Ozías o Azarías

[‘Uzziyyāh (ū)]. Rey de Judá en tiempos del profeta Zacarías (v.); a partir del día en que los conjurados le dieron la corona tras matar a su padre Amasias (v.), durante cincuenta y cuatro años la presencia de Dios rigió la historia de su reino: «Obró justamente a los ojos del Señor… y puesto que buscaba al Señor, el Señor le inició en todas las cosas».

Le di­rigió en la guerra: «El Señor le ayudó contra los filisteos, y contra los árabes, y contra los ammonitas». Le dirigió en la paz: «El país está lleno de oro y de plata, y los tesoros no tienen fin». En Ozías debe verse, más que un segundo florecimiento de los prodigios de David (v.), una rectitud constante: en efecto, era un rey honrado y sencillo, que ordenaba el ejército, dirigía las fortificaciones, «amaba la tierra» y las viñas del Carmelo, los riegos y las naves, y por encima de todo amaba al único rey de Israel, Dios Uno. «Su nombre se propagó hasta muy lejos, porque el Señor le asistía y le daba fuerzas».

En el cénit de su vida, el segundo libro de las Crónicas (v. Paralipómenos) contempla su gloria, y ve que tiene sus raíces en el corazón y en el cielo. Así habrá de ser siempre en Israel: una aparición del espíritu, que nosotros llama­mos historia, que no es otra cosa que un inconsciente diálogo con el cielo. Pero más tarde la colaboración de Ozías a los de­signios de Yahvé, colaboración de fe y de valentía, empezó a perturbarse; el hombre arrebataba a Dios su parte, a la sombra de su vejez comparecían sombras de soberbia, y vino el mal. Ni derramamiento de sangre ni idolatría, apenas un gesto: «quiso que­mar el incienso sobre el altar de los per­fumes».

Su gloria real tenía hambre del Templo: «No te corresponde a ti, Ozías, quemar el incienso al Señor, sino a los sacerdotes hijos de Aarón… ¡Sal del santua­rio!» Esto es precisamente lo que el rey no toleraba: no ser rey en el santuario; que otro quemara el incienso y pudiera decir­le: márchate. Se olvidó de que ante el altar él no era nada, y sólo el Uno era el pri­mero; quiso para sí esa primacía y aspiró a ser rey y pontífice, como ocurría entre los paganos, y por ello perdió lo que no tenía y lo que tenía: «De pronto apareció la lepra sobre su frente en presencia de los sacerdotes, en la casa del Señor, junto al altar de los perfumes… Y él mismo, aterrado, se apresuró a salir, porque súbi­tamente había sentido la herida del Señor.

El rey Ozías fue, pues, leproso hasta la hora de su muerte, y habitó en una casa separada, cubierto por la lepra». El palacio había nacido del Templo, en los antiguos días de Samuel (v.), y Dios lo amaba. Pero cuando la casa del rey pretendió ser como la casa de Dios, Dios la dejó desierta.

P. De Benedetti