Personaje de la novela David Copperfield (v.) de Charles Dickens (1812- 1870), y una de las figuras más populares de la literatura narrativa inglesa.
Dulce maníaco de ingenuidad angelical, sería la más alegre criatura de este mundo y viviría despreocupado y feliz, totalmente entregado a la bondad del prójimo, si de vez en cuando no viniera a obsesionarle el recuerdo de la cabeza de Carlos I. No como aparición espectral ni como íncubo pavoroso, sino como algo serio y profundamente sentido que ha llegado a sumarse al peso de su propio cerebro y que en cierto modo aumenta su dignidad y su responsabilidad.
Esta manera de sentir en su cabeza, siquiera sea algo nebulosamente y sin especificaciones precisas, todos los graves cuidados y los afanes del buen rey Carlos, perturba la beata paz del señor Dick y la redacción de su Memorial, documento al cual concede, sin saber exactamente por qué, la máxima importancia. Por lo demás, Dick no tiene otros ideales ni preocupaciones: es un hombre bueno que ama a los buenos, especialmente si le comprenden y le aprecian.
Alrededor de su cabeza diríase que Dickens quiere poner algo de aquella aureola de santidad con que Dostoievski rodea la frente dolorosa del príncipe Myshkin (v.); sea como sea, el problema que el ruso afronta con tanto empeño y profundidad — y que deriva de Cervantes, una de las primeras lecturas de Copperfield- Dickens—, se roza aquí como sólo de paso. Y por lo demás, en el curso de la novela el señor Dick, lo mismo que los restantes personajes, pierden mucho de su espontáneo frescor.
La novela, en efecto, es un desfile de figuritas que se reflejan en el ojo de David (v.), el cual hace de espejo: mientras el autor se contenta con hacerlas pasar anotando el tic nervioso de cada una, insistiendo en alguna rareza o algún rasgo característico sin pretender ahondar más, todo va bien. Pero en cuanto intenta penetrar más profundamente en ellas y mostrar lo que hay debajo de su piel, el cristal pierde su encanto y deja asomar bajo todas las figuras el mismo azogue, de una gris tonalidad sentimental algo opaca.
Así ocurre con el señor Dick, que a la larga se convierte en un hombre muy humanitario e incluso llega a poner en práctica sus bellas y en otro tiempo irreales cualidades, y que cuanto mayor razón adquiere — hasta el extremo de olvidarse de la cabeza de Carlos I — tanto más pierde otra razón distinta, que es la estética que le dio existencia.
N. D’Agostino