Es la vieja alcahueta que aparece en el Auto da Barca do Inferno (v. Barcas), una de las Obras (v.) de Gil Vicente (de 1465 aproximadamente hasta después de 1536), en la que el complejo espíritu del autor, vacilante aún entre la Edad Media y el Renacimiento, se manifiesta en una sátira de una virulencia muy erasmista.
Eco lejano de Trotaconventos (v.) y de la Celestina (v.), Brígida Vaz recoge y acentúa en sí misma aspectos y motivos de los restantes personajes que figuran en esta nueva «Danza de la Muerte», símbolos, a su vez, de un mundo hipócrita y sin más luz de redención que la inocencia o el heroísmo. Cínica y astuta, vulgar y plebeya, consciente de la debilidad de la carne y siempre dispuesta a utilizar el amargo cebo de los sentidos, aparece en la escena con todo el bagaje de sus pecados: «Seiscientos virgos postigos / e tres arcas de feitigos / que nao podem mais levar. / Tres almarios de mentir, / e cinco cofres d’enlheios / e alguns furtos alheios…».
Hasta aquí, no obstante, nada demoníaco hay en ella; para captar su carácter, debemos salir de los mismos límites de la visión cual la concibiera el poeta y aún de su ficción teatral. Criatura ciega e irreflexiva, su perfidia es casi inconsciente, y, más que como una voluntad maligna, aparece como «instrumento» de un mundo vil y corrompido. Incapaz de distinguir el bien del mal, Brígida intenta incluso captarse las simpatías del Ángel guardián del Paraíso con sus bajas seducciones: «Angio de Deus, minha rosa… Eu sou Brizida a preciosa / que dava as mogas ós mólhos / a que criava as meninas / pera ós conegos da Sé».
Concepción típicamente medieval, Brígida representa la conciencia puesta al servicio de la naturaleza, y éste es su pecado. Pero aunque tratada con excepcional vehemencia, se adivina en el autor una simpatía irónica que comunica a la figura un realismo tan intenso como sólo el milagro del arte puede conferir.
C. Capasso