Antagonista del drama El condenado por desconfiado (v.) de Tirso de Molina (15849-1648). Espadachín desenfrenado y sacrílego que lleva una vida de innominables delitos y de hechos vergonzosos, explotando la belleza de su amante Celia, Enrico es el hombre abandonado a instintos violentos que no consigue iluminar ni dirigir, y que, falto de ley moral, obedece sólo a su capricho: «mi gusto tengo de hacer / en todo cuanto quisiere».
A pesar de ello, hombre al fin, su alma embrutecida por el crimen conserva un piadoso amor hacia su anciano padre tullido al que él mismo cuida. Este hombre pecador es propuesto como modelo al ermitaño Paulo (v.), quien orgullosamente juzga suficientes para su salvación los diez años que ha pasado mortificándose en la soledad y en la oración. Malvada y generosa como su vida, sacrílega y, al mismo tiempo, virtuosa, el alma de Enrico es el campo de batalla del mal y el bien, donde aquél domina como soberano y éste disimula su pálida luz, en la cual, a pesar de su debilidad, brilla la esperanza extrema en Dios, el alba que anuncia el día.
Ante las canas de su padre, sus manos ensangrentadas se purifican y su barbarie tórnase cordura. Y cuando Paulo y Enrico unan sus destinos en una voluntad del mal que, por distintos caminos, les impulsa a una misma violencia contra la ley divina, mientras Paulo llevará en su crimen el pecado de su ciego orgullo cerrado a la esperanza, Enrico mantendrá la fe, no en sus obras, sino en la misericordia de Dios; y en el momento supremo, más lejano que nunca del arrepentimiento, su anciano padre hallará la fuerza suficiente para trasladarse a la cárcel y, con sus exhortaciones, vencer la obstinación diabólica de su, hijo, que marcha al patíbulo reconciliado con Dios.
De esta forma, la desconfianza en Dios de aquel que llevaba una vida de santidad destruye todas sus virtudes y le cierra el camino de la salvación, mientras que en el otro, crecido en el libertinaje e incapaz de obrar el bien, el humilde desprecio de sí mismo y la esperanza en un auxilio superior a sus fuerzas hacen fructífero el ejercicio de una sola virtud que, al final, redime su alma.
A. R. Ferrarin