Toda época tiene su propio ideal humano. El hombre ideal de la Roma republicana era el «civis», el ciudadano ejemplar. En las más tenebrosas épocas de la Edad Media el hombre ideal era el guerrero encerrado en su férrea costra, cual la tortuga en su concha, y presto, en su ciego valor, a afrontar con igual desparpajo a un ejército de sarracenos, a un dragón que respira fuego por todos los poros de su cuerpo monstruoso o a una hechicera que hace surgir maravillosos castillos de la nada para de nuevo aniquilarlos con la misma facilidad.
Otra época, la que media entre los siglos XVI y XVII, tenía su propio ideal en el espadachín seductor al estilo de don Juan (v.). En cuanto al pasado siglo, todos sus deseos, aspiraciones y ambiciones se hallan concretadas en el «hombre ingeniero» como supremo ideal humano. El ingeniero, esto es, el hombre que ejercita el ingenio, el que, vulgarmente, «se ingenia» y, más vulgarmente aún, «lo sabe hacer todo y por sí solo», es la expresión del ideal de una época prometeica como ninguna otra, puesto que trató de realizar el sueño de Prometeo (v.), de liberar al hombre del imperio de la divinidad.
El ingeniero, el hombre que edifica por sí solo su propia vida en un mundo ateo y sin injerencias de fuerzas superiores, personifica al hombre anhelado por el enciclopedismo y la revolución francesa, el «demiurgo laico». Y, en realidad, el XIX fue el siglo demiúrgico por excelencia, el de la más abundante, entusiasta y poética actividad constructora, llevada a cabo bajo el ojo muy poco autoritario de dos divinidades laicas: Civilización y Progreso.
Él que sólo consigo mismo puede contar porque no cree que ningún dios le asista, tal vez trabaje más voluntariosa y orgullosamente; y el siglo XIX, en efecto, poseyó en grado sumo la voluntad y el orgullo del trabajo. En cuanto al humanitarismo, otra de las cualidades fundamentales del pasado siglo, pudiera también ser debido al alejamiento de la idea de Dios: el hombre, no creyendo ya en el amor de Dios ni en el amor a Dios, creyó deber aumentar proporcionalmente su amor hacia el prójimo, amor, en el fondo, del hombre a sí mismo: considerándose independiente y consciente, se juzga más digno de amor (y de «estima»: no olvidemos que el siglo XIX es el inventor del amor-estima) que el hombre dependiente e inconsciente (la «criatura de Dios»).
No es que el ingeniero del siglo pasado excluya a Dios de su mente; por lo menos, el que aquí nos ocupa (ya que existe otro tipo de ingeniero de dicha época, que tiene mentalidad atea y aun netamente anárquica en los casos más característicos). Pero su Dios no es el Jehová inaccesible y vengativo, no es el Dios de los Ejércitos, sino un Dios moderno a su vez y progresista, sin altares ni imágenes, sin genuflexiones ni ayunos, un Dios, o, mejor, un Ente, para decirlo con palabras de la época, que es la Mente y la Ciencia supremas; que es, por lo tanto, en un mundo superior lo que el ingeniero en éste.
Dios, en definitiva, es, para el ingeniero del último siglo, una forma de dignidad mental y de modelo moral, así como para la clase aristocrática y la alta burguesía es, más bien, una forma de buena educación. Hasta aquí, pues, una debida introducción a la figura del ingeniero Cyrus Smith, primer personaje, más que protagonista, de La isla misteriosa (v.) de Jules Verne. Veamos cómo nos lo describe el autor: «Cyrus Smith, originario de Mas- sachussets, era un ingeniero y un científico de primera categoría, al que el gobierno de la Unión había confiado, durante la guerra (de Secesión) la dirección de los ferrocarriles, que tan gran importancia estratégica tuvieron.
Típico americano del Norte, enjuto, huesudo, desgarbado, de unos cuarenta y cinco años, encanecidos sus cabellos muy cortos así como el bigote, poseía una de aquellas hermosas cabezas «numismáticas» que parecen hechas ex profeso para ser acuñadas en medallas, una mirada ardiente, una boca que expresaba seriedad y la fisonomía de un sabio de la escuela militar. Era uno de esos ingenieros que han querido empezar por el manejo del martillo y el pico, al igual que los generales que han querido principiar como soldados rasos.
Por ello, Cyrus Smith unía a la ingeniosidad de la mente una perfecta habilidad manual. Sus músculos demostraban una notable tonicidad. Verdadero hombre de acción a la vez que de inteligencia, actuaba sin esfuerzo bajo la influencia de una amplia expansión vital y el dominio de la viva perseverancia que desafía a cualquier adversidad. Muy culto, «práctico» y, por decirlo vulgarmente, «despabilado», era un temperamento magnífico, por cuanto sin perder en ninguna circunstancia el dominio de sí mismo poseía en grado sumo las tres condiciones de vigor físico, impetuosidad de deseos y fuerza de voluntad.
Su lema hubiera podido ser el de Guillermo de Orange en el siglo XVII: «No necesito aguardar para emprender, ni acertar para perseverar». Cyrus Smith, modelo del ingeniero del siglo XIX, perfecto tipo de demiurgo, encuentra la manera de ejercitar sus demiúrgicas cualidades y de crear, al frente de los demás «náufragos del aire» — Gedeon Spilett, cronista del «New York Herald», el marinero Pencroff, el negro Nabucodonosor, llamado Nab, y el joven Herbert Brown—, un mundo de la nada, una colonia modelo y una república minúscula pero ejemplar, en aquella Isla misteriosa que reúne en sí misma las cualidades homéricas de la Ilíada (v.) y la Odisea (v.) extraídas del mítico mundo griego y