[Harpagon]. Es en El avaro (v.) de Molière (1622-1673) la más impresionante figuración de la avaricia, superior al Euclión (v.) de Plauto (v. Aulularia) y sólo comparable al Grandet (v.) de Balzac.
Euclión, como hombre, no es más que un sórdido avaro, y como personaje vive de efectos cómicos y de su ridículo destino, que ha de dejarle desenmascarado y despojado; pero Harpagon es la avaricia erigida en categoría universal, que rezuma por todos los poros de su ser. Por ello a su pasión por el dinero que posee se suma la que le inspira el dinero que habrá de conquistar, con lo cual el avaro se convierte en usurero, y a ello se suma todavía su codiciosa sensualidad, que viene a ser una avaricia de la carne que hace de él la personificación de un único y torvo afán de presa y de una insensata avidez de posesión.
Cuando a Euclión le roban su tesoro, queda convertido en un pobre maníaco burlado y vencido; Harpagon, en cambio, triunfará con toda su potencia, superando el efecto cómico con el sentido de lo trágico. Y su insensata persona, que se agarra a sí misma por un brazo creyendo coger al ladrón de su dinero, cobra súbita grandeza, imponiéndonos aquel respeto que se debe a todo cuanto, en el terreno que sea, alcanza sus límites extremos. El verdadero castigo de Harpagón no consistirá en la pérdida de su fortuna, sino más bien en el rápido proceso de disolución que le arrastra después de aquel momento culminante; para recobrar su preciosa cajita renunciará a la pasión de la carne y a la usura, y su codicia es reducida a la miserable contemplación del tesoro restituido.
Y, al final, lo único que queda de ese grandioso personaje es sólo un pobre avaro viejo, reducido a los límites de las más vulgares pasiones humanas.
U. Dèttore