[Albertine]. Personaje del ciclo de novelas En busca del tiempo perdido (v.) de Marcel Proust (1871-1922). «Los actos posibles de Albertina — escribe el autor — se sucedían en realidad en mí. De todos los seres que conocemos, poseemos un doble…
En mi corazón, a una gran profundidad, de la que era difícil extraerlo, se hallaba el doble de Albertina». La elegida entre las muchachas en flor, Albertina, es pues un eco prisionero que sólo existe en un corazón. Incluso a su ser físico se le niega autonomía de vida y de muerte; todos los acontecimientos en que se actúa y se define son únicamente proyecciones de los acontecimientos interiores en que consiste la vida del autor.
Antes de tocarla, todos ellos han tenido lugar como presentimientos, angustias y deseos en el alma de su amante, y no se cumplirán total y físicamente más que en él. Hasta la desaparición de la muchacha, que apenas precede a la ruptura deseada y premeditada por el propio amante; hasta su muerte, que apenas precede al inevitable momento del olvido. ¿Hay pues que creer que Albertina es un artificio? Sentimientos y vicios, verdad y artificio del ser se dejan a la preciosa indeterminación, al esfumado de un dibujo firme pero levísimo cuya distancia de la memoria funde y confunde, aunque dejándola incorrupta, su objetiva exactitud y su absolutez.
Ello sólo cambia en armonía con nuestras íntimas mutaciones, con nosotros mismos; y de la imagen provocadora, he aquí que emanan, como en un polvillo solar, los más diversos motivos de la vida psicológica: el deseo y la insatisfacción, los celos y la indiferencia, la beatitud contemplativa y la acuciante curiosidad, y los mil y mil «contrarios» de los sentimientos que el espíritu solicitado por aquel fecundo artificio forma, nutre y adorna, componiendo con ellos una especie de perfecto mosaico de infinitas piezas, que es a la vez eco y reflejo de una vida interior.
Albertina es uno de los rostros secretos del autor revelado por su palabra poética, por su lenguaje. Y realmente en el lenguaje, y no en la psicología, que en rigor es toda ella reflejo de su ser «doble», tiene la perturbadora joven su propia vida. Vive en las páginas en que aparece y desaparece, primero metafísica e inaferrable como una sombra, para dibujarse y fijarse luego en relieve en los «primeros planos» de la época del encuentro y de la convivencia, y volver luego a convertirse en vano y huidizo fantasma inmutable pero poco a poco evanescente, imagen una y otra vez filtrada por el trabajo de la memoria, y una y otra vez — y cada vez más — aligerada y al mismo tiempo liberada de sus propios gestos por obra del tiempo.
Así, la joven ciclista del balneario que un día aparece a contraluz sobre el dorado fondo del mar, viene a nosotros viviente, reductible a la irrealidad y a su mágica perfección por lo mismo que está plasmada, en su carne y en su sangre, de la vida fantástica y amante que es la vida verdadera de su propio autor.
G. Veronesi