Yorick

Personaje de La vida y opinio­nes de Tristán Shandy (v.), de Laurence Sterne (1713-1768). De origen danés, y quizá descendiente de aquel Yorick de quien se habla en el Hamlet (v.) de Sha­kespeare, este personaje no tiene ningún elemento danés, sino que es «una criatura heteróclita en todas sus declinaciones», llena de vida, de caprichos y de «gaîté de cœur».

Párroco del pueblo donde habita la familia Shandy, Yorick recorre su parro­quia montado en un caballo flaco y desme­drado, tal «que la Humildad misma hu­biera podido cabalgarlo» y digno hermano de Rocinante: así atrae, dondequiera que vaya, la atención y las carcajadas de jóve­nes y ancianos, y «oye y ve bastante para impedir que su filosofía se enmohezca». Pero, como le gustan las bromas y tiene conciencia de su propio ridículo, declara que «no puede indignarse si los demás le ven bajo la misma luz en que se ve él mis­mo». Muchas son las razones que aduce para justificar su extraña preferencia en lo que a cabalgaduras se refiere, pero se calla la verdadera, que habla totalmente en su favor.

En realidad, a Yorick le gus­tan los caballos hermosos, y en su juven­tud se complació montándolos; pero desde que se estableció en aquel pueblo, como a menudo se hallaba en la necesidad de dejar prestado su caballo a otros para que fueran a llamar a la comadrona lejana, veía tan frecuentemente maltratada a la pobre bestia que prefirió sustituirlo y de­cidió gastar en limosnas el precio de un caballo bueno y comprar otro que nada tuviera que perder y que sirviera igual­mente, revelando así un refinamiento espi­ritual semejante al del «incomparable ca­ballero de la Mancha» (v. Don Quijote). Yorick es un hombre profundamente hon­rado, generoso y sincero, que siente una invencible antipatía y desconfianza hacia la gravedad, no en sí, sino en cuanto es afectación y sirve sólo «de manto para en­cubrir la ignorancia y la necedad».

Siempre dice la verdad, sin preocuparse por las con­secuencias, y denuncia el vicio y la hipo­cresía, aun cuando se hallen en las posi­ciones más elevadas: con ello se crea un montón de enemigos y «la crueldad, la maldad y la cobardía arremeten contra él». Tras haberlas combatido valerosamente, solo contra todos, «abrumado por el número y agotado por las calamidades de la guerra», Yorick arroja la espada y muere de an­gustia, aunque puede todavía pronunciar una frase ingeniosa. Y le entierran en un rincón de su cementerio bajo una sencilla lápida en la que tres únicas palabras sir­ven a un mismo tiempo de epitafio y de elegía: «iAy, pobre Yorick!»

A. P. Marchesini