[Achab]. Protagonista de la novela Moby Dick (v.), del escritor norteamericano Hermán Melville (1819-1891). Monarcas del Antiguo Testamento, titanes clásicos, Prometeo, Edipo, Ulises, Jesucristo, Lucifer, el rey Lehar y Fausto figuran entre los personajes históricos y los héroes de la imaginación occidental que presiden el nacimiento de este ballenero de Nueva Inglaterra.
La «alocada viuda de su madre» le da un nombre bíblico que esté de acuerdo con la sangrienta matanza Sacramental que es su misión profética. Y verdaderamente según la profecía, la pierna de su hijo será un día arrancada por Moby Dick (v.), la Gran Ballena Blanca. Y exactamente en su papel de profeta que cumple un «decreto inmutable», el viejo Acab, mutilado desatinado y salvaje, «hombre alto y grande, impío y sublime… con una crucifixión en el rostro», persigue a través de los vastos mares inexplorados la causa activa de sus sufrimientos.
Hace salir de sus apocalípticas profundidades la «monomaníaca encarnación» de los batalladores monstruos submarinos que la mente occidental, por su propia visión moral y dramática, ha creado dentro de sí misma, y desencadena sobre ellos «la suma de toda la ira y de todo el odio que la raza humana entera siente desde los tiempos de Adán». Entre estos monstruos del espíritu figura, y no en el último lugar, la paradoja que exige que el héroe sea un destructor en busca de su propia destrucción y también que el rasgo característico de su heroísmo sea el de un orgulloso reto titánico con el que acepta esa necesidad de destrucción o de autodestrucción, y, finalmente, que su grandeza suprema se identifique con el límite extremo de su agonía moral.
El drama ritual, «experimentado por ti y por mí mil millones de años antes de que este océano se extendiera», se traduce en un relato de caza de la ballena, pero no por ello deja de ser un drama de la mentalidad occidental que lucha consigo misma en un mortal abrazo. Perseo americano tostado por el sol, que por primera vez sale de la soledad de su camarote, Acab se yergue en el alcázar del «Pequod» sobre su pierna de hueso, «con toda la indecible, regia y abrumadora dignidad de un gallardo dolor».
De pies a cabeza, como un árbol herido por el rayo, está señalado por la cicatriz de una antigua «lucha elemental»; tiene el aspecto de «un hombre arrancado a la pira cuando el fuego ha devastado, recorriéndolos, todos sus miembros sin llegar a consumirlos». Al mismo tiempo que el «Pequod» queda para siempre rezagado, lejos de la seguridad de la tierra — o sea de eso que Hawthorne llama «los superficiales e ilusorios placeres de la existencia» — Acab rompe sus vínculos con la «magnética cadena de la humanidad» (expresión empleada también por Hawthorne, que se sirve de ella para su Ethan Brand, v., que viene a ser una versión de Acab más temperada).
Sus últimas briznas de amor humano son recogidas por su grumete Pip (v.), el negrito idiota, que es todo cuanto, de la humanidad de Acab, logra sustraerse al más que humano propósito que la devora. Pero Acab no puede dejar que el amor humano obstaculice su viaje hacia el «rugiente infinito», esto es, hacia algo que hay «más allá» del universo moral que lo ha creado y cuyo elemento primordial es el amor. De este universo Acab conoce ya los secretos: en 40 años de pescar ballenas ha descendido hasta su centro destructor, donde, «muy lejos de las fantásticas torres de la superficie humana, la raíz de la grandeza del hombre, toda su majestuosa y temible esencia, está sentada con viril pompa».
Pero él no se ciñe a este descubrimiento, sino a una «temeraria, inflexible, y ultra- terrena venganza» que debe triturar hasta sus últimas fibras todo cuanto ha descubierto. El hijo de la imaginación occidental, sacudido por la inmensa convulsión de su muerte, se vuelve enfurecido hacia la sustancia atávica de su propia vida — Grecia, Roma, Israel, el Cristianismo — que, por sus íntimas contradicciones, es la fuente de la agonía moral de esta vida, e intenta destruirla: «¿Pero cómo puede el prisionero llegar afuera si no logra atravesar el muro? Para mí la Ballena Blanca es este muro… Tal vez pienso que más allá no hay nada».
Acab quisiera experimentar «detrás del sol, el mundo sin gente»: penetrar en un nuevo universo, desconocido, impersonal y ya no humano, que estuviera más allá del bien y del mal; tal vez un puro vacío habitado por un dios matemático sin rostro; tal vez un terrible y frío éxtasis de una Bizancio americana. Y arroja contra el muro, esto es, contra la Ballena, a una chusma de amarillentos y silenciosos salvajes orientales, adoradores del fuego de un universo «fuera» de Grecia, de Roma, de Israel y del Cristianismo. Y para su caza se arma con un arpón mojado en la sangre de aquéllos, y sella el sacramento «bautismal» con el altísimo grito: «Ego non baptizo te in nomine patris, sed in nomine diaboli».
En la pura abstracción y en la pura animalidad de su barquero parsi Fedallah, Acab ve «proyectada la sombra de su futuro yo», y en la atormentada humanidad de Acab, Fedallah descubre a su vez «el cuerpo que se ha dejado atrás». Pero en este esfuerzo por ir «más allá», por «herir a través de la máscara» esta sustancia atávica, y en la representación de su preestablecido papel de ejecutor de una destructora necesidad suicida, Acab acepta de nuevo el repertorio de los actos morales y dramáticos que habían sido creados por sus antecesores, los progenitores y héroes de la imaginación occidental, al realizar una tras otra sus propias posibilidades morales y dramáticas.
Edipo (v.) se había empeñado furiosamente en su empresa ante el secreto de la Esfinge, los Titanes habían adoptado la clásica actitud del reto, el Ulises (v.) del Dante había concebido su sueño del mundo sin gente más allá del Sol, Fausto (v.) había bajado a las entrañas de la tierra y Lehar (v.), en la cumbre suprema de su locura, había descubierto en sí mismo el amor por un demente. Por lo demás, Acab se presenta sucesivamente y a un tiempo, como un homicida rey de Israel, como Jesucristo herido por la corona de espinas, como Lucifer (v.) imprecando orgulloso contra el cielo, como un mitológico matador de dragones, como Prometeo (v.) devorado por el buitre de su propio pensamiento, como un loco, como un visionario que contempla en su corazón una intolerable verdad, como un diabólico brujo, como un radiante semidiós, como una encarnación de la voluntad humana ebria de sí misma, como el «lugarteniente de las Parcas» que cumple contra su voluntad el decreto de un despiadado «dueño y señor oculto», como un malvado trágico y heroico.
«El ‘Pequod’ en marcha, cargado de salvajes y lleno de fuego, en el que arde un cadáver, y hundiéndose… en las tinieblas, parecía la materialización del alma de su monomaniaco comandante». Al hundir su arpón en la gran ballena Blanca, Acab es engullido por el mar juntamente con su presa y ya no vuelve a reaparecer. Con ellos se hunden el «Pequod» y su chusma, todos excepto el «huérfano» Ismael (v.), que sobrevive únicamente para contar la catástrofe de la civilización en que aquéllos han sido aniquilados. La obra no encontró lectores antes de que el mundo- de más allá del Sol dejase de ser en América una fantasía de artista para convertirse en un hecho histórico: estos huérfanos literarios (v. Eugenio Gant), que en la despoblada claridad interestelar de este mundo sentían la nostalgia de la oscuridad y de la agonía moral de una perdida «condition humaine», han convertido a Acab en el dios de numerosos cultos arcaicos.
S. Geist