Holofernes

Personaje bíblico del libro deuterocanónico que toma su título de la protagonista Judit (v., y v. Judit). El anónimo autor de esa breve pero sugestiva epopeya pinta con rasgos casi míticos la figura de Holofernes, comandante del ejército asirio, oponiéndola a la frágil heroína, en una hábil y eficaz escenogra­fía.

En efecto, Holofernes avanza sucesiva­mente desde remotos confines hasta el pri­mer término, donde su figura pierde casi súbitamente el relieve mágico que hasta en­tonces había poseído para cederlo a la ver­dadera protagonista. Su primera aparición se produce en los inmensos valles del Tigris y del Eufrates, cubiertos de innumerables turbas de infantes y jinetes y de ganado mayor y menor, que constituyen el enorme ejército preparado por Nabucodonosor (v.) para someter a los países de Occidente que se habían atrevido a negarle su obediencia. Parece una masa demasiado lenta y pesada, pero su avance es tan fulminante como im­placable: se vadean ríos, se franquean mon­tañas, se asaltan fortalezas, se asedian ciu­dades, se obliga a capitular a naciones en­teras, se conquista un inmenso botín y se entregan a las llamas extensos territorios.

Holofernes, casi invisible, mueve las palan­cas de mando de esta gigantesca máquina que avanza invulnerable hacia Occidente. Su nombre es «el terror de todos los pue­blos de la tierra». Una tras otra todas las ciudades y todos los reinos capitulan o le envían peticiones de paz. Sólo Israel — y éste es el segundo plano de la admirable perspectiva — osa prepararse a la resisten­cia. Todas las cumbres de sus montañas hormiguean de defensores, se alzan mura­llas alrededor de los más pequeños pueblos y todos los pasos que podrían abrir el ca­mino de Jerusalén son celosamente guarda­dos. Holofernes ni siquiera había oído ha­blar jamás de los israelitas. Pero en un consejo de guerra, Aquior, el jefe de los ammonitas, le hace un enfático elogio de aquéllos.

Impelido por el orgullo, Holofer­nes decide atacar inmediatamente él pri­mer baluarte de la defensa judía: Betulia (tercer plano de la sagaz escenografía). Luego de cortar los acueductos, su ejér­cito se prepara a lanzarse contra el ene­migo cuando, fingiendo una fuga clandesti­na, una bellísima mujer corre a implorar la protección de Holofernes. Es la escena final del drama: los dos personajes prepa­rados desde largo tiempo antes, se hallan finalmente uno frente a otro. Pero ya no cabe dudar de cuál será el resultado de su encuentro. Holofernes está vencido desde el primer momento: el primer deseo que la deslumbrante belleza de la mujer le ins­pira le desarma; su derrota es tal que llega a traducirse en una actitud suplicante, de imploración.

La audaz mujer, por su par­te, está tan segura de su victoria que re­trasa los acontecimientos a placer, hasta el instante propicio en que podrá levantar con seguridad la espada sobre la garganta de aquel crapuloso, poniendo en fuga con su frágil brazo uno de los mayores ejércitos del mundo. En el enorme cuerpo decapi­tado de Holofernes que yace a sus pies, en las tradicionales representaciones artís­ticas de la escena, se expresa con todo rigor la miserable inutilidad del poder ante una fe verdadera y un verdadero ideal, por grande que sea la desproporción de los medios al servicio de uno y otro.

C. Falconi