baladas escocesas en Re­liquias de la antigua poesía inglesa (v.). Se enciende entonces el fervor por la poe­sía popular, y el romance español, de sen­cillo aliento, de tono humano, austero, con­ciso y realista, y por lo general anónimo, hubo de representar a los ojos de los ro­mánticos, según su decir, la «quintaesencia de la poesía que había brotado del inmenso coro del pueblo, en un rebosar de entu­siasmo y con absoluta impersonalidad de creación». Las baladas escocesas de William Douglas y Harry Percy, Chevy Chase (v.), Robin de los bosques y Guy de Gisborne (v.), los «viser» suecos y daneses, los can­tos épicos de alemania y de Francia, los «cantari» de Italia eran amorosamente re­cogidos, estudiados e interpretados, pero el descubrimiento del Romancero — autén­tica y espesa «floresta» de poesías popu­lares — suscitó todos los entusiasmos.

Herder, Goethe, Grimm, F. Schlegel, Berchet, Depping, Sidney, Hugo, Mérimée, Lockhart, Wolf y otros innumerables poetas y estudiosos aprecian los romances españo­les, los dan a conocer por todas partes, los traducen y los comentan. En España, a se­mejante entusiasmo responde poco a poco un lento pero progresivo interés, y a Durán pertenecerá, como ya hemos dicho, el méri­to de haber compilado y ordenado por pri­mera vez el Romancero general de la «Bi­blioteca de Autores Españoles». De unos años a esta parte, Menéndez Pidal, ayudado por su esposa, su hijo y sus discípulos, por todas las regiones de España y hasta de Europa y de América, viene recogiendo in­numerables romances, que una vez orde­nados serán publicados y salvados así de una inevitable dispersión. La naturaleza y la fortuna de los romances españoles po­drán resultar más claros cuando se conoz­can los diversos grupos en que están sien­do divididos por los estudiosos. Sigamos una repartición que a un mismo tiempo respeta diferencias de tema y de crono­logía: «viejos» o «antiguos», «eruditos» y «artísticos». Los primeros proceden, según lo que acabamos de exponer, de los an­tiguos poemas épicos, en forma de frag­mentos o de auténticas procedencias de aquéllos, y se reconocen por la sobriedad de su desarrollov por su tono fresco y hu­mano. A su vez, los antiguos romances comprenden los siguientes grupos: «histó­rico» (en sentido lato, por cuanto, aquí como en todas partes, la verdadera poesía es, sobre todo, fantasía), «caballeresco», «novelesco», «mitológico» y «fronterizo», ya indicado antes.

En rarísimos casos los an­tiguos romances pueden ofrecer elementos por los cuales se consigue individuar al autor. Señalemos entre los más célebres romances del primer grupo los del ciclo de los Infantes de Lara, en que resuenan los primeros balbuceos de independencia de Castilla la Vieja con respecto al reino de León; citemos «Ya se salen de Cas­tilla / castellanos con gran saña», «En las sierras de Altamira / que dicen del Arabiana» y el romance profundamente dra­mático de Gonzalo Gustios, padre de los siete Infantes, que besa una por una las siete cabezas de sus hijos muertos en la emboscada tendida por traición de su her­mano Rodrigo, favorable (por instigación de su esposa doña Lambra, v.) al partido de los leoneses: «Pártese el moro Alican­te / víspera de San Cebrián; / ocho ca­bezas llevaba, / todas de hombre de alta sangre»; las del ciclo del Cid (v.), el típico héroe castellano, vasallo de Alfonso VI, te­mido caudillo de los ejércitos cristianos contra los moros: «En Burgos está el buen rey. / asentado a su yantar», donde se cuenta el episodio de doña Jimena (v. Ji- mena), que se presenta al rey y le exige justicia contra el Cid, que ha matado al padre de ella («Hacedme, buen rey, jus­ticia, / no me la queráis negar»), y ante la incertidumbre del soberano le propone que le conceda al Cid por esposo («y al que mi padre mató / dámelo para casar, / que quien tanto mal me hizo / sé que algún bien me fará»); «Morir vos queredes, padre, / San Miguel vos haya el alma», lamento de doña Urraca (v.) ante su pa­dre moribundo, don Fernando, que la ha olvidado en su testamento; «En Santa Gadea de Burgos, / do juran los hijosdalgo», romance derivado directamente del Poema de mío Cid (v. Cid), del cual reproduce algún fragmento.

Mucha boga tuvieron los romances de contenido caballeresco y no­velesco, entre los cuales podemos incluir los del ciclo carolingio y bretón. Recorde­mos el romance de Rosaflorida: «En Cas­tilla está un castillo / que se llama Rocafrida, / al castillo llaman Roca, / y a la fonte llaman Frida»; sobre los amores de Montesinos: «En París está doña Alda, / la esposa de don Roldán»; romance de Gerineldo: «Gerineldo, Gerineldo, / paje del rey más querido», uno de los más difundi­dos romances, del cual Menéndez Pidal halló más de trescientas variantes; romance de «Don Tristán»: «Herido está don Tristán / de una muy mala lanzada, / diérasela el rey su tío / por celos que de él cataba»; romance del «Conde Claros de Montalván»: «Media noche era por filo, los gallos que­rían cantar, / conde Claros con amores no podía reposar», entre los más logrados de tema novelesco. Siguen otros sobre Melisenda, Lanzarote, el conde Alarcos (v. y v. también Alarcos), Rico Franco, etc. Entre los «mitológicos» — que verdaderamente se refieren a la prehistoria y a la historia grecorromana — citemos: «¡Reina Elena, reina Elena, Dios prospere tu estado! / Si mandáis alguna cosa, véisme aquí a vues­tro mandado», en que narra el rapto de la esposa de Menelao y la consiguiente guerra troyana; el romance de Virgilio: «Mandó el rey prender Vergilios y a buen recaudo poner», en el que se ofrece una especie de caricatura del poeta latino, entonada con la atmósfera legendaria que lo rodeó du­rante la Edad Media. Los romances de frontera ofrecen el caso, harto raro en la producción épica, de composiciones inspi­radas, con continuidad cronológica, en acon­tecimientos históricos.

Además del roman­ce citado: «Moricos, los mis moricos, los que ganáis mi soldada», señalemos: «Abenámar, Abenámar, moro de la morería, / el día que tú naciste grandes señales ha­bía», que tiene por fundamento histórico una expedición realizada por Juan II en 1431 hasta el pie de las murallas de Gra­nada; a la muerte de un heroico capitán, Diego de Rivera, acaecida durante el ase­dio de Alora (1434), se refiere el romance «Alora la bien cercada, tú que estás en par del río». Los romances, despreciados un día por los ambientes cultos, conquistan poco a poco interés y prestigio, hasta que en el siglo XVI, y precisamente entre 1545 y 1550 se publica en Amberes la primera compilación de romances con el Cancio­nero de Romances, reimpreso en facsímil y con extenso prefacio por Menéndez Pidal en 1914. En Zaragoza se publicaron en 1550 dos volúmenes de romances, Silva de Ro­mances, compilados, como la precedente colección, con las «entregas» — pliegos suel­tos— muy en boga. En 1600 se publica el primer Romancero general, reimpreso va­rias veces en el mismo siglo. Los romances eruditos pertenecen al siglo XVI. Son há­biles refundiciones o imitaciones de los antiguos por obra de artistas conocidos, como Alonso Fuentes, Lorenzo de Sepúlveda, Pero Mejía, Ginés Pérez de Hita, Juan de Timoneda y otros. No pocos de estos romances conservan la sencillez y el tono de los antiguos, por lo que resulta un poco difícil distinguirlos unos de otros. Un grupo extraordinariamente abundante y, con todo, rico en méritos estéticos es el tercero, denominado de los romances artís­ticos. Con éstos, la evolución de la actitud épica a la lírica se hace realidad, y con ella también queda a menudo afirmada la paternidad de las composiciones sueltas.

Se distinguen como compositores de romances, entre otros, Lope de Vega, Cervantes, Tirso de Molina, Quevedo, Góngora y Valdivielso. Con todo, un gran número de romances, especialmente los populares, de particular hechizo, permanecen anónimos y aún hoy se hallan dispersos en varios repertorios poéticos. A la vez que las citadas colec­ciones de romances, en que se ofrecían juntamente numerosos ejemplares de los grupos citados, tenemos también el «roman­cero» del Cid, el de los Infantes de Lara, el del asedio de Zamora y el de la pérdida de España. Naturalmente, en estas selec­ciones, obra casi siempre del siglo XVII, se hallan agrupados por identidad de tema, pero no de tono, romances que pertenecen a épocas diversas, aunque suelen predomi­nar los de la última fase del romance, o sea los del romance artístico. Aun conser­vando el mismo ritmo, el hexadecasílabo, ya consagrado para este género, un mismo asunto puede pertenecer a inspiraciones di­versas: amorosa, religiosa, pastoril, historicotradicional y cómica. En efecto, es evi­dente que a la antigua severidad, casi obligada en el desarrollo épico, va susti­tuyendo un movimiento más libre y festivo. Señal ésta del cambio de los tiempos y de las circunstancias, por lo que personajes de la altura de Carlomagno, del Cid, del rey don Rodrigo, de don Pelayo, parecen bajar de sus pedestales para adoptar actitudes menos graves, cuando 10 son del todo bufos y grotescos. Puede ilustrarnos a este res­pecto el humor caricaturesco con que el Hu­manismo (v.) y el Renacimiento italiano por boca de Pulci o de Ariosto han tratado los temas heroicos de la epopeya carolingia.

El romance, que se formó en España o más precisamente en las dos Castillas, transmi­gró, como ya hemos apuntado, a Portugal, a Cataluña y a las islas españolas, adqui­riendo nuevos desarrollos. Mejor fortuna todavía logró en la América latina, y allí, durante más de un siglo después del des­cubrimiento, siguió su propia vida, paralela a la’ de la madre patria, dando lugar a variaciones que ofrecen el más vivo inte­rés, hasta el punto de justificar la denomi­nación de Romances de América, estudiados por Menéndez Pidal (Buenos Aires, 1945, 4.a ed.). España ha continuado teniendo cultivadores del romance, aunque por lo general no estén comprendidos en la que puede llamarse delimitación «clásica». Entre otros recordemos los romances de Meléndez Valdés y los denominados «históricos» por su autor, el Duque de Rivas (v. Romances). En los tiempos modernos merece una par­ticular mención el Romancero gitano (v.) de Federico García Lorca, interpretación finísima de sensibilidad y verdadera trans­figuración de los romances antiguos. En Italia, los romances fueron sin duda propa­gados por los Españoles durante su domina­ción, aunque es probable que las gestas de un pueblo opresor no llamasen mucho la atención de los italianos. Con todo, se sabe que G. B. Marino intentó imitar romances en un libro suyo que ha quedado inédito, Le fantasie, así como, por lo demás, debió de componer también algunos romances Francesco Frugoni, literato en extremo ins­truido en cosas hispánicas. Existen nume­rosos romances españoles dispersos en Can­cioneros y en Romanceros. Justamente en el Cancionero de Estúñiga (v. Cancioneros castellanos), Carvajal, poeta que vivió en la corte de Nápoles, dejó escritos dos de los más antiguos romances, en torno a 1442.

Entre las compilaciones de composiciones españolas que se hallan en Italia, sobre todo del siglo XVII, señalemos el Cancio­nero Classense, 263; el Cancionero hispano- italiano Pironti; el Cancionero de Nápoles, llamado también de Matías, duque de Es­trada; el Romancero de la Brancacciana; el Cancionero de la Estense, que parece haber pertenecido a Julia de Este; los Romancerillos de la Ambrosiana eje Milán y de Pisa, y, por último, el Romancero musical de Turín. La existencia de este abundante material en Italia demuestra que en las cortes, especialmente desde la segunda mi­tad del siglo XVII, el romance español fue ambientándose poco a poco y adquiriendo importancia francamente musical. Por otra parte, existen relaciones entre los romances españoles y la poesía italiana, especial­mente en el terreno de la poesía popular. Ya Nigra señalaba en Cantos populares del Piamonte (v.) algunos temas épicos y lí­ricos comunes a la poesía de ambas na­ciones. Señalemos el romance de Bernal Francés, que, según parece, corresponde al piamontés «II marito giustiziere»; el del «Conde Alarcos» al romance italiano «La figlia del Re»; el de «Rico Franco» al ro­mance «Un’eroina» y otros. Los reflejos, de épocas no siempre precisables y de incierta procedencia, de los romances españoles en los romances italianos, especialmente piamonteses, son dignos de estudio, por lo que no pocos folkloristas se han dedicado a ello con ardor. Mencionemos a Menéndez Pidal y a Vittorio Santoli, en particular.

En cuan­to a traducciones y paráfrasis de romances españoles hechos por italianos recordemos la de Giovanni Berchet, publicada en Bru­selas en 1837, y la de las Romanze storiche e moresche de Pietro Monti (Milán, 1855), que revela contactos con Manuel José Quin­tana y con Agustín Durán, que pueden ex­plicar, ya la benéfica influencia del Ro­manticismo en esta esfera, ya un movi­miento cultural que podría ser celebrado como el principio del despertar de los es­tudios de hispanismo en Italia.

G. M. Bertini