Es el dios que, en el teatro griego, era llevado a la escena mediante un mecanismo y que, con su autoridad ultraterrena, ponía fin y conclusión a una aventura que, de haberse debido desarrollar únicamente dentro de las posibilidades humanas, no hubiera tenido solución.
Es, pues, un personaje sin rostro y sin drama; más aún, es la verdadera negación de todo personaje y de todo drama, pero, precisamente por ello, merece que se le incluya en el mundo de las figuras imaginarias, que tantas veces lograron gracias a él la paz y el fin de sus fatigas. El «Deus ex machina» podía nacer únicamente en un teatro que se sintiera todavía muy vinculado con sus orígenes religiosos; más tarde, cuando la realidad se impuso a la escena, aunque no fue rechazado, tuvo que sufrir una profunda modificación: perdió aquel mínimo de imagen y de rostro que tenía para convertirse en mero concepto y en puro expediente para devanar las más intrincadas madejas. Ante todo se transformó en la «anacnórisis» o reconocimiento imprevisto, en cuya virtud, en el momento más desesperado de la acción, resultaban ser hermanos los enemigos, padre e hijo los rivales, nobles doncellas las camareras, etc.
Pero cuando el sentido espectacular triunfó sobre el verista, el «Deus ex machina» reapareció como tal y figuró como elemento vivo y magnífico en los escenarios de los siglos XVII y XVIII. Su mundo quedó, sin embargo, limitado al «ballet» y al melodrama; la comedia, la tragedia y el drama continuaron reconociendo su necesidad, pero no lo acogieron más que en sus transformaciones. Entre éstas, al lado de la anacnórisis, figura en primera línea, con la influencia de las representaciones edificantes de la Edad Media cristiana, el arrepentimiento, que incluso llegará a sustituir a aquélla en el teatro romántico.
El arrepentimiento es una especie de «Deus ex machina» interior, pero no menos súbito y desconcertante: de golpe, un empedernido criminal muda de aspecto y de actitud, renuncia a sus malos designios, se somete a la justicia y jura que cambiará de vida: el dios, en realidad ha llegado, pero, en lugar de aparecer, entre las nubes, señala sin ser visto al personaje con el toque de la gracia, cambia las relaciones escénicas y permite a todos recobrar el aliento. En el teatro moderno, el «Deus ex machiné» ha tomado múltiples formas; pero el espectador de hoy no siempre se da cuenta de su presencia.
Hacia fines del siglo pasado y a principios del nuestro, por ejemplo, un «Deus ex machina» muy usado fue aquel que podríamos llamar la «palabra decisiva»: una situación desesperada se cambia súbitamente con sólo pronunciar, en cierto tono y acompañándolas de determinado ademán, unas pocas sílabas que adquieren un valor mágico: así tenemos el «¡Denise!» que concluye la comedia de este nombre (v.) de Alexandre Dumas, hijo; el «¡Mamá!» con que se resuelve La enemiga (v.) de Dario Niccodemi. Es un «Deus ex machina» emotivo y pasional que viene a ocupar el lugar de aquel otro, de carácter ético, representado por el arrepentimiento, del mismo modo que su forma social, o sea la anacnórisis, había suplantado a su primitiva forma religiosa.
Y no olvidemos tampoco al «Deus ex machina» filosófico que aparece , en Así es (si así os parece) (v.) y, en el fondo, en todo el teatro de Pirandello. Es difícil establecer la psicología del «Deus ex machina»: ¿es un indicio de optimismo o de pesimismo? En realidad, nace de la obstinada exigencia de una conclusión pacificadora, exigencia inherente al hombre, y, a la vez, de la comprobación de lo difícil que es llegar a ello sin otras fuerzas que las humanas. En el fondo el «Deus ex machina» representa el originario sentido mágico que el hombre intuye en la existencia y, desde este punto de vista, puede descubrirse en toda conclusión o considerarse la conclusión misma en cuanto mágicamente resuelve las miserias humanas. Y sólo al hombre, que no siempre supo mantener vivo en su interior el contacto con esa magia, cabe imputar la culpa de que el «Deus ex machina» se haya podido transformar a veces en un pobre fantoche.
U. Déttore