Frente a Rodolfo de Habsburgo se yergue la figura de Ottokar de Bohemia, en el drama de Franz Grillparzer (1791-1872), Vida y muerte del rey Ottokar (v.).
El poeta pensaba en la figura de aquel gran rey (1250-1278), que señaló el máximo esplendor de su país, llevando sus armas gloriosas desde el Vístula al Adriático y desde el Belt al Danubio, e impresionando hasta tal punto a los tártaros con su valor que le llamaron «el rey de hierro», mientras Europa entera, por su esplendor, le llamaba «el rey de oro». Grillparzer tenía ante los ojos también, recién desaparecida, la persona de Napoleón, con sus titánicas aspiraciones y su sed inagotable de conquistas, que le habían conducido a una oscura muerte sin gloria. Como Napoleón, Ottokar repudia a su primera mujer porque es estéril; y como Napoleón, se muestra embriagado por su propia grandeza: «Tierra, estáte quieta bajo mis pies, pues jamás sostuviste a nadie mayor que yo». Ottokar no admite obstáculos: «Yo sigo mi camino, y a quien me impida el paso, le aniquilo».
En la batalla, asimismo, mostrará algunos rasgos napoleónicos. Así, al general que le hace saber que las enfermedades y el hambre atormentan a sus soldados, le contesta: « ¿Quién tiene tiempo de estar enfermo o de sufrir hambre? Yo sólo tengo hambre de una cosa: de la victoria». Está tan convencido de su poder, que cuando se le presenta una delegación para ofrecerle la corona imperial, en el interregno que sucedió a la muerte de Federico II, les contesta que no puede compartir su gobierno con los príncipes electores, y la rechaza. Pero ello marcó el fin de sus triunfos. Elegido en su lugar, Rodolfo de Habsburgo le invitó a restituir al Imperio Austria y Estiria, que su esposa, ahora repudiada, le llevara en dote, y le ordenó que cumpliera con sus funciones de Gran Copero en el banquete de la coronación imperial, según le correspondía como Elector de Bohemia.
Ottokar se negó a ambas cosas, y estalló la guerra. Pero sus súbditos no le perdonaban haber repudiado a la virtuosa y noble Margarita de Austria para desposarse con la húngara Kunegunda, infiel y lujuriosa; por otra parte, estaban ya cansados de las continuas guerras y anhelaban la paz. Frente a él, Rodolfo de Habsburgo — o por lo menos el Rodolfo legendario, ya que en la realidad parece haber sido un hombre mucho menos idílico y menos desinteresado — aparece como el soberano pacífico que sólo se pro-pone la felicidad de su pueblo. «He jurado defender la paz y el derecho», «El mundo existe para que todos puedan vivir… el labriego ara en paz, el hábil artesano trabaja en las ciudades, Suiza y Suecia piensan en aliarse y las ciudades hanseáticas preparan sus rápidas naves, instrumento de comercio y de ganancias».
Seducidos por su sensatez y su fortuna, poco a poco todos los vasallos de Ottokar pasan al servicio de Rodolfo. Y Ottokar, abandonado y traicionado, seguirá combatiendo heroicamente hasta el fin de su fortuna y morirá en el campo de batalla confesando: « ¡Oh, gran Dios! Mi estancia en este mundo tuyo no ha sido justa; he caído sobre tus campos como el huracán y la tempestad. Pero eso sólo puedes hacerlo tú, oh Señor, porque sólo tú puedes remediar las heridas y curarlas». Y con una suprema maldición a la guerra, destructora de la felicidad y de la vida, el gran guerrero termina su jornada mortal.
B. Allason