Publicada por la editorial Destino en 1948, esta novela mereció el premio Nadal correspondiente al año anterior. Dos ediciones sucesivas confirmaron la cálida acogida de dicha obra. Sin duda, es sobre todo en estas páginas, hilvanadas por un escritor debutante, donde pueden recogerse las piezas más evidentes del museo personal de Miguel Delibes. Proyectada contra el fondo filosófico, la trama de La sombra del ciprés es alargada tiene un claro ideario, el cual, de otro lado, revela algunas de las claves del mundo tal y como su autor lo entiende. El protagonista es Pedro, ese huérfano que utiliza todos los argumentos a su alcance para extraer sentido de la existencia. Téngase en cuenta que dicho personaje crece bajo el sólido pero inquietante amparo de su maestro. Acerca de la sensación de pérdida, cabe señalar que la comparte con su amigo Alfredo, quien también queda pronto sin cobijo familiar y parece asimismo cumplir un sino fatal, que en su caso lo llevará a la muerte. El voluntario exilio se convierte en un modo de escapar de toda esa zozobra: Pedro viaja como marino y conoce el amor junto a Jane, muy lejos de su tierra natal. Como quien persevera en la búsqueda de lo inmarcesible, el joven parece, al menos en un principio, preferir la energía de la naturaleza a la que le brinda el afecto humano, más intensamente coloreado por la fantasía cuanto más esencial es su impresión. Y no obstante, cede por fin a dicho sentimiento, aunque tampoco éste sea un estado de ánimo duradero, pues Pedro ha de perder a Jane en muy trágicas circunstancias. Al final, el retorno a Ávila y el efecto calmante que le ofrece el diálogo con los más queridos fantasmas —toda novela es una cabalgata de espíritus— traza una interesante deriva en el protagonista, quien parece dejar aparte sus iniciales turbaciones.
Leyendo cómo sondea el narrador este proceso, queda claro que el pesimismo viene a ser la reacción del raciocinio ante las marcas que dejan en el carácter cada golpe y cada convulsión, cada espasmo y cada arrebato. Ahora bien, aun dentro de ese margen psicológicamente defensivo, ¿quién podría eliminar toda esperanza en la tenuidad del subconsciente? No nuestro autor, desde luego.
Según la reconfortante concepción de Delibes, la maldad es, del comienzo al fin, una substancia evanescente, difícilmente definible por medio de argumentos. Como escribe Edgar Pauk, lo que nos sugiere el escritor es que no hay seres malos. En todo caso, el hombre es una víctima de su circunstancia (Miguel Delibes. Desarrollo de un escritor. Madrid, Editorial Gredos, 1975, p. 32). Con todo, este aserto orteguiano no es un canto a la gradual desesperación, sino algo muy contrario y bastante más complejo. Por esta senda, coincidimos con Luis López Martínez cuando comprueba que la novela, un tanto sobrecargada de ideología, se empapa de la tristeza que motivó en su autor la guerra civil. Cual si tratara de un inventario simbólico, el mismo título resume la categoría de los elementos reunidos: «la sombra del ciprés, afilada y cortante como un cuchillo, representa lo efímero y lo caduco: la muerte; en contraposición al pino que ofrece una sombra redonda, amparadora, símbolo de todo lo que respira confianza» (La novelística de Miguel Delibes, Murcia, Publicaciones del Departamento de Literatura Española, Universidad de Murcia, 1973, p. 17).
Y aquí caemos en medio de un principio moral, ante el que es inútil seguir citando el consolador remate de tantos y tantos melodramas y novelas de ocasión. El tejido narrativo de La sombra del ciprés es alargada intenta, en este caso, atrapar el fondo del hombre y no su estereotipo. Así lo describe Manuel Alvar cuando resume dicha maniobra: «[Delibes] Ha sido fiel al principio agustiniano de que en el interior de cada uno de nosotros hay una verdad, buena o mala, pero verdad. Sin embargo, trasplantado a un plano de universalidad. Sólo el desencanto le sirve para formular su intento de teoría general. Pensemos en tantos casos de su obra: fe en los hombres y desconfianza en el Hombre» («Castilla habla», en Miguel Delibes. Premio Letras Españolas 1991, Madrid, Ministerio de Cultura, Dirección General del Libro y Bibliotecas, Centro de las Letras Españolas, 1993, p. 187).
Por alejarnos al final de las honduras metafísicas de esta entrega, citaremos un fragmento que, aun estando relacionado con ella, propicia una lectura más risueña y acaso feminista. Poco más o menos la anécdota viene a ser así: dice el autor que, cuando ganó el Nadal, Pío Baroja elogió esta novela en una entrevista que le hizo Antonio Covaleda para el diario Pueblo. Posteriormente, Vergés y Delibes fueron a visitar al anciano escritor. «Entonces le dije que se habían vendido 5 000 ejemplares en tres meses. Se echó a reír. “Joven, yo sé lo que puede vender la primera edición de un libro”, dijo. Entonces, José Vergés, mi editor, que me acompañaba, le dijo el viejo maestro: “Don Pío, es que en España han comenzado a leer las mujeres”. “Ah —Baroja cambió de tono—, si han empezado a leer ésas no digo nada.” No dijo mujeres sino ésas, pero entre Vergés y él acababan de poner el dedo en la llaga. La mujer empezaba a incorporarse a la cultura en España, a sentir una inquietud espiritual, y esa actitud no ha cesado de crecer desde entonces. Hoy podemos asegurar que las mujeres leen más que los hombres» (Entrevistado por César Alonso de los Ríos, El Semanal, 2 de abril de 2000, s.p.
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Viaje a la historia de la publicidad gráfica. Arte y nostalgia
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