Protagonista del relato de su nombre (v.) de Voltaire (1694-1778). Nacido en una estrella, a modo de celeste Gulliver (v.), es capaz de medir el mundo en cuatro pasos; caminando, «de Luna a Luna» atraviesa todo el firmamento hasta llegar a la «lucecica» de la tierra, en un «viaje filosófico» por el inexplorado universo, hecho únicamente por afán de saber. ¿Pero quién es Micromegas? Si Montaigne hubiese gustado de contar fábulas, quizá hubiera inventado antes que Voltaire esta figura de indulgente sonrisa, de hombre escéptico que no fía ni siquiera en sus propios ojos, y quiere conocer las cosas en su más secreta esencia; que considera que todo cuanto existe es relativo y para quien el universo entero, y la humanidad en particular, sólo tienen sentido en la ironía.
Y si Jonathan Swift (1667-1745) hubiese creído en los hombres como creía Voltaire, el cual, al fin y al cabo, por boca de su gigante se excusa continuamente y los compadece por no ser otra cosa que insectos pequeños, innocuos y estúpidos, incapaces de vivir, tal vez hubiera narrado por su cuenta la historia de ese prudente habitante de las estrellas que sabe dejar a los hombres el más grande y más beneficioso de los dones en forma de página blanca, abierta y disponible para todas las ilusiones que puedan hacerles vivir.
Pero ni Montaigne ni Swift eran capaces de inventar el ligero juego fantástico a que se entregan los pensamientos profundos y penetrantes, las reflexiones amargas y cáusticas y la indulgente ternura para con la implacable dificultad del destino humano que fueron de Voltaire y que en un espíritu más amable, en un espíritu romántico, se hubieran llamado «caridad»; ¿acaso no le temblaron las manos al buen gigante cuando vio a los hombres, minúsculos y atareados, «llevando su carga, inclinándose y volviéndose a enderezar»? ¿Acaso su primera palabra no fue una palabra de amabilidad y de simpatía? «Os ofrezco mi protección… no desdeño a nadie…».
En la figura del inmenso Micromegas, Voltaire revistió con el bonachón humor propio de los gigantes su áspero humor personal, aquel amargado temperamento en el que toda la vida disimuló, precisamente, la fraternidad que le unía, en una idéntica condición y en una idéntica suerte, a criaturas tan pequeñas y tan míseras que suscitaban su compasión. Y en realidad, es de Voltaire la «inextinguible risotada» con que el excelente hijo de Sirio comenta, más allá de todo racionalismo, la sucinta exposición de los variados, relativos y risibles sistemas filosóficos con que los animalejos que habitan la tierra, aquellos seres «infinitamente pequeños» henchidos «de un orgullo casi infinitamente grande», intentan consolarse de sus errores inevitables y de su destino.
G. Veronesi