La Doncella de Orléans (v. Juana de Arco) de Friedrich Schiller (1759-1805) no se propone celebrar a la santa ni devolver al plano de la humanidad su aparición ni al de la realidad su actuación milagrosa, como había hecho Voltaire.
Schiller acepta la tradición que afirma la inspiración divina de la joven salvadora de Francia en su lucha contra los ingleses, y acoge también el hálito maravilloso que rodea su figura y sus actos, pero los convierte en el símbolo de su fe ideal y totalmente humana, y de la fuerza dominadora y creadora del espíritu, único e idéntico a sí mismo, independientemente de toda lisonja y sublime en su idea; también ve en ella un símbolo del drama del espíritu mismo, cuando aquella unidad se quiebra y se rompe.
La humilde pastorcilla de Domrémy, en el drama de Schiller, tiende desde sus primeros años a la soledad, que, en extáticos coloquios consigo misma y con el cielo, se puebla para ella de visiones. En una de éstas se le aparece la Virgen, que le revela la misión para la cual la ha elegido y a la cual ella se entrega con fervorosa exaltación, arrancándose a los lazos de la familia, abandonando su choza y los lugares queridos en que transcurrió su infancia, dejando su rebaño y renunciando a todos los goces y placeres de la vida, para correr en auxilio de su rey y ponerse — ella, la pura e ingenua muchacha — al frente de las tropas desmoralizadas y llevarlas a la victoria.
Y en efecto, cambia la suerte de la lucha en cuanto Juana aparece entre los soldados de Francia, como blanca mensajera del cielo, animándolos y arrastrándolos en pos de ella, mientras las filas de los ingleses se desbaratan y la victoria se les escapa de las manos,, tras lo cual puede besar de nuevo las banderas del rey de Francia, bajo cuyos pliegues vuelve a someterse el rebelde duque de Borgoña. Pero la victoria está vinculada a la renuncia de Juana a todo afecto terrenal y al amor, ya que sólo una «virgen pura» puede llevar a cabo la divina misión a ella confiada; y la mujer no ha nacido para sembrar el horror y la muerte, sino para amar y engendrar nuevas vidas.
Así, en el mismo triunfo de las armas, la naturaleza terrenal de Juana no tarda en delatarse, en el primer estremecimiento humano que la invade al oír las palabras de un joven enemigo, Montgomery, que en vano implora se le respete la vida en nombre de los afectos más queridos, de la dulzura que anida en el corazón de toda mujer y del amor que seguramente ella también espera. Y asimismo en la corte del rey todo le hablará de amor, y se proyectarán para ella brillantes bodas, y el propio arzobispo le habrá de recordar la misión de la mujer en el amor. Inútilmente ella se esforzará en encerrarse en sí misma y en invocar y buscar nuevamente el fragor de la lucha: ya no podrá volver a hallar la paz; la aparición misteriosa de un caballero de negra armadura, presagio de los males que sobre ella se ciernen, dice su turbación; y cuando Juana ve el rostro de Lionel, el joven general enemigo a quien va a dar muerte, un sentimiento desconocido la invade deteniendo su espada y paralizando sus fuerzas.
En ella se ha despertado el amor, y en el amor va implícito un sentimiento de culpa, que la hace indigna de su misión y cambia en suplicio interior el triunfo logrado al hacer coronar a Carlos VII en Reims; de tal modo, que cuando su padre, que jamás ha creído en su misión, se abre paso entre el pueblo y la acusa de brujería, en una insensata tentativa de salvarla del pecado, Juana no se defiende, antes deja que se desencadene contra ella la indignación popular y extrema sus maceraciones y sus penitencias. Expulsada de Reims y rechazada por todos, Juana llega hasta el fondo de la amargura, pero en su extrema humillación y en la expiación que la purifica, vuelve a encontrarse a sí misma.
Capturada por los ingleses, y ahora segura de resistir a los halagos del amor de Lionel, así como a cualquier otra amenaza del enemigo, Juana, nuevamente pura y digna de su misión, rompe sus cadenas, se escapa y va a reunirse con los suyos en la batalla que llega hasta el pie de su prisión, para cambiar la suerte de ésta y dar una vez más la victoria a su rey y para hallar en su muerte en el campo de batalla la exaltación y la ión. La Juana de Arco de Schiller vive por el conflicto que el poeta ha sabido crear en ella, que ya se anuncia tímidamente en su conmovido adiós a su tierra, para desplegarse luego, cuando la dureza de las armas suscita la protesta de su feminidad y nos convence incluso en aquellas ocasiones en que lo maravilloso parece alejarse demasiado de lo humano, mientras nos deja fríos, en cambio, el abuso que de ese mismo elemento maravilloso hace el poeta para demostrar la divina misión de Juana en su primera aparición ante la corte de su rey.
G. A. Alfero