Protagonista del pequeño poema de este nombre (v.) de Alfred Tennyson (1809-1892), quien quiso representar en él a uno de los «héroes del hogar»: Enoch, efectivamente, se sacrifica por entero para la salvación de los suyos y de su casa, incluso cuando ésta no es ya la suya.
Desde sus primeros rasgos, Enoch confirma su superioridad, que reside en el equilibrio natural de sentimiento y acción, lo mismo en la prosperidad que cuando la fortuna le es adversa. Fruto de este equilibrio es su éxito amoroso; y es razonable firmeza su resistencia a las primeras desventuras. Lo mismo puede decirse de su partida para la China: grave sacrificio, aun cuando todavía dentro de los límites de lo humano, ya que virtudes humanas son, en efecto, la preocupación por dejar resueltos todos los asuntos familiares, la confiada despedida y el recuerdo constante de los seres queridos (recuérdense el delicado episodio del rizo del hijo menor y el del curioso dragón chino adquirido para los muchachos).
Interviene la fatalidad con el naufragio, la muerte de sus compañeros y su absoluta soledad. Aquí empieza a hacerse heroica la virtud de Enoch: conformidad plena a los designios de Dios y esperanza total y única en su misericordia. Los diez años en la isla aparecen más bien, a los ojos de un lector atento, como la imagen de una inconsciente purificación interior.
Por fin, el regreso: su mujer y los hijos que aún viven han reconstruido humanamente su felicidad mediante el segundo matrimonio de Ana; para Enoch, pobre e inútil, reaparecer significaría destruirlo todo. Y aunque se da cuenta de que su cuerpo exhausto no soportará este último golpe, no maldice ni se da a conocer y aguarda silenciosamente la muerte con firme y plena conciencia de su sacrificio; únicamente una sola cosa hubiera querido llevar consigo a la tumba: el rizo de su hijo menor, quien ahora, ya muerto, le aguarda en el cielo; pero tiene el suficiente valor para restituir incluso esto a sus familiares vivientes, que ya no son suyos.
S. Baldi