Otilia

[Ottilie]. Es la protagonista de la novela Las afinidades electivas (v.) de Wolfgang Goethe (1749-1832). Si se piensa en el aura de renuncia y de nostalgia que llena las últimas páginas del relato, no se puede negar que el autor logró infundir al personaje de Otilia algo de aquella «Stimmung» resignada y anhelante que él mismo sintiera en 1807 cuando, en el umbral de su vejez, se enamoró en Jena de la joven de 19 años Minna Herzlieb, hija adoptiva del librero Frommann.

« ¿Quién no siente latir en esta novela — observó el propio poeta — un corazón profundamente llagado por la pasión, que no acierta a cicatrizar y teme curarse?» Y esa Otilia, a quien el autor transfigura progresivamente en un ser sublime, ¿acaso no se halla por com­pleto rodeada de aquella cálida y devota simpatía que el autor casi sexagenario sin­tiera por la joven cuyo mismo nombre (Minne = amor) había de parecerle sim­bólico? E insistiendo en las sugestiones de «realidad» que ofrece esa novela, en la que, según el mismo Goethe, «no hay ni una coma que no haya sido vivida, pero al mismo tiempo no hay tampoco ni una coma que sea tal y como fue vivida», es preciso hacer notar un rasgo característico de Minna y de Otilia: su modestia silen­ciosa y esquiva, su absoluta falta de afec­tación y de pretensiones intelectuales.

En Otilia — para examinar al personaje ima­ginado independientemente de hipotéticas analogías que poca luz pueden arrojar so­bre el problema estético —, la gracia física y espiritual va unida a una sensibilidad pú­dica y silenciosa pero intensa. El «eterno femenino» se queda en ella en el ámbito de la inmediatez instintiva, pero por lo mismo la muchacha se eleva de pronto des­de el plano de la pasión vehemente al he­roísmo de una renuncia llena de firmeza. Para acentuar la naturalidad de tales mo­vimientos psíquicos, Goethe recurre, como se sabe, a la analogía con fenómenos físi­cos, tomando el nombre y el concepto de «afinidad electiva» del diccionario de S. T. Gehler. La pareja Eduardo y Carlota, si­tuada ante dos nuevos elementos, el Capi­tán y Otilia, en virtud de una «attractio electiva dúplex» se descomponen y se re­componen determinando las dos parejas afi­nes Eduardo-Otilia y Capitán-Carlota.

El conflicto entre el instinto y la ley es más radical y trágico en la primera pareja, por cuanto la pasión es en ella más fogosa, y más débiles los centros inhibidores. En rea­lidad, la segunda pareja, apenas se da cuenta de que ha rebasado los límites de lo lícito, se vuelve hacia atrás y se pro­pone enmendarse. La «afinidad electiva» entre Eduardo y Otilia es, en cambio, tan fuerte que la personalidad de él se sobre­pone a la de ella hasta determinar un in­consciente mimetismo en su carácter de le­tra. Por otra parte, Eduardo está, a pesar de todo, firmemente convencido de que su destino no podrá jamás separarse del de Otilia. La amorosa prudencia de Carlota in­tenta, en cierto momento, restablecer el primitivo equilibrio, pero, mientras el Ca­pitán se aviene, convencido y resignado, a abandonar la hospitalaria casa, Eduardo deja apresurada y secretamente la finca de sus antepasados, sólo para evitar con ello que Otilia tenga que alejarse.

Tras una larga ausencia, regresa acompañado por su amigo, para intentar, de mutuo acuerdo, una solución general. Con tal objeto manda por delante al Capitán — que mientras tan­to ha ascendido a Mayor—, para que ne­gocie con Carlota el divorcio que le res­tituirá la libertad de unirse a la muchacha amada. Él debería permanecer a la espera del resultado de la embajada, pero la im­paciencia le impulsa antes de tiempo hacia el parque, donde encuentra a Otilia que cuida del niño de Eduardo y de Carlota. Concebido durante una unión de sus dos cuerpos, pero no de sus almas (ya que en el arrebato de los sentidos Eduardo ha creído abrazar a Otilia mientras Carlota veía en su imaginación al Capitán), el pe­queño refleja en sus rasgos físicos aquellos dos rostros.

Eduardo, que le ve por pri­mera vez, ya que el pequeño había nacido durante su ausencia, queda maravillado an­te el extraño fenómeno y no vacila en hacer la terrible confesión: «Este niño ha nacido de un doble adulterio». Y concluye, casi alegremente: «En lugar de unirnos, este niño me separa de mi mujer, y a ella de mí». Con esta convicción, pretende for­zar en seguida la decisión de Otilia, pero la joven piensa entonces en Carlota, y pone su destino en manos de ésta: «Si ella con­siente, seré tuya; de lo contrario, debo renunciar a ti». Eduardo insiste y la abra­za. Otilia, conmovida, lo estrecha sobre su pecho, y «la esperanza cruza sobre sus cabezas como una estrella fugaz». Tal vez en el ánimo de Otilia se insinúa en ese momento una secreta complacencia pre­matura, pero, sea como fuere, el encuentro con Eduardo la deja «agitada y trastorna­da».

Tanto es así que, una vez sola, olvida los graves riesgos a que se expone atra­vesando el lago con el niño en brazos, y, para poder regresar antes, salta a la bar­ca. Pero el excesivo impulso que da al remo para alejarse de la orilla, la hace vacilar y caer. La criatura se hunde en el agua mientras la barca va a la deriva. Cuando Otilia logra sacar al niño del «in­fiel e inaccesible elemento», aquél ya no respira. Las bellísimas y dramáticas pági­nas que culminan en la escena en que la joven, tras un largo delirio, recobra la conciencia en el regazo de Carlota, marcan el tránsito entre dos mundos: el nuevo re­presenta la triste soledad que acompaña el rápido ocaso a que se condena a sí misma aquella bella y dulce criatura a quien Goethe halaga con las más tiernas imáge­nes de su poderosa fantasía. Otilia se da cuenta ahora de que un «demonio hostil» la indujo, con sus engañosas lisonjas, al error y a la culpa. Y recuerda a Carlota, la generosa tía que la acogió huérfana en su casa, los propósitos que en otro tiempo la animaban.

«… Con percepción clara y exacta, aunque quizá también demasiado severa, comprendí lo que entonces querías y esperabas de mí. Y según mi débil cri­terio, convertí aquello en normas y a ellas sometí durante mucho tiempo mi vida…. Pero ahora me he desviado de mi camino, he quebrantado mis propias leyes y he llegado incluso a perder la conciencia de ellas… Pero ahora como entonces, me he trazado un camino nuevo. Ahora como en­tonces, he tomado una decisión y tú debes inmediatamente saber cuál es. Jamás seré de Eduardo. De una manera terrible, Dios me ha hecho ver la culpa en que caí. Pero quiero expiarla y nadie debe intentar disuadirme de mi propósito».

En la impo­sibilidad de alejarse de aquel lugar, Oti­lia hace voto solemne de separarse del amado, sin dirigirle siquiera la palabra. Y mientras tanto acelera su fin, abstenién­dose de tomar alimento y dejándose con­sumir en su propia amargura. Sólo en el momento de la muerte rompe el silencio para suplicar a su amado: «… ¡Prométeme que vivirás!» Eduardo se lo promete, pero tras la muerte de Otilia (preludio a una mística apoteosis de la heroína, a quien Goethe exalta, aureolándola con el doble nimbo de santa y de mártir), el espíritu de aquel hombre inquieto vacila entre la palabra empeñada y su anhelo de reunirse con el ser amado, hasta que una repentina muerte le libera para siempre de sus afa­nes.

Enterrados en la capilla que un joven arquitecto, también enamorado de la dulce Otilia, decorara con figuras angélicas cuyos semblantes se asemejan a los suyos, Eduar­do y Otilia «reposan el uno junto a la otra. La paz aletea sobre su última morada y serenos rostros de ángeles los contemplan desde lo alto de la bóveda; ¡cuán dulce será el instante en que resucitarán juntos!» El hechizo de Otilia es, en cierto sentido, afín al que emana de Francesca da Rimini (v.) en la obra de Dante, porque la figura goethiana, como aquélla, está creada bajo un doble impulso de simpatía y de justicia. Este ser, tan sugestivo en su melancólica dulzura, inspira a Goethe un amor desme­surado; sin embargo, en nombre del prin­cipio superior al que deben someterse in­cluso los más ingenuos impulsos de un «co­razón gentil», el poeta debe condenarle. En la novela, como se sabe, la institución del matrimonio recibe la más alta sanción. Es «la base y la cumbre de toda cultura.

Civiliza al salvaje, al mismo tiempo que brinda al hombre más culto la mejor opor­tunidad para mostrar su civilización. El matrimonio debe ser indisoluble, porque la felicidad que aporta es tanta que ante él son totalmente desdeñables todos los mo­tivos de infelicidad». Es una ley libre­mente elegida por el hombre que aspira a la verdadera libertad, la cual se mide úni­camente por su «humanitas». Alejado de todo abstracto homenaje iluminista, Goethe exalta la ley del matrimonio como una difícil victoria sobre el instinto. Quien, como Otilia, cede, siquiera sea por exu­berancia de amabilidad efectiva, a halagos que le desvían de la norma, debe expiar su error.

Pero aun pronunciando su condena, el poeta no puede dejar de sentir y reco­nocer toda la fuerza de aquellos que, en lenguaje dantesco, llamaríamos los «dulces pensamientos» y el «deseo» que «conducen al paso en falso». De ahí la exaltación de Otilia que, al imponerse a sí misma el cas­tigo, puede ascender por el luminoso ca­mino del martirio. Entre la tesis, de la fría norma ética sancionada por la filosofía ilu­minista y la antítesis del absoluto recono­cimiento que el Romanticismo ofrecía a las tendencias instintivas, Goethe se eleva has­ta la síntesis que supera y coordina en una viva unidad ambos momentos. Esta exigen­cia, sentimentalmente revivida, es la que encendió la fantasía a la cual debemos la creación de tan singular personaje.

G. Necco