Onías

Judas Macabeo (v. Macabeos) tuvo una visión: «Onías, que había sido sumo sacerdote, hombre virtuoso y benigno, de venerable aspecto y moderadas costumbres, de doctas palabras y desde niño acostumbrado a la virtud, tendía las manos y oraba por todo el pueblo de los judíos».

El pontífice mártir y el último héroe de Israel se encontraban en la co­munión de un sueño, defensores ambos de la libertad divina e intercesores ambos, el uno juntamente con Jeremías (v.) ante Dios con sus plegarias, y el otro, juntamen­te con las naciones, con su espada. Quince años antes, en el destierro de Antioquía, Onías III había sido muerto por el pontí­fice simoníaco Menelao, y con él desapare­ció el último oasis de milagrosa paz. Jerusalén era asediada por el helenismo, y la gran fuerza de Onías se hizo patente en la ruina que siguió a aquel asedio. Seleuco había puesto en movimiento soldados y armas; Onías, ángeles; y mientras durase su plegaria, Seleuco no podía vencer. Y no venció: cuando envió a los suyos a robar el tesoro del Templo, los sacerdotes sólo les opusieron su dolor: «quien contemplaba el rostro del sumo sacerdote se sentía el corazón herido».

También Dios lo contem­pló y se sintió herido en el corazón, y des­encadenó su cólera contra el ministro del rey y le abatió «mudo y sin esperanza de salvación», y hubo de ir el pontífice desde­ñado a restituírsela: «Da gracias a Onías, el sumo sacerdote, porque por amor a él el Señor te ha dado la vida. Y tú, así castigado por Dios, anuncia a todos cuá­les son las maravillas de Dios y cuál es su poder». Pero más fuerte que los ánge­les, la calumnia gritaba contra Onías. No invocó las milicias de Dios: le bastaba sal­var el Templo; y prefirió ir a Antioquía a defenderse ante el rey. No volvió jamás.

Antíoco IV le dio el pontificado a Jasón por 360 talentos, y más tarde a Menelao por 760. Nombres griegos, tráfico de cosas santas en manos de un rey pagano y pon­tífices distrayéndose en un gimnasio entre los efebos. Onías seguía viviendo, muy le­jos, a la sombra de un templo de Apolo, y vituperaba a los indignos. Su voz era la voz de un anciano, mas para Menelao aquella débil voz era intolerable, con ella le hablaban Dios y su conciencia; y en 169 a. de C. la redujo al silencio. «Antíoco se entristeció en su alma por Onías, y lloró compadecido, recordando la sobriedad y la modestia del muerto». Testimonio de un pagano: la tradición judaica talmúdica es­cuchó las calumnias de aquel pontífice que había cambiado en Jasón el sagrado nom­bre de Jesús, e hizo de Onías un cismático partidario de Egipto, fundador del templo herético del Nilo.

El peso del Talmud (v.) sigue todavía abrumando inexorablemente la pureza de Onías y excluyéndole del nú­mero de los héroes de Israel. Pero el sueño de Judas brilla en el libro segundo de los Macabeos como un reproche: Onías al lado de Jeremías. Es un sueño en lengua griega: quizá demasiado poco para la his­toria o quizá demasiado alto.

P. De Benedetti