Dido

La leyenda de Dido, en su fondo, es de origen semítico, pero la versión dada por Timeo, con la cual con­cuerda sustancialmente Justino, contiene elementos griegos.

Theioso (en fenicio, Elisa), hermana de Pigmalión, rey de Tiro, cuando éste dio muerte a su marido, huyó a Libia, cuyos indígenas le dieron el nom­bre de Dido — «errante», según Justino, aunque la verdadera etimología sigue discutiéndose —, y fundó Cartago. Solicitada en matrimonio, en forma amenazadora, por el rey de Libia, y obligada también por las presiones de sus conciudadanos, antes que traicionar la memoria de su marido prefie­re darse muerte arrojándose a una pira que ella misma preparó con el pretexto de un rito propiciatorio.

Según Justino (XVII, 4-6) el marido muerto es Acer­bas y el nuevo pretendiente Jarbas, rey de los masitanos; el relato de la fuga, el viaje y la fundación de Cartago es más difuso, y en él se alude a la piel de buey, que Dido cortó en finísimas tiras para delimitar el terreno concedido por los indígenas para la formación de la nueva ciudad. Según ese relato, Dido no se arroja a la pira, sino que sube a ella y se da muerte con una espada.

Pero todas estas narraciones son totalmente independientes del mito de Eneas (v.), con el cual las relaciona, en cambio, la versión virgiliana, indudable­mente tomada de La Guerra Púnica (v.) de Nevio y forjada sobre un esquema alejan­drino para explicar los orígenes del odio se­cular entre Roma y Cartago. En Virgilio, Di­do, que es la verdadera protagonista del can­to IV de la Eneida (v.), enamorada ya de su huésped Eneas, confía su amor a su hermana Ana (v.), la cual disipa sus es­crúpulos en relación con su difunto marido (Siqueo, en la Eneida). Una tempestad desencadenada por Juno obliga a Dido y Eneas a refugiarse solos en una caverna, en la que se consuma su amor; pero luego una advertencia de Mercurio no tarda en lla­mar a Eneas al cumplimiento de su desti­no, que le empuja hacia el Lacio.

Obedien­te, el héroe se dispone a partir, sordo al llanto y a las súplicas de Dido, la cual entonces, después de preparar una pira bajo pretexto de un rito mágico, sube a ella y se da muerte con una espada que Eneas le regalara, mientras éste se aleja con sus naves. Dido, cuando aparece por primera vez en el poema virgiliano, se halla en la triunfante madurez de su belleza, ex­perta pero tierna y sensible, y dotada de un melancólico sentimiento de compasión que es fruto de las dolorosas experiencias de su vida, que en cierto modo le parece ver renovadas en las trágicas aventuras de los desterrados troyanos.

De la compasión y de la admiración por la deslumbradora e imponente figura de Eneas, tal como el mismo héroe la dibuja en su propio relato, nace el amor, y con el amor el más com­pleto abandono, y un feliz arrebato libre de toda congoja: sentimiento tanto más complejo y pleno cuanto que la reina Dido tiene la impresión de haber hallado un nue­vo y veraz compañero de su vida, un hom­bre valiente y errante a quien acoger y un héroe a quien se propone salvar de su in­merecida desdicha ofreciéndole su trono y su reino.

Por ello el desengaño es tanto más atroz, cruel y súbito — ya que Eneas, obedeciendo el mandato de los dioses, decide su fuga y la lleva a cabo en secreto, como dudando de su propia firmeza — y la infeliz Dido queda completamente aniqui­lada y no piensa ya más que en morir. Muerte conmovedora, que es uno de los pasajes más justamente celebrados de la poesía mundial, en cuya descripción los impulsos del alma, sus altibajos, sus iras, su súbita excitación y el desesperado aban­dono y la decisiva desesperación de la he­roína se analizan con tan impetuosa minu­ciosidad que el poeta logra crear con ello un carácter absolutamente original y a la vez innegablemente universal.

Motivo ca­racterístico de Dido es, juntamente con su completa entrega a su amor, su típica in­comprensión del hombre amado. Cierto es que tampoco Fedra (v.) comprende a Hi­pólito (v.), pero por lo menos se da cuenta en seguida del abismo que la separa de éste, y reacciona con inmediata violencia. En Dido, en cambio, la incomprensión va implícita en el amor mismo; es ilusión que hasta el último momento la impulsa a con­siderar al hombre a través de su pasión, necesidad de crearse un tipo y de amarle con exclusión de cualquier otro hasta el punto de tener que renunciar a la vida ante la inevitable desilusión. Del pasado de Eneas, Dido sólo toma lo necesario para nutrir su pasión, ignorando el verdadero carácter del héroe y sin sospechar siquiera la misión que hace de él un esclavo del destino.

Por ello la desesperación que la llevará a la pira se halla ya en las pre­misas de su sentimiento, y su pasión es naturalmente desdichada por cuanto no tiene por objeto un hombre verdadero sino una ideal figura amorosa cuya única misión fuera la de amar. Con Dido, Virgilio creó uno de los mitos más vitales, un modelo . inevitable del amor desdichado, la típica pasión que celebra en sí misma su triun­fo y que en sí misma se consume, a pesar de las apariencias y las formas de la más completa entrega al amado: el morbo amo­roso destinado a vivir en tantas heroínas modernas y que emparenta la antigua reina de Cartago con una pobre burguesa exal­tada como Emma Bovary (v.).

En ello re­side la modernidad de la figura de Dido. Cuando aparece ante nuestros ojos, so­lemne y silenciosa, llevando «dones magní­ficos», conserva toda la estatura y la gra­vedad de las figuras clásicas. Pero esa gra­ve figura no tarda en animarse y vibrar: su tormento interior se traduce en rubores, estremecimientos y miradas, en sutiles de­licadezas de alma y de seducción, ignora­das o demasiado bien reprimidas por las heroínas de la tragedia griega. En los de­talles del relato virgiliano, en el estudio de la pasión amorosa y en el lamento de Dido, reaparecen más bien los motivos de Lina tradición alejandrina, que recuerdan sobre todo la Medea (v.) abandonada de Apolonio de Rodas (v. Argonáuticas) y en parte la Ariadna de Catulo (las homéricas Circe, v., y Calipso, v., apenas han brin­dado a esa figura algún rasgo).

La técnica es la del epilio, pero Dido, más rica en rasgos emotivos que en caracteres realis­tas, es en todo momento «el ideal de una mujer heroica según la imaginaba Virgilio» (Heinze). La predilección y la simpatía del poeta por este personaje contrastan con la hipótesis de quien pretende ver en él una alusión a Cleopatra (v.) según las versio­nes augústeas y contrasta asimismo con la interpretación de ese episodio como fru­to de una exigencia de la técnica ética más que de un momento esencial de la inspi­ración virgiliana. El relato halló una fiel reelaboración en manos de Ovidio (v. He- roídas, VII), el cual desarrolla el tema del lamento de la heroína abandonada, de acuerdo con los tópicos de la poesía erótica, pero siguiendo especialmente — y amplian­do — las líneas del discurso que Virgilio pone en boca de Dido.

Ésta se dirige a Eneas, no tanto con la esperanza de con­moverle como por necesidad de desahogarse; mientras le acusa de ingratitud, le advierte que los vientos contrarios se en­cargarán de vengar su traición, y le ruega que tenga al menos compasión de su hijo y de los Penates, y no los exponga a la tempestad. Le recuerda también que le salvó de su naufragio y que le sacrificó su fama y la fe que había jurado a la me­moria de Siqueo; pero Eneas parte sin sa­ber siquiera si en el seno de Dido palpita un hijo suyo, y abandona una tierra que podía haber sido suya, para aventurarse como extranjero en Italia; Dido le ruega que retrase al menos su marcha hasta que se aplaquen su dolor y los vientos.

Por lo demás, está decidida a morir: la espada que Eneas le regaló será el instrumento de su destino. La leyenda virgiliana fue siem­pre popular: a ella aluden Silio Itálico, Estacio, Claudiano, etc., y Ovidio atestigua que ésta es la parte más leída del poema. Juvenal menciona a las mujeres literatas que disputan acerca de la muerte de Dido, y más tarde San Agustín confesará haber llorado por el desdichado fin de la reina cartaginesa. Este fin se convierte en uno de los temas frecuentes en las declamacio­nes de los retores, como la de Ennodio (siglo V), y un poeta anónimo de la Anto­logía latina (ed. Riese, 83) escribió una epístola de Dido a Eneas a la manera ovidiana, pero acentuando los colores retóri­cos.

Por otra parte, nunca se desvaneció por completo la versión originaria según la cual Dido se había suicidado por fidelidad a su marido difunto: Ateyo el filólogo (siglo I a. de C.) se planteaba la duda de «si Eneas había amado a Dido»; y todavía después de los tiempos de Virgilio, a quien algunos escritores, especialmente cristianos que moralizan el mito y toman la defensa de Dido, acusan de falsedad (Minucio Félix, Tertu­liano, San Jerónimo y San Agustín; pero también Servio, Macrobio y Prisciano), mantienen sobre el particular una especie de polémica. En un epigrama anónimo de la Antología Palatina (v., XVI, 161), Dido pregunta a las musas por qué armaron con­tra ella a Virgilio, calumniador de su cas­tidad.

La oposición entre las dos versiones habrá de tener un eco célebre en el Pe­trarca, el cual, en contraste con Dante, que pone a Dido en el infierno entre los luju­riosos, reivindica en sus Triunfos (v.), con­tra «il pubblico grido» la fidelidad de aqué­lla a Siqueo. La figura de Dido fue pintada con especial predilección en los «romans» caballerescos sobre Eneas (v. Eneida) y los trovadores la recordaron y citaron también a menudo. En la literatura italiana más mo­derna, inspiró la célebre Dido abandonada (v. Dido), de Pietro Metastasio, que tanto éxito tuvo en su tiempo en los teatros ita­lianos.

Desarrollando el esquemático drama del antiguo poeta, Metastasio toma a su personaje en una situación que brinda la posibilidad de un despliegue rápido pero variado de sus sentimientos: del estado de ignorancia de los propósitos de fuga de Eneas, hasta la desesperación final que la conduce al suicidio; así el desdén y el furor, la humillación y los celos, el rencor y la ilusoria esperanza de reconquistar al perdido amante, la decepción desengañada y el odio maldiciente, permiten al poeta perfilar con sutiles rasgos todos los ma­tices de su apasionado tormento.

Natural­mente, esta Dido dieciochesca se halla muy lejos de las austeras profundidades virgilianas: es mucho más mujer que reina, o por lo menos es una pobre reina tierna e irreflexiva que, además de las inquietudes, manifiesta los impulsos afectados y adopta las frases amaneradas de una damisela maquillada e insincera, dotada de aquellos rasgos de amable candor a los que la mú­sica del siglo XVIII supo imprimir un acento de conmovedora veracidad.

En ri­gor, la Dido metastasiana tiene todos los caracteres típicos de un personaje de me­lodrama. Vive y se sostiene gracias a ele­mentos líricos que hallan plena correspon­dencia en sus aventuras y en su drama humano. El melodrama de Metastasio figu­ró entre los que más frecuentemente apro­vecharon para sus óperas los autores del siglo XVIII, desde Sarro a Galuppi y de Traetta a Paisiello: la música, al despojar a Dido de todo sentido dramático, la con­vierte en un personaje esencialmente lí­rico, cuyo dolor y cuya tragedia se resuel­ven en el lamento prolongado que fluye de la emoción melódica del canto.

Pero la emoción más sincera y cálida, que había de transfigurar a Dido convirtiéndola en un auténtico personaje dramático, no debía proceder del melodrama metastasiano, sino de la música de Henry Purcell, en cuya Dido and Aeneas (v. Dido), la heroína re­conquista todo el vigor y toda la pureza de la tradición virgiliana.

A. Ronconi y M. Bonfantini