Una de las más sombrías heroínas de la mitología griega, hija de Tíndaro y de Leda, hermana de Elena (v.) y de Cástor y Pólux y esposa del atrida Agamenón (v.). Al casarse con éste, Clitemnestra se somete a un destino mucho más duro y tremendo que el de su hermana, ya que con ello entra en la trágica familia de los Pelópidas, donde habrá de verse envuelta en aquella fatal serie de crímenes familiares y de venganzas en la que ella misma tomará parte. Su historia, en la apariencia exterior de los hechos, es completamente humana y, como tal, odiosa en su demasiado cruda naturaleza.
De Agamenón tuvo tres hijos: Ifigenia (v.), Electra (v.) y por fin Orestes (v.). La primera era apenas adolescente cuando Clitemnestra supo de Agamenón su siniestro propósito de sacrificarla, en Aulide, para obtener de los dioses los vientos indispensables a la marcha de la flota griega y a la continuación de la empresa de Troya. Y el horrible sacrificio se cumplió, a pesar de las desesperadas protestas de la madre. En el estado de ánimo provocado por esta primera tragedia, durante los largos años de ausencia de Agamenón, Clitemnestra fue fácil presa del adúltero Egisto (v.).
Y al regreso de su marido, el viejo resentimiento y las instigaciones de Egisto la persuadieron a darle muerte. Siguen unos breves años de congojas y tormentos, en el palacio donde sólo queda Electra, enemiga suya, con el constante dolor por la muerte de Ifigenia y la honda preocupación por Orestes, desaparecido en su infancia. Finalmente, éste regresa, vengador, y Clitemnestra, que se interpone en vano y vacilante entre él y Egisto no puede hacer sino morir juntamente con éste, en pago de su delito y a manos de su hijo.
Pero esta serie de acontecimientos tan terriblemente encadenada, en la cual Clitemnestra halla las razones y busca la justificación de sus actos, es en realidad el resultado de una previa disposición del Destino. Y Clitemnestra se da cuenta de ello, no para rebelarse o intentar escapar, sino únicamente en cuanto ese oscuro pensamiento confirma la absoluta necesidad de todo cuanto hace.
Y así de esa perfecta adhesión de su voluntad a la del Destino, de esa completa aceptación de sus pasiones, que se presentan demasiado naturales a la vez que necesarias, la figura de Clitemnestra cobra una sombría fuerza de sugestión, un tenebroso color sin el menor vislumbre de claridad y una odiosa coherencia que hacen de ella quizá la más terrible entre las figuras del teatro griego.
Tal se nos aparece en el mito homérico, así como en la Orestíada (v.) de Esquilo, en la Electra (v.) de Sófocles y en la Ifigenia en Aulide, en la Electra (v.) y en el Orestes (v.) de Eurípides. El momento más puro y conmovedor de su historia, cuando Clitemnestra se halla al borde de la monstruosa serie de hechos que habrán de llevarla a su extrema ruina, es aquel en que defiende a su hija Ifigenia, intentando en vano sustraerla al sacrificio en Aulide.
Entonces la vemos, quizá por única vez, merecedora de compasión. En la Ifigenia (v.) de Hacine, Clitemnestra se reviste en tan atroz coyuntura de una trágica majestad y de un ímpetu desdeñoso, cuando echa en cara a su esposo los horrores de la casa de Atreo que ahora su crueldad reanuda, y nos deja adivinar su invencible rencor hacia aquél. Aun así, en virtud de su propia naturaleza, que no le concede más que torturas siempre parecidas y lógicos resentimientos, privándola de fecundos contrastes interiores, Clitemnestra aparece en todas estas obras como un personaje de segundo plano.
M. Bonfantini