Protagonista de la novela La casa de los siete altillos (v.), del escritor americano Nathaniel Hawthome (1804-1864). Entre el drama mitológico infrahumano de los Pyncheon (v.) y el drama de vida humana que se abre con su conclusión, Holgrave es el ambiguo mediador.
Su figura encarna una leyenda nibelunga americana que conduce a una especie de amanecer secular. Suspendido entre lo mitológico y lo humano, Holgrave posee elementos de ambos mundos y, hasta el final, no acaba de pertenecer por completo a ninguno de los dos. Como figura mitológica Holgrave es uno de los muchos «hechiceros» de Hawthorne — el último descendiente del brujo Matthew Maulé que doscientos años antes había maldecido al malvado fundador del linaje de los Pyncheon — y en tal calidad debe procurar que se consuma aquella maldición. Pero el vulgar mortal llamado Holgrave a quien Hawthorne confía tan grandioso papel poético es más bien un arquetipo cultural — un «hombre representativo» americano — que una figura literariamente desarrollada.
Es un joven pensativo, esbelto, bien parecido, vigoroso y despierto que se gana la vida como fotógrafo daguerrotipista. Antes de aposentarse en el destartalado desván de la casa de los Pyncheon, cuyo drama simbólico deberá presidir, ha llevado la vida de un «típico» nómada americano del siglo XIX. Vagabundo independiente y «seguro de sí mismo» desde su infancia, sin raíces que le aten a nadie y en plena libertad de recorrer el mundo «sin dar cuentas ni a la opinión pública ni a persona alguna», Holgrave no está vinculado a ningún lugar, clase ni oficio determinados. Pero al llegar a sus veintidós años, como transformista de un «music hall», ha sido ya — y ha dejado de ser — maestro, dependiente en un almacén provinciano, redactor político de un diario, incluso buhonero, dentista, oficial de marina, turista, miembro de una comunidad socialista y conferenciante defensor del hipnotismo. («Una novela a la manera del Gil Blas — observa el autor — adaptada a la sociedad y a las costumbres americanas ya no sería una novela»).
No hay el menor peligro de que ninguna de las referidas ocupaciones pueda «acaparar» a Holgrave, tomando posesión de él e interfiriendo su voluntad de nómada; por todo ello permanece inmaculado, llevando consigo, a través de las más diversas experiencias, infalibles salvaguardas contra la experiencia: la «natural fuerza de voluntad» y la incorruptible integridad moral (v. Ethan Frome y Silas Lapham) del puritano tradicional de Nueva Inglaterra. (Una vez derrumbado en América el universo moral puritano, la fuerza de voluntad y la integridad moral de Holgrave habrán de convertirse en el «último puritano», el Oliver Alden (v.), de Santayana, el esqueleto petrificado de una actitud moral que arrostra la experiencia humana con la absurda e impotente hostilidad de un dinosaurio fósil. Levemente alteradas estas cualidades constituirán en nuevas circunstancias la identidad moral del Roberto Jordán (v.) de Hemingway.
La muerte del puritanismo, que es el nacimiento de la América moderna, despoja a Holgrave, el vagabundo, de su tradicional «forma» interna, transformándolo en el Clyde Griffiths (v.), de Dreiser, o en el Mac de U.S.A. de Dos Passos, nómadas excluidos de toda íntima relación con la vida humana, y especialmente con la suya propia, no por una identidad moral que las rechace, sino, por el contrario, por falta de cualquier identidad moral que pueda rehusarlas o aceptarlas: objetos sin rostro y sin forma que flotan en medio del Caos). A su versatilidad práctica, Holgrave une la afición del hombre semi instruido por la pretendida especulación filosófica. Su alejamiento de los seres humanos y la ignorancia que de éste deriva alimentan en él, al igual que en el filantrópico Hollingsworth (v.) de la Novela de Blithedale (v.) un arrebatado entusiasmo por mal asimiladas teorías de «mejora social» y un ingenuo celo humanitario que le lleva a aficionarse a los reformadores, predicadores de la temperancia, místicos rurales de luengas barbas, y otras gentes excéntricas y extravagantes.
Extraño a las instituciones formales, Holgrave no está en situación de discernir la necesidad que en ellas, se traduce ni la función a que pueden responder; pero está exasperado por el «podrido pasado cubierto de musgo» que «yace sobre el presente como el cadáver de un gigante» y quisiera desembarazarse de todo ello y volver a empezar de nuevo. El papel de daguerrotipista bajo el cual este característico americano aparece simbólicamente es precisamente aquel género de «nueva profesión» — equivalente, en 1850, a la «mecánica plástica» de 1950 — a la que se aventura un muchacho hábil y emprendedor a quien nada arredra. Pero el daguerrotipo es también — y aquí el Holgrave terrenal se reúne con el Holgrave mitológico — un instrumento de hechicería que lleva a la luz la «fisonomía secreta» de las personas.
Porque «el manto, o mejor dicho la harapienta capa del viejo Matthew Maulé, había recaído sobre sus hijos», y entre los «atributos misteriosos» heredados por Holgrave se hallan, como daguerrotipista, su poder de «ver» con la impasible lucidez del espectador sobrenatural y, como hipnotizador, su poder de manejar a voluntad las almas en cuyo secreto penetra. Un puritano sentido de reverencia por la «santidad» del individuo le impide ejercer el segundo de estos poderes: desde su aislado desván se limita a observar la tragedia, vieja de doscientos años, cuya inminente conclusión ya conoce de antemano. Acabado el drama y consumada la maldición, Holgrave, una vez cumplidos sus mitológicos trabajos, rompe el «círculo mágico» de su estirpe y abandona su alejamiento, su impasibilidad y su libertad a la vez más y menos que humanos que le han hecho invencible ante la experiencia.
Gracias al amor de una «nueva» Pyncheon, Phoebe, se libera de lo infrahumano y de lo mitológico y pasa de la condición de espectador a la de partícipe, transformándose en el primer ser humano, Adán, a quien Phoebe, bajo la apariencia de Eva, acompaña en un nuevo mundo en el que los dioses son expulsados por los hombres.
S. Geist