Orestes

Personaje por ex­celencia de la tragedia clásica, tan humano como elemental, Orestes concluye la trá­gica aventura de la familia de los Pelópidas (v. Agamenón, Electra, Clitemnestra, etc.), y con ella pone fin a todo un mundo, del cual surge él, precisamente gracias a su sencilla humanidad.

Su nombre da título a la famosa trilogía de Esquilo la Orestíada (v.) [Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides]; juntamente con su hermana Electra, es el protagonista de la tragedia de este nombre (v.) .de Sófocles; finalmen­te, Eurípides le hace aparecer a su vez en Andrómaca (v.), en Electra (v.), en Orestes (v.), en Ifigenia en Tauride y en Ifigenia en Aulide (v. Ifigenia), última elaboración y cumplimiento moral de este personaje esquiliano. Hijo de Agamenón y de Cli­temnestra, Orestes era todavía un niño cuando su padre sucumbió víctima de su adúltera esposa; su hermana Electra logró sustraerle a las insidias de Egisto (v.) y ponerle en seguridad en Orcomeno, donde ‘Orestes creció predestinado a la venganza, aceptando su destino sin odio ni verdadera pasión, sino más bien como una obvia e inevitable fatalidad.

Cuando, en Las Coé­foras, de Esquilo, le vemos, acompañado por su fiel Pílades, nos parece percibir en él la soñadora calma de aquellos años de remota adolescencia de los que debe salir para poner fin a la tragedia de su familia. El crimen se le impone y le arrastra con toda su violencia: Orestes, más que a su voluntad, obedece a una Némesis familiar, representada por el encarnizamiento de Electra, que quiere hacer de él un matri­cida. Y él se limita a aceptar tan tremenda responsabilidad. Pero apenas cumplida su misión, la expiación comienza. De nada le vale ser absuelto, inmediatamente después de su crimen, por el juicio del pueblo argivo: las Erinias le persiguen, símbolo de la conciencia torturada por el remordi­miento, provocando en él terribles delirios que le acometen de improviso, haciendo imposibles todos sus intentos de reconstruir su vida, a pesar del auxilio y de la pro­verbial lealtad de su amigo Pílades.

Su remordimiento no es tanto el de una culpa suya — por lo demás inevitable — como la torturada inquietud de un hombre en quien reaparecen exigiendo expiación todas las culpas de una familia, desde la feroz ene­mistad de sus abuelos Atreo y Tiestes, hasta las venganzas, los sangrientos sacri­ficios y los adulterios de sus padres: Orestes sufre por todo el mal que hay en el hombre, y expía por la humanidad entera. La paz no llegará hasta más tarde, cuando, tras la nueva tragedia del amor de Hermione (v.), Orestes hallará al final de sus andanzas, en Tauride, a su hermana menor Ifigenia (v.), aquella a quien Agamenón había sacrificado en el altar, la víspera de la marcha hacia Troya, y que, milagrosa­mente salvada por Artemisa, vivía en el exilio, convertida en sacerdotisa de esta divinidad.

En Tauride, Orestes, después de haber corrido el peligro de ser a su vez sacrificado por Ifigenia como extranjero se­gún la bárbara ley del país, es reconocido y salvado por aquélla. Y su encuentro, al liberar a Ifigenia de su horrible oficio y a Orestes de su tormento, les da la paz a ambos. En la historia de los Pelópidas, marcada desde el principio hasta el fin por violentas ambiciones y terribles venganzas, Ifigenia y Orestes son los dos expiadores: víctima pasiva y sumisa la una, y predes­tinado el otro al crimen y al remordimien­to de alcance universal. Desde el momento en que el destino los reúne, podrán volver a la sombra y confundirse con los demás hombres, es decir, podrán recobrar aquella vida a que su naturaleza les había desti­nado.

Orestes, en efecto, al igual que su hermana, es naturalmente sencillo, pací­fico y afectuoso; el acto justiciero le fue impuesto desde lo alto, pero, en el fondo de su ser, él sólo alberga un profundo sen­tido de lealtad y de solidaridad humana, como puede verse en la amistad que le une con Pílades. Por ello Orestes es a la vez el último representante de una gene­ración heroica, esclava de un Hado tre­mendo, y el primero de una generación humana, que vive en una atmósfera más libre en la que lo justo sustituye a lo he­roico, lo sensato a lo Violento, y la fuerza de la conciencia a la fuerza del destino.

No en vano, tras haber sido creado por Esquilo, Orestes se convirtió en uno de los perso­najes preferidos de Eurípides. Entre los autores modernos, su figura reaparece en la tragedia Orestes (v.) de Alfieri, aunque sin ningún rasgo nuevo: le vemos en el episodio tremendo que determina toda su vida, pero el autor se limita a exaltar poéticamente su simple rectitud de ánimo y su valor, al servicio de una misión mayor que él, que hasta el final le deja atónito y aniquilado ante su obra, cumplida casi in­voluntariamente. Mucho más doloroso y su­frido es, en cambio, el Orestes que aparece en la Andrómaca (v.), de Racine.

En él, al tormento de las Erinias maternas, se suma la nueva tortura de su desdichado amor por su prima Hermione. Tras haber estado vagando largos años por los más inhóspitos países, enloquecido por las ne­gativas de Hermione, Orestes vuelve al fin con la ilusión de ver satisfecho su deseo, por cuanto Hermione, aunque enamorada de Pirro, hijo de Aquiles, está hasta tal punto indignada por la indiferencia de aquél — a su vez apasionadamente prenda­do de su bella y desdichada prisionera Andrómaca—, que no vacila en prometer su amor a Orestes a cambio de que éste se convierta en instrumento de su vengan­za.

Pero, una vez más, se repite el destino de Orestes, obligado por los acontecimientos a aceptar odios y a perpetrar crímenes aje­nos: en un acceso de locura, halla la des­esperada fuerza de obedecer al mandato de Hermione y da muerte al infiel Pirro; pero inmediatamente después es rechazado y odiado ferozmente por la mujer amada. Orestes es aquí ya un héroe romántico, que lleva consigo su desventura, a la que los acontecimientos sólo brindan  desdichadas ocasiones; presa demasiado fácil de una locura que él no acoge orgullosamente, co­mo los románticos, sino con tristeza, y con lúcida conciencia de hombre que ve en ella una inevitable condena y una expia­ción. Su último momento, su encuentro con Ifigenia y el logro de la paz, da tema a Schiller y sobre todo a Goethe, si bien uno y otro se interesan primordialmente por Ifigenia (v. Ifigenia, de Schiller y de Goethe).

M. Bonfantini