Personaje de la novela Los novios (v.), de Alessandro Manzoni (1785- 1873). Gertrudis es una hija del siglo, que en todo y por todo obedece las leyes de la falsa religión adoptada.
El autor va describiendo la vida entera de aquel siglo, la cual, por no contener el sentimiento íntimo de Dios, ha de ser necesariamente vana, pomposa y barroca. El puntillo y la soberbia son las verdaderas divinidades de aquel siglo superficial y farisaico. Don Rodrigo (v.) mueve toda la acción para cumplir una promesa, para mantenerse fiel a una vil apuesta; el conde Attilio y el conde tío deben sostener a toda costa el honor del linaje; el Padre provincial, el del hábito y del cuerpo religioso a que pertenece; el Podestà, el prestigio de la doctrina jurídica formal; don Ferrante, el más inocente de todos, el honor de la ciencia oscura y sin utilidad, y el de las buenas reglas ortográficas.
En favor del prestigio del gobierno, el canciller Ferrer rebaja, primeramente, el precio del pan, y luego suelta sus alguaciles; y, para salvar la honra de un trono, don Gonzalo Fernández de Córdoba lleva a cabo una guerra funesta encaminada a la conquista de Casal Monferrato. Más tenebroso que todos, como héroe de este prejuicio del honor y de la dignidad, del fariseísmo del siglo, el Príncipe padre es, quizá, su expresión más compleja. En esta sociedad, todos son farisaicamente honrados.
Nadie viola el espíritu formal de las leyes; nadie impone abiertamente su voluntad. Jamás emplea el príncipe palabras duras. Guarda un respeto lleno de «politesse» hacia los deseos, las inclinaciones y los afectos de su hija, sobre cuya voluntad, no obstante, actúa de forma indirecta, casi mágicamente o cual un demiurgo, dando lugar a una atmósfera que poco a poco irá inspirando ciertos sentimientos determinados. «La sangre se lleva doquiera se vaya». En el alma de Gertrudis insinúase siempre la ponzoña del orgullo: «¡Qué madre abadesa!», «Haré lo que me parezca», «Obraré según me plazca»; todo ello son pequeñas y periódicas dosis de aquel veneno.
El paciente que lo toma se ve conducido fatalmente a sentir y aceptar la lógica de los nuevos torturadores; es, ciertamente, una víctima, pero, dado que se resigna a serlo, se convierte en cómplice de sus verdugos y opresores. Antagonista de su padre, crece formada de la misma sustancia espiritual de éste. En el convento se siente hija del príncipe; como educanda, disfruta de muchas pequeñas distinciones y privilegios; cuando monja, es la señora. Aun sus mismos sueños de muchacha y de adolescente, que, en la mayor parte de los casos, son fundamentalmente desinteresados, se hallan impregnados de mundanidad.
No sueña en el amor, sino en el amor-ostentación mundano, en el amor-vasallaje. Su misma inclinación hacia el paje no es más que vanidad satisfecha. En todo el episodio de Gertrudis percibimos cierta aflicción, y, como difusa, una grave compasión hacia la desventurada. El mismo retrato que nos representa por vez primera a la señora tiene algo de severo y misericordioso, y algunos de los rasgos de tristeza podrían valer también para una mujer no pecadora, por cuanto el ritmo del período tiene una lentitud solemne y compasiva, que dominará asimismo en otra famosa descripción: la de la madre de Cecilia.
L. Russo