Fue el Sumo Sacerdote judío que condenó a muerte a Jesús. Caifás es un apodo de significación incierta; su nombre era José. Su permanencia en el cargo durante dieciocho años (18-36 d. de C.) en un tiempo en que la autoridad romana deponía con gran facilidad a los Sumos Sacerdotes, demuestra las cualidades diplomáticas de Caifás: una diplomacia de bajo nivel moral, puesto que le hizo posponer los deberes de su cargo a la preocupación de no indisponerse con la autoridad extranjera.
Su espíritu de adaptación le hizo pronunciar un día unas palabras que, a pesar de su mala intención, constituían una profecía. Cuando, después de la resurrección de Lázaro (v.), los fariseos estaban alarmados e indecisos en cuanto a la conducta a seguir con Jesús, Caifás advirtióles: «No entendéis nada ni pensáis en que más nos conviene que muera un solo hombre por el pueblo antes que perezca toda la nación» (Evangelio de San Juan, v., cap. XI, 50).
En su casa se decretó la captura de Jesús mediante el engaño, y el monte sobre el que la tradición sitúa este palacio se llama aún: «el monte del mal consejo». Caifás presidió el Sanedrín que procesó a Jesús, y, después del desastroso fracaso de los testigos falsos, fue él quien precipitó el interrogatorio preguntando claramente a Jesús si se consideraba el Mesías e Hijo de Dios.
Su gesto teatral de rasgarse las vestiduras y las palabras: « ¿Qué necesidad tenemos aún de testimonios? Vosotros mismos habéis oído la blasfemia», ponen de manifiesto la prisa y la mala fe con que procuró conseguir a toda costa que el proceso acabara según el deseo de los fariseos. Es posible que se debiera también a su astucia el triunfo del Sanedrín frente a las resistencias de Pilatos (v.).
De ser cierto lo que dice Flavio Josefo (v. Antigüedades judaicas, cap. XVIII, IV, 3), o sea, que Caifás fue depuesto por el legado romano Vitelio para complacer a los judíos, nos hallaríamos ante el clásico ejemplo de hombre «desagradable a Dios y a sus enemigos». Su habilidad, que le arrastró del compromiso a la injusticia, no pudo salvarle de la última ignominia, y, según la leyenda, empezó a expiar ya en este mundo la culpa de haber entregado a Jesús a la muerte.
S. Garofalo