Alfonso VI, conquistador de Toledo, es uno de los personajes que, juntamente con el Cid (v.) y el »rey Rodrigo (v.), mayor material legendario han ofrecido a la poesía épica española (v. Cid y Romancero). Su figura aparece en la historia después del cerco de Zamora, cuando, asesinado su hermano Sancho II por mano de Bellido Dolfos (v.), hereda la corona de Castilla.
A la vez que ésta, que pasa a ceñir sus sienes precisamente cuando se hallaba tristemente prisionero en la ciudad que más tarde debía conquistar, asume también el papel de héroe de leyenda. El interés literario le acompaña en muchos romances, en los que siempre aparece en oposición al Cid. Así, a la muerte de Sancho, hallamos a este último, Rodrigo Díaz de Vivar, obligando a Alfonso VI a jurar en Santa Gadea que no tuvo parte en el asesinato de aquél (v. La jura en Santa Gadea).
Por tres veces le requiere Rodrigo que repita el solemne juramento sin el cual se niega a prestarle vasallaje, y tanta insistencia — prueba de lealtad del Cid, el cual prefiere estar con los muertos antes que con los vivos, es decir con los que le favorecieron antes que con los que le habrán de favorecer — provoca la enemistad del rey. Y así, cuando en el Cantar del Cid vemos a Rodrigo desterrado del reino bajo la acusación de haber saqueado por su cuenta tierras de moros, nos basta referirnos al resto del Romancero para hallar motivado el destierro en aquel famoso juramento.
En su transcripción literaria, Alfonso VI se nos presenta como un rey capaz de rencor, pero no en forma excesiva. Además del episodio de Santa Gadea. fueron necesarios muchos otros pretextos y calumnias de interesados cortesanos para que el rey se decidiera a separarse del Cid.
Más aún: una vez desvanecido el arrebato de cólera inicial que le ha hecho dictar la pena de muerte contra todos los burgaleses que apoyen al proscrito, aparte de la de «excomunión» que entonces un rey podía también imponer, Alfonso, vuelto en sí de aquella rabiosa furia que le ha impulsado a jurar que ni el oro ni la plata salvarían al Cid si lo sorprendía en sus Estados una vez pasado el plazo que le fijó, se va aplacando poco a poco.
Y si por un lado continúa viendo al guerrero que ha perdido la partida, por el otro le acosa y le conmueve la imagen de ese mismo soldado, que, a pesar de la ofensa sufrida, sigue considerándose su vasallo natural y honrándole de continuo con ofrendas de parte de su botín. La generosidad y la tenacidad del Cid en la lucha contra los moros impresionan doblemente al rey.
Ahora sólo se trata de mantener a salvo la dignidad real en las inevitables concesiones al de Vivar, que culminarán en el matrimonio de las dos hijas de éste bajo los auspicios del propio rey, y en la ayuda que Alfonso presta a su vasallo, aunque sea so capa de imparcial juicio, con ocasión del ultraje inferido a aquéllas por sus maridos en Corpes. Así, el duro y antipático Alfonso que hemos visto en los comienzos del poema se transforma poco a poco, a medida que penetramos en la historia, en el humano y afable protector de la buena causa del Cid.
F. Díaz-Plaja