Protagonista de la novela El amante de lady Chatterley (v.), de David Herbert Lawrence (1885-1930). Diríase que su autor quiso crear en ella un ejemplo de las dificultades que la mujer moderna debe arrostrar para resolver su situación frente a los problemas de la vida, que para ella se identifican en gran parte con los del amor y del sexo.
Este simbolismo es evidente en la novela y trae consigo más vastas implicaciones: Lawrence propone una solución al desequilibrio entre cerebro e instinto que envenena no sólo el amor sino toda la vida moderna. Su primer paso es una absoluta renuncia metafísica. En efecto, sólo pisando firmemente en tierra y renunciando a ir más allá es posible proceder a la revisión de la moral que se produce en lady Chatterley y que la conduce a un estado de serenidad decididamente inmoral a los ojos de la ética ortodoxa.
Lawrence halla que la posición mental y física de la mujer y del hombre modernos frente a sí mismos es hipócrita y nociva: obsesionados por el problema sexual y conscientes del valor del sexo, seguimos manteniéndolo reprimido en una vida secreta, avergonzándonos y asustándonos ante él y pervirtiéndolo en nuestra obsesión de ver en él el origen del pecado. En cambio, hacemos ostentación de nuestra vida mental. Pero de esta manera sólo vivimos a medias, ya que, como dice Lawrence por boca de uno de sus personajes, en un pasaje que podría ser considerado como el credo final de la protagonista, «el verdadero conocimiento surge de la totalidad de la conciencia; del vientre y del sexo no menos que del cerebro y del pensamiento… La vida de la mente es nociva; es necesario que resucite el cuerpo y entonces la vida del cuerpo humano será maravillosa en un maravilloso universo».
Para llegar a esa vida, lady Chatterley atraviesa la que podría parecer una paradójica purificación «in spurcitia». En su juventud conoció el amor del varón, el momento en que su egoísmo tuvo que ceder a un egoísmo más fuerte; pero sintió asco y pensó que «la bella y pura libertad de una mujer es infinitamente más valiosa que todo amor sexual» (aunque por otra parte no sabe concebir el amor en ninguna otra forma). Por ello, cuando después se halla unida a un marido inválido, la renuncia a aquel amor le es fácil y casi agradable: le parece comprender que «el sexo sólo es algo accidental», y que la intimidad entre dos criaturas es algo «más profundo y más personal».
Ésta es su etapa ortodoxa en la que por un momento puede hacerse la ilusión de haber hallado paz, como tantas otras mujeres, en una vida cómoda, desocupada y monótona, en la que incluso es posible complacerse en las formalidades sociales y en las cuestiones de etiqueta, aunque no demasiado, e interesarse, aunque no demasiado, por cualquier cosa. Incluso su momentánea evasión con Michaelis no hace sino confirmarla en aquella renuncia, impulsándola a aceptar estoicamente una vida vacía y egoísta, en la que se marchita su cuerpo falto de la debida atención.
Pero cuando va al bosque y encuentra al guardabosque Mellors, lady Chatterley siente de pronto la angustia de su estado: la naturaleza la despierta de su entorpecimiento e insinúa en ella el anhelo de un amor distinto del amor «conejero» e insano de Michaelis, un amor que sea un sano triunfo del cuerpo, que venza su esquivez y convenza y satisfaga dos egoísmos, fundiéndolos en uno solo y nuevo. Lady Chatterley siente que este impulso se le desarrolla oscuramente en ella partiendo de las mismas raíces de la vida, y por lo mismo la infidelidad a su marido se convierte en un acto necesario y justo, como la restauración de una justicia elemental que hubiera sido transgredida con su unión; uno y otro deben pagar aquella culpa con el sacrificio de su egoísmo.
Por otra parte, ella y su nuevo amante Mellors se dan cuenta de que arrostran «un nuevo ciclo de pena y de destino», y que su serenidad sólo podrá lograrse a través de dolores, repugnancias y frialdades, en una lucha no sólo con el mundo extraño, sino consigo mismos, para enderezar su propio cuerpo y su propia mente que crecieron torcidos. Pero cuando a través de penas y goces su amor llega a cumplimiento, éste lo es todo y no hay por qué querer pasar más allá. Es como si el momento fáustico se hubiera eternizado para ellos: Mellors lo expresa con el nombre, socialmente tenido por obsceno, del órgano sexual femenino, en el que se simboliza el goce sexual como acto de fuerza creadora y lo presente se une gozosamente con lo eterno.
Así ellos se subliman en el cuerpo y a través de su cuerpo, sin residuos. Lawrence parece indicar con su paz la primera instauración de aquel su mundo sano en el que la mente y el cuerpo se sitúan al mismo nivel de función y en el que «los hombres son hombres, con el valor de toda su ternura», y las mujeres son mujeres con el valor de toda su función, en el que se puede dar sin avergonzarse su nombre propio a cada cosa y en el que todas se estiman en su justo precio. Así lo cree el autor, por lo menos.
Porque considerándolo todo desde un ángulo visual distinto, es decir desde aquel ángulo meta- físico que para lady Chatterley no significa nada, su comportamiento podría parecer el fruto de un monstruoso egoísmo, y su mundo se vería lleno, no de sana serenidad, sino de la obsesionante presencia de John Thomas y de lady Jane, en su obsceno simbolismo.
N. D’Agostino