Mazeppa

Las aventuras de Ivan Stepanovic Mazeppa, que vivió entre 1644 y 1709, narradas por la historia y transfigu­radas por la leyenda, inspiraron numero­sas obras literarias y artísticas en distin­tos países. El primero que habló de Mazeppa fue el escritor polaco Jan Crysostom Pasek (16309-1701), que en sus Memorias (v.) le pinta en 1662 como un intrigante pendenciero, y refiere con maligna compla­cencia el castigo que le infligió un marido traicionado, mandándole atar desnudo a un caballo desbocado por la estepa.

A partir de este núcleo se desarrollaron un sinfín de tradiciones e invenciones, tan íntima­mente entrelazadas que es difícil separar unas de otras. En ellas se sigue la vida de Mazeppa desde su juventud hasta su muerte. Paje en la corte del rey de Po­lonia, Juan Casimiro, Mazeppa, antes de sus veinte años, era apuesto y audaz. «To­davía tiene la leche en los labios y sus conquistas son ya incontables», dice de él la Castellana al principio del drama Ma­zeppa (v.) de Juliusz Slowacki (1809-1849); su corazón es una puerta abierta por la que entra una mujer y sale otra, y sus miradas son como martillos que rompen toda resistencia… El desarrollo de la ac­ción demuestra con cuánta justicia puede calificársele de libertino.

Llegado, con el séquito del rey, a casa del voivoda, que vive con su joven esposa Amelia, de la cual está profundamente celoso, y un hijo de anteriores nupcias, secretamente ena­morado de su madrastra, Mazeppa es acogido con mal disimulada desconfianza. In­mediatamente asedia a la bella, pero sólo logra arrebatarle un beso; la escena de la seducción nos hace ver hasta dónde lle­gan su presunción y su descaro. Pero a su alrededor hierven las pasiones: en duelo con el hijo del voivoda, que le cree aman­te de Amelia, y rival del rey, enamo­rado también de ésta, Mazeppa se entera de que su señor se dispone a raptarla y para advertirla se oculta en su alcoba sin que ella lo sepa. El voivoda, que le es­taba haciendo espiar, acude de pronto: la mujer, ignorando la verdad, jura que en la alcoba no hay nadie y el marido, burlón, hace emparedar vivo a Mazeppa, el cual se calla caballerescamente para no causar con su presencia a Amelia.

Los aconteci­mientos se precipitan: el hijo del voivoda se suicida y Amelia muere de dolor. El rey, advertido de la suerte de su paje, manda derribar el muro y condena al celoso voivoda a darse muerte. El voivoda perecerá, pues, antes de haber saboreado su venganza. No presenciamos la escena final, pero podemos oír los gritos e ima­ginárnosla a través de las palabras del voivoda: «Le prenden… le atan al caba­llo enfurecido… las cuerdas penetran en sus carnes desnudas… el caballo despe­dazará su cuerpo…». Pero Mazeppa vivi­rá. El drama de Slowacki termina al em­pezar la trágica cabalgata, a la que tan intenso relieve hubo de dar Victor Hugo en una de sus Orientales (v.). Por la es­tepa ucraniana el caballo desbocado lleva a su jinete: le siguen estremecidas ma­nadas de yeguas y luego los lobos y lue­go una bandada de cuervos que desciende a ras de suelo.

Durante tres días y tres noches Mazeppa, inmóvil en la grupa, gri­ta y llora; finalmente, jinete y caballo caen al suelo. Acuden entonces los cam­pesinos cosacos y desatan a Mazeppa y le curan. Pero Mazeppa ya no volverá a Po­lonia: la superioridad que le dan su ingenio y su fuerza le hace jefe de cosacos; las intrigas en que es maestro le hacen su­perar a los demás jefes, de tal modo que Pedro el Grande le nombra atamán y le pone a la cabeza de todos. Entonces concibe el atrevido plan de constituir una Ucrania libre, de cosacos independientes de Rusia; se rebela contra el zar y se alía con Carlos XII de Suecia, enemigo de aquél. Vencido en Poltava, con el sueco, quiere refugiarse en Turquía, donde morirá. La historia es narrada por Voltaire (V. Histo­ria de Carlos XII), y de ella tomó pie Byron para su poema sobre Mazeppa.

Nos hallamos en la noche que siguió a la ba­talla: Mazeppa refiere a Carlos XII, que alaba su maravillosa manera de cabalgar, cómo aprendió en la estepa… Para Victor Hugo la cabalgata se terminaba en un sím­bolo: el hombre lanzado a tan desenfrenada carrera era la imagen del genio, que co­mo él «il court, il vole, il tombe / et se relève roi» [«corre, vuela, cae / para levan­tarse rey»], enigmático final en el que se inspiró una mediocre sonata de Liszt. En Byron, Mazeppa ya no es únicamente el galán castigado, sino un soldado, aunque todavía no un héroe. Pero la mayor de las obras de arte en que revive su figura es el poema de Pushkin (1799-1837), Pol­tava (v.): allí descubrimos por fin su ver­dadera personalidad, que fue la de un jefe cosaco tan afanoso de gloria como de amor.

Había soñado la libertad para sí y para su pueblo; por ello, además de por sus hechizos personales, es amado por María, la dulce hija de Kochubei. Los padres de María se la niegan y él la rapta. Kochu­bei, entonces, denuncia al zar las intrigas del atamán; pero el zar tiene tanta confianza en Mazeppa que pone en sus manos al dela­tor, a quien Mazeppa manda ajusticiar. Ma­ría, que no llega a tiempo para implorar la gracia para su padre, enloquece; Pedro el Grande derrota a los ejércitos enemigos y Mazeppa, vencido, verá en su huida cómo vaga a lo lejos la blanca figura de su esposa perdida. Ésta volverá a aparecérsele como un fantasma, juntamente con la sombra de Kochubei, en el momento de su muerte. Otro poeta ruso, Rileiev, pin­ta a Mazeppa moribundo, atormentado por todos aquellos a quienes traicionó, mató o abandonó. «¡Maldito, maldito por los siglos de los siglos!», le gritan. «Pero con él — termina el poeta — se enterró la esperanza de Ucrania».

También en las canciones po­pulares y en la «Bilina del sueño» la figura de Mazeppa reaparece; pero en Rusia, ya sea por fidelidad al zar, ya por miedo, la memoria de Mazeppa ha quedado como la de un traidor. Más triste fue aún el des­tino que le tocó en Occidente; aparte de las obras literarias antes citadas, no me­nos de diez obras musicales — y entre ellas un drama musical español, tres italianos y otros tantos franceses —, así como varios pintores (recordemos a Vernet, en Mazeppa y los lobos) recogieron el tema de su aven­tura juvenil y de su cabalgata. Y aquel que en la guerra y en el amor fué un co­saco, pero cultivó, en su ambición, un grandioso y noble sueño de libertad, que­da convertido, ante la fantasía, de los ro­mánticos, en un simple «don Juan polaco».

M. B. Begey