Este extraño poeta francés (1619-1655) se convierte en personaje de un célebre drama de Edmond Rostand (1868-1918), que lleva su nombre (v.).
Cyrano es el representante más popular del «fin de siglo»; esto es, la figura en la que los motivos fundamentales del Romanticismo (v.), del Parnasianismo (v.) y del Decadentismo franceses se funden en una forma estilizada y vistosamente decorativa. Cyrano es romántico en el indefinido patetismo que encierra, en su espíritu de sacrificio y en su apasionado idealismo; es parnasiano en su amor por la frase y por el juego de las imágenes, así como en su facultad de objetivarse y sacrificar en un momento sus más vivos afectos al placer de perfeccionar con elegancia un bello episodio (como ocurre en la escena en que, bajo el balcón de Roxana, v., dicta a su afortunado rival las frases amorosas que éste debe pronunciar); es decadente, más aún que gascón, en su amor por el ademán acentuado hasta la exageración, y lo es sobre todo en la conciencia de los contrastes y de las contradicciones en que vive y en su interior embriaguez ora de entusiasmo, ora de amargura, ora de despiadada ironía.
Lo que hace de Cyrano un personaje intensamente teatral es el hecho de que él sea el primero y más exigente público de sí mismo; es su continuo estar «representando» ante sus ojos sin perder jamás en el juego una limpidez y una dignidad que le impiden caer en la afectación; pero lo que más le aproximó a las simpatías del público fue precisamente la derrota de todo ello.
En efecto, en la derrota Cyrano se purifica: cuando, en el último acto del drama, se nos presenta convertido en un pobre fracasado, reducido a aceptar de vez en cuando una taza de caldo que le ofrecen unas monjas caritativas, le vemos desprenderse súbitamente de su caparazón decadentista y sentimos cómo se afirma su auténtica humanidad. Es una humanidad que ya conocíamos, pero que hasta entonces había permanecido sumergida en el centelleante juego de sus salidas, de sus frases y de sus ademanes; para que se revelase hasta conmovernos, debía mostrarse indefensa y abatida.
En aquel momento Cyrano, el héroe charlatán finisecular, que reflejaba con brillante superficialidad las maneras y actitudes del eterno héroe francés, valiente, caballeresco y novelesco, cierra su época y al mismo tiempo la enlaza con aquel clima de cosas calladas y sufridas con que se venía afirmando hasta entonces el período intimista.
U. Dèttore