Juntamente con Lantenac (v.) y Gauvain (v.) es uno de los tres protagonistas de El Noventa y tres (v.) de Víctor Hugo (1802-1885). El episodio a que su nombre está vinculado figura en las últimas páginas de la novela, cuando él, delegado de la Convención, condena a muerte a su hijo adoptivo Gauvain, culpable de haber favorecido la evasión de Lantenac, y se suicida de un pistoletazo en el mismo momento en que la cuchilla de la guillotina cae sobre el cuello del joven.
Cimourdain quiere ser el representante de una generación atormentada en la que lentamente se realizaba la transición entre el siglo XVIII y el siglo XIX; sacerdote, siente sucumbir su fe a los embates de la ciencia; al estallar la revolución, abraza su causa con el mismo ingenuo fervor con que en otro tiempo abrazara el sacerdocio, y contempla los nuevos ideales humanos con la misma severidad con que contemplara entonces los divinos.
Su virtud consiste en su intransigente sed de justicia, y su tara en la necesidad de vivir según la razón, definiendo una vez para siempre los principios que debe seguir y a los cuales debe rígidamente ceñirse. En el período fluido y cambiante en que debe vivir, nada es más inadmisible que esta intransigencia, y, desde este punto de vista, su drama es el de los hombres de la Revolución, nacidos en el clima de la Ilustración y obligados a apoyarse en rigurosas ideologías y a aplicarlas implacablemente a falta de una energía creadora capaz de sugerirles nuevas actitudes adaptadas a la continua mutación de los acontecimientos, cuya incoherencia no saben superar.
La postura dogmática de Cimourdain le aproxima a su antagonista Lantenac, partidario de la monarquía pero más vivo y verdadero que aquél. En el contraste entre Cimourdain y Lantenac, la lucha entre una tradición que nace y una que muere está considerada en aquel momento de crisis que el nacimiento tiene en común con la muerte: uno y otro se ven obligados a buscar su fuerza en la intransigencia de una ideología aceptada hasta el fondo; uno y otro saldrán derrotados de su empresa, y en uno y otro una humanidad que rebasa todos los esquemas sufrirá impotente con su eterna buena fe.
U. Dèttore