[Scarlett O’Hara]. Heroína creada por Margaret Mitchell (1900- 1950) en Lo que el viento se llevó, melodrama presentado como novela histórica de la guerra de Secesión, que logró un éxito fabuloso.
Tanto la obra como la heroína figuran entre los más considerables ejemplares exóticos de la literatura americana: su innumerable progenie bastarda, cuya semejanza con ella es, a lo sumo, superficial, ha hecho difícil y necesario distinguir la bien construida figura de Escarlata de una legión de amazonas de hojalata pintada. Los caracteres de Escarlata que más se prestaban a la reproducción en numerosos ejemplares son fáciles de enumerar: cabello negro, rostro regular, casi bello, «cuidadosamente dulce», cuyos profundos hoyuelos sugieren la inocencia, pero cuyos ojos verdes son «turbulentos, obstinados y llenos de vida»; opulento pecho, estrecha cintura, manos y pies pequeños; temperamento irlandés; acento meridional; pasiones abrasadoras, y un cerebro práctico y frío.
El exotismo de Escarlata no debe buscarse en estos detalles, que responden a una serie de convenciones populares, sino en su coherencia dramática y psicológica. La mujer chillona, frágil, incomprensiva y abrumada por las pesadillas, que aparece al final de la novela, vencida pero no deshecha, representa una desviación con respecto a la muchacha de las primeras páginas, coquetuela encantadora y mimada, hija de un pendenciero y ambicioso irlandés y de una dama de rancio linaje meridional; pero nada de cuanto Escarlata ha hecho entre los 16 y los 28 años fue provocado por otra cosa que por los límites rigurosamente definidos de su propia sustancia atávica, a través y dentro de la cual se desarrolló, como tampoco ningún acto de su vida dejó de engendrar irremediables consecuencias, de las que no pudo evadirse.
Sus «orígenes» están establecidos con una claridad sólo posible a un escritor para quien el concepto tradicional de la Persona como organismo cerrado en un cerrado mundo orgánico sobrevive como un desnudo diagrama. Sus «motivos» se explican con la blanda seguridad de sí mismos propia de los autores de melodramas, pero también con la complejidad que distingue, entre éstos, a los grandes de los pequeños. Orígenes y motivos evolucionan con una lógica melodramáticamente perfecta: el terror del niño perdido, «impulsado por un miedo sin nombre a buscar entre la niebla gris la salvación que en alguna parte debe hallarse» que se apodera de Escarlata tras la muerte de su madre, se transforma en ciega sumisión a la tiranía de la necesidad cuando se lanza hacia la «salvación» pasando por encima de los cadáveres de hombres, principios e instituciones.
Mezclado al belicoso orgullo de sus antepasados irlandeses, y agravado por el sufrimiento consiguiente a la destrucción del Sur por los yanquis, se convierte en aquella ciega determinación que la lleva a afirmar: «Aunque tenga que robar o morir, vive Dios que jamás volveré a sufrir hambre». Estos orígenes y estos motivos, precisamente por serlo — porque exigen que los actos de Escarlata surjan de un Pasado y creen un Futuro, y porque no le permiten, por medio de ningún ejercicio de ingeniosidad o voluntad americanas, ser otra cosa que lo que es o escapar a lo que es —, hacen que Escarlata resulte, para la América moderna, una exótica en el sentido moralmente más resonante de la palabra.
S. Geist