Mientras no se conocieron las letras, o no era de uso general la
escritura, el depósito de todos los conocimientos estaba confiado a
la poesía. Historia, genealogías, leyes, tradiciones religiosas,
avisos morales, todo se consignaba en cláusulas métricas, que,
encadenando las palabras, fijaban las ideas, y las hacían más
fáciles de retener y comunicar. La primera historia fue en verso. Se
cantaron las hazañas heroicas, las expediciones de guerras, y todos
los grandes acontecimientos, no para entretener la imaginación de
los oyentes, desfigurando la verdad de los hechos con ingeniosas
ficciones, como más adelante se hizo, sino con el mismo objeto que
se propusieron después los historiadores y cronistas que escribieron
en prosa. Tal fue la primera epopeya o poesía narrativa: una
historia en verso, destinada a trasmitir de una en otra generación
los sucesos importantes para perpetuar su memoria.
Mas, en aquella primera edad de las sociedades, la ignorancia, la
credulidad y el amor a lo maravilloso, debieron por precisión
adulterar la verdad histórica y plagarla de patrañas, que,
sobreponiéndose sucesivamente unas tras otras, formaron aquel cúmulo
de fábulas cosmogónicas, mitológicas y heroicas en que vemos
hundirse la historia de los pueblos cuando nos remontamos a sus
fuentes. Los rapsodos griegos, los escaldos germánicos, los bardos
bretones, los troveres franceses, y los antiguos romanceros
castellanos, pertenecieron desde luego a la clase de poetas
historiadores, que al principio se propusieron simplemente
versificar la historia; que la llenaron de cuentos maravillosos y de
tradiciones populares, adoptados sin examen, y generalmente creídos;
y que después, engalanándola con sus propias invenciones, crearon
poco a poco y sin designio un nuevo genero, el de la historia
ficticia. A la epopeya-historia, sucedió entonces la epopeya
histórica, que toma prestados sus materiales a los sucesos
verdaderos y celebra personajes conocidos, pero entreteje con lo
real lo ficticio, y no aspira ya a cautivar la fe de los hombres,
sino a embelesar su imaginación.
En las lenguas modernas se conserva gran número de composiciones que
pertenecen a la época de la epopeya-historia. ¿Qué son, por ejemplo,
los poemas devotos de Gonzalo de Berceo, sino biografías y
relaciones de milagros, compuestas candorosamente por el poeta, y
recibidas con una fe implícita por sus crédulos contemporáneos?
No queremos decir que después de esta separación, la historia,
contaminada más o menos por tradiciones apócrifas, dejase de dar
materia al verso. Tenemos ejemplo de lo contrario en España, donde
la costumbre de poner en coplas los sucesos verdaderos, o reputados
tales, que llamaban más la atención subsistió largo tiempo, y puede
decirse que ha durado hasta nuestros días, bien que con una notable
diferencia en la materia. Si los romanceros antiguos celebraron en
sus cantares las glorias nacionales, las victorias de los reyes
cristianos de la Península sobre los árabes, las mentidas proezas de
Bernardo del Carpio, las fabulosas aventuras de la casa de Lara, y
los hechos, ya verdaderos, ya supuestos, de Fernán González, Ruy
Díaz y otros afamados capitanes; si pusieron algunas veces a
contribución hasta la historia antigua, sagrada y profana; en las
edades posteriores el valor, la destreza y el trágico fin de
bandoleros famosos, contrabandistas y toreros, han dado más
frecuente ejercicio a la pluma de los poetas vulgares y a la voz de
los ciegos.
En el siglo XIII, fue cuando los castellanos cultivaron con mejor
suceso la epopeya-historia. De las composiciones de esta clase que
se dieron a luz en los siglos XIV y XV, son muy pocas aquellas en
que se percibe la menor vislumbre de poesía. Porque no deben
confundirse con ellas, como lo han hecho algunos críticos
traspirenaicos, ciertos romances narrativos, que, remedando el
lenguaje de los antiguos copleros, se escribieron en el siglo XVII,
y son obras acabadas, en que campean a la par la riqueza del ingenio
y la perfección del estilo(14).
Hay otra clase de romances asistencia, viejos que son narrativos, pero sin
designio histórico. Celébranse en ellos las lides y amores de
personajes extranjeros, a veces enteramente imaginarios; y a esta
clase pertenecieron los de Galvano, Lanzarote del Lago, y otros
caballeros de la Tabla Redonda, es decir, de la corte fabulosa de
Arturo, rey de Bretaña (a quien los copleros llamaban Artus); o los
de Roldán, Oliveros, Baldovinos, el marqués de Mantua, Ricarte de
Normandía, Guido de Borgoña, y demás paladines de Carlomagno. Todos
ellos no son más que copias abreviadas y descoloridas de los
romances que sobre estos caballeros se compusieron en Francia y en
Inglaterra desde el siglo XI. Donde empezó a brillar el talento
inventivo de los españoles, fue en los libros de caballería.
Luego que la escritura comenzó a ser más generalmente entendida,
dejó ya de ser necesario, para gozar del entretenimiento de las
narraciones ficticias, el oírlas de la boca de los juglares y
menestrales, que, vagando de castillo en castillo y de plaza en
plaza, y regocijando los banquetes, las ferias y las romerías,
cantaban batallas, amores y encantamientos, al son del harpa y la
vihuela. Destinadas a la lectura y no al canto, comenzaron a
componerse en prosa: novedad que creemos no puede referirse a una
fecha más adelantada que la de 1300. Por lo menos, es cierto que en
el siglo XIV se hicieron comunes en Francia los romances en prosa.
En ellos, por lo regular, se siguieron tratando los mismos asuntos
que antes: Alejandro de Macedonia, Arturo y la Tabla Redonda,
Tristán y la bella Iseo, Lanzarote del Lago, Carlomagno y sus doce
pares, etc. Pero una vez introducida esta nueva forma de epopeyas o
historias ficticias, no se tardó en aplicarla a personajes nuevos,
por lo común enteramente imaginarios; y entonces fue cuando
aparecieron los Amadises, los Belianises, los Palmerines, y la
turbamulta de caballeros andantes, cuyas portentosas aventuras
fueron el pasatiempo de toda Europa en los siglos XV y XVI. A la
lectura y a la composición de esta especie de romances, se
aficionaron sobremanera los españoles, hasta que el héroe inmortal
de la Mancha la puso en ridículo, y la dejó consignada para siempre
al olvido.
La forma prosaica de la epopeya no pudo menos de frecuentarse y
cundir tanto más, cuanto fue propagándose en las naciones modernas
el cultivo de las letras, y especialmente el de las artes
elementales de leer y escribir. Mientras el arte de representar las
palabras con signos visibles fue desconocido totalmente, o estuvo al
alcance de muy pocos, el metro era necesario para fijarlas en la
memoria, y para trasmitir de unos tiempos y lugares a otros los
recuerdos y todas las revelaciones del pensamiento humano. Mas, a
medida que la cultura intelectual se difundía, no sólo se hizo de
menos importancia esta ventaja de las formas poéticas, sino que,
refinado el gusto, impuso leyes severas al ritmo, y pidió a los
poetas composiciones pulidas y acabadas. La epopeya métrica vino a
ser a un mismo tiempo menos necesaria y más difícil; y ambas causas
debieron extender más y más el uso de la prosa en las historias
ficticias, que destinadas al entretenimiento general se
multiplicaron y variaron al infinito, sacando sus materiales, ya de
la fábula, ya de la alegoría, ya de las aventuras caballerescas, ya
de un mundo pastoril no menos ideal que el de la caballería
andantesca, ya de las costumbres reinantes; y en este último género,
recorrieron todas las clases de la sociedad y todas las escenas de
la vida, desde la corte hasta la aldea, desde los salones del rico
hasta las guaridas de la miseria y hasta los más impuros escondrijos
del crimen.
Estas descripciones de la vida social, que en castellano se llaman
novelas (aunque al principio sólo se dio este nombre a las de corta
extensión, como las Ejemplares de Cervantes), constituyen la epopeya
favorita de los tiempos modernos, y es lo que en el estado presente
de las sociedades representa las rapsodias del siglo de Homero y los
romances rimados de la media edad. A cada época social, a cada
modificación de la cultura, a cada nuevo desarrollo de la
inteligencia, corresponde una forma peculiar de historias ficticias.
La de nuestra tiempo es la novela. Tanto ha prevalecido la afición a
las realidades positivas, que hasta la epopeya versificada ha tenido
que descender a delinearlas, abandonando sus hadas y magos, sus
islas y jardines encantados, para dibujarnos escenas, costumbres y
caracteres, cuyos originales han existido o podido existir
realmente. Lo que caracteriza las historias ficticias que se leen
hoy día con más gusto, ya estén escritas en prosa o en verso, es la
pintura de la naturaleza física y moral reducida a sus límites
reales. Vemos con placer en la epopeya griega y romántica, y en las
ficciones del Oriente, las maravillas producidas por la agencia de
seres sobrenaturales; pero sea que esta misma, por rica que parezca,
esté agotada, o que las invenciones de esta especie nos empalaguen y
sacien más pronto, o que, al leer las producciones de edades y
países lejanos, adoptemos como por una convención tácita, los
principios, gustos y preocupaciones bajo cuya influencia se
escribieron, mientras que sometemos las otras al criterio de
nuestras creencias y sentimientos habituales, lo cierto es que
buscamos ahora en las obras de imaginación que se dan a luz en los
idiomas europeos, otro género de actores y de decoraciones,
personajes a nuestro alcance, agencias calculadas, sucesos que no
salgan de la esfera de lo natural y verosímil. El que introdujese
hoy día la maquinaria de la Jerusalén Libertada en un poema épico,
se expondría ciertamente a descontentar a sus lectores.
Y no se crea que la musa épica tiene por eso un campo menos vasto en
que explayarse. Por el contrario, nunca ha podido disponer de tanta
multitud de objetos eminentemente poéticos y pintorescos. La
sociedad humana, contemplada a la luz de la historia en la serie
progresiva de sus transformaciones, las variadas fases que ella nos
presenta en las oleadas de sus revoluciones religiosas y políticas,
son una veta inagotable de materiales para los trabajos del
novelista y del poeta. Walter Scott y lord Byron han hecho sentir el
realce que el espíritu de facción y de secta es capaz de dar a los
caracteres morales, y el profundo interés que las perturbaciones del
equilibrio social pueden derramar sobre la vida doméstica. Aun el
espectáculo del mundo físico, ¿cuántos nuevos recursos no ofrece al
pincel poético, ahora que la tierra, explorada hasta en sus últimos
ángulos, nos brinda con una copia infinita de tintes locales para
hermosear las decoraciones de este drama de la vida real, tan vario
y tan fecundo de emociones? Añádanse a esto las conquistas de las
artes, los prodigios de la industria, los arcanos de la naturaleza
revelados a la ciencia; y dígase si, descartadas las agencias de
seres sobrenaturales y la magia, no estamos en posesión de un caudal
de materiales épicos y poéticos, no sólo más cuantioso y vario, sino
de mejor calidad que el que beneficiaron el Ariosto y el Tasso.
¡Cuántos siglos hace que la navegación y la guerra suministran
medios poderosos de excitación para la historia ficticia! Y sin
embargo, lord Byron ha probado prácticamente que los viajes y los
hechos de armas bajo sus formas modernas son tan adaptables a la
epopeya como lo eran bajo las formas antiguas; que es posible
interesar vivamente en ellos sin traducir a Homero, y que la guerra,
cual hoy se hace, las batallas, sitios y asaltos de nuestros días,
son objetos susceptibles de matices poéticos tan brillantes como los
combates de los griegos y troyanos, y el saco y ruina de Ilión.
Nec minimum meruere decus vestigia graeca
Ausi deserere et celebrare domestica facta.
En el siglo XVI, el romance métrico llegaba a su apogeo en el poema
inmortal del Ariosto, y desde allí empezó a declinar, hasta que
desapareció del todo, envuelto en las ruinas de la caballería
andantesca, que vio sus últimos días en el siglo siguiente. En
España, el tipo de la forma italiana del romance métrico es el
Bernardo del obispo Valbuena, obra ensalzada por un partido
literario mucho más de lo que merecía, y deprimida consiguientemente
por otro con igual exageración e injusticia. Es preciso confesar que
en este largo poema algunas pinceladas valientes, una paleta rica de
colores, un gran número de aventuras y lances ingeniosos, de bellas
comparaciones y de versos felices, compensan difícilmente la
prolijidad insoportable de las descripciones y cuentos, el impropio
y desatinado lenguaje de los afectos, y el sacrificio casi continuo
de la razón a la rima, que, lejos de ser esclava de Valbuena, como
pretende un elegante crítico español, le manda tiránica, le tira acá
y allá con violencia, y es la causa principal de que su estilo
narrativo aparezca tan embarazado y tortuoso.
El romance métrico desocupaba la escena para dar lugar a la epopeya
clásica, cuyo representante es el Tasso: cultivada con más o menos
suceso en todas las naciones de Europa hasta nuestros días, y
notable en España por su fecundidad portentosa, aunque generalmente
desgraciada, La Austriada, el Monserrate, y la Araucana, se reputan
por los mejores pomas de este género, en lengua castellana escritos;
pero los dos primeros apenas son leídos en el día sino por literatos
de profesión, y el tercero se puede decir que pertenece a una
especie media, que tiene más de histórico y positivo, en cuanto a
los hechos, y por lo que toca a la manera, se acerca más al tono
sencillo y familiar del romance.
Aun tornando en cuenta la Araucana si adhiriésemos al juicio que han
hecho de ella algunos críticos españoles y de otras naciones, sería
forzoso decir que la lengua castellana tiene poco de qué gloriarse.
Pero siempre nos ha parecido excesivamente severo este juicio. El
poema de Ercilla se lee con gusto, no sólo en España y en los países
hispano-americanos, sino en las naciones extranjeras; y esto nos
autoriza para reclamar contra la decisión precipitada de Voltaire, y
aun contra las mezquinas alabanzas de Boutterweek. De cuantos han
llegado a nuestra noticia(15), Martínez de la Rosa ha sido el
primero que ha juzgado a la Araucana con discernimiento; mas, aunque
en lo general ha hecho justicia a las prendas sobresalientes que la
recomiendan, nos parece que la rigidez de sus principios literarios
ha extraviado alguna vez sus fallos(16). En lo que dice de lo mal
elegido del asunto, nos atrevemos a disentir de su opinión. No
estamos dispuestos a admitir que una empresa, para que sea digna del
canto épico, deba ser grande, en el sentido que dan a esta palabra
los críticos de la escuela clásica; porque no creemos que el interés
con que se lee la epopeya, se mida por la extensión de leguas
cuadradas que ocupa la escena, y por el número de jefes y naciones
que figuran en la comparsa. Toda acción que sea capaz de excitar
emociones vivas, y de mantener agradablemente suspensa la atención,
es digna de la epopeya, o, para que no disputemos sobre palabras,
puede ser el sujeto de una narración poética interesante, ¿Es más
grande, por ventura, el de la Odisea que el que eligió Ercilla? ¿Y
no es la Odisea un excelente poema épico? El asunto mismo de la
Ilíada, desnudo del esplendor con que supo vestirlo el ingenio de
Homero, ¿a qué se reduce en realidad? ¿Qué hay tan importante y
grandioso en la empresa de un reyezuelo de Micenas, que,
acaudillando otros reyezuelos de la Grecia, tiene sitiada diez años
la pequeña ciudad de Ilión, cabecera de un pequeño distrito, cuya
oscurísima corografía ha dado y da materia a tantos estériles
debates entre los eruditos? Lo que hay de grande, espléndido y
magnífico en la Ilíada, es todo de Homero.
Bajo otro punto de vista, pudiera aparecer mal elegido este asunto.
Ercilla, escribiendo los hechos en que él mismo intervino, los
hechos de sus compañeros de armas, hechos conocidos de tantos,
contrajo la obligación de sujetarse algo servilmente a la verdad
histórica. Sus contemporáneos no le hubieran perdonado que
introdujese en ellos la vistosa fantasmagoría con que el Tasso
adornó los tiempos de la primera cruzada, y Valbuena, la leyenda
fabulosa de Bernardo del Carpio. Este atavío de maravillas, que no
repugnaba al gusto del siglo XVI, requería, aun entonces, para
emplearse oportunamente y hacer su efecto, un asunto en que el
trascurso de los siglos hubiese derramado aquella oscuridad
misteriosa que predispone a la imaginación a recibir con docilidad
los prodigios: Datur haec venia antiquitati ut miscendo humana
divinis primordia urbium augustiora faciat. Así es que el episodio
postizo del mago Fitón es una de las cosas que se leen con menos
placer en la Araucana. Sentado, pues, que la materia de este poema
debía tratarse de manera que, en todo lo sustancial, y especialmente
en lo relativo a los hechos de los españoles, no se alejase de la
verdad histórica, ¿hizo Ercilla tan mal en elegirla? Ella sin duda
no admitía las hermosas tramoyas de la Jerusalén o del Bernardo.
Pero ¿es éste el único recurso del arte para cautivar la atención?
La pintura de costumbres y caracteres vivientes, copiados al natural
no con la severidad de la historia, sino con aquel colorido y
aquellas menudas ficciones que son de la esencia de toda narrativa
gráfica, y en que Ercilla podía muy bien dar suelta a su
imaginación, sin sublevar contra sí la de sus lectores y sin
desviarse de la fidelidad del historiador mucho más que Tito Livio
en los anales de los primeros siglos de Roma; una pintura hecha de
este modo, decimos, era susceptible de atavíos y gracias que no
desdijesen del carácter de la antigua epopeya, y conviniesen mejor a
la era filosófica que iba a rayar en Europa. Nuestro siglo no
reconoce ya la autoridad de aquellas leyes convencionales con que se
ha querido obligar al ingenio a caminar perpetuamente por los
ferrocarriles de la poesía griega y latina. Los vanos esfuerzos que
se han hecho después de los días del Tasso para componer epopeyas
interesantes, vaciadas en el molde de Homero y de las reglas
aristotélicas, han dado a conocer que era ya tiempo de seguir otro
rumbo. Ercilla tuvo la primera inspiración de esta especie; y si en
algo se le puede culpar, es en no haber sido constantemente fiel a
ella.
Para juzgarle, se debe también tener presente que su protagonista es
Caupolicán, y que las concepciones en que se explaya más a su sabor,
son las del heroísmo araucano. Ercilla no se propuso, como Virgilio,
halagar el orgullo nacional de sus compatriotas. El sentimiento
dominante de la Araucana es de una especie más noble: el amor a la
humanidad, el culto de la justicia, una admiración generosa al
patriotismo y denuedo de los vencidos. Sin escasear las alabanzas a
la intrepidez y constancia de los españoles, censura su codicia y
crueldad. ¿Era más digno del poeta lisonjear a su patria, que darle
una lección de moral? La Araucana tiene, entre todos los poemas
épicos, la particularidad de ser en ella actor el poeta; pero un
actor que no hace alarde de sí mismo, y que, revelándonos, como sin
designio, lo que pasa en su alma en medio de los hechos de que es
testigo, nos pone a la vista, junto con el pundonor militar y
caballeresco de su nación, sentimientos rectos y puros que no eran
ni de la milicia, ni de la España, ni de su siglo.
Aunque Ercilla tuvo menos motivo para quejarse de sus compatriotas
como poeta que como soldado, es innegable que los españoles no han
hecho hasta ahora de su obra todo el aprecio que merece; pero la
posteridad empieza ya a ser justa con ella. No nos detendremos a
enumerar las prendas y bellezas que, además de las dichas, la
adornan; lo primero, porque Martínez de la Rosa ha desagraviado en
esta parte al cantor de Caupolicán; y lo segundo, porque debemos
suponer que la Araucana, la Eneida de Chile, compuesta en Chile, es
familiar a los chilenos, único hasta ahora de los pueblos modernos
cuya fundación ha sido inmortalizada por un poema épico.
Mas, antes de dejar la Araucana, no será fuera de propósito decir
algo sobre el tono y estilo peculiar de Ercilla, que han tenido
tanta parte, como su parcialidad a los indios, en la especie de
disfavor con que la Araucana ha sido mirada mucho tiempo en España.
El estilo de Ercilla es llano, templado, natural; sin énfasis, sin
oropeles retóricos, sin arcaísmos, sin trasposiciones artificiosas.
Nada más fluido, terso y diáfano. Cuando describe, lo hace siempre
con las palabras propias. Si hace hablar a sus personajes, es con
las frases del lenguaje ordinario, en que naturalmente se expresaría
la pasión de que se manifiestan animados. Y sin embargo, su
narración es viva, y sus arengas elocuentes. En éstas, puede
compararse a Homero, y algunas veces le aventaja. En la primera, se
conoce que el modelo que se propuso imitar fue el Ariosto; y aunque
ciertamente ha quedado inferior a él en aquella negligencia llena de
gracias, que es el más raro de los primores del arte, ocupa todavía
(por lo que toca a la ejecución, que es de lo que estamos hablando),
un lugar respetable entre los épicos modernos, y acaso el primero de
todos, después de Ariosto y el Tasso.
La epopeya admite diferentes tonos, y es libre al poeta elegir entre
ellos el más acomodado a su genio y al asunto que va a tratar. ¿Qué
diferencia no hay, en la epopeya histórico-mitológica, entre el tono
de Homero y el de Virgilio? Aun es más fuerte en la epopeya
caballeresca el contraste entre la manera desembarazada, traviesa,
festiva, y a veces burlona del Ariosto, y la marcha grave, los
movimientos compasados, y la artificiosa simetría del Tasso. Ercilla
eligió el estilo que mejor se prestaba a su talento narrativo. Todos
los que, como él, han querido contar con individualidad, han
esquivado aquella elevación enfática, que parece desdeñarse de
descender a los pequeños pormenores, tan propios, cuando se escogen
con tino, para dar vida y calor a los cuadros poéticos.
Pero este tono templado y familiar es Ercilla, que a veces (es
preciso confesarlo) degenera en desmayado y trivial, no pudo menos
de rebajar mucho el mérito de su poema a los ojos de los españoles
en aquella edad de refinada elegancia y pomposa grandiosidad, que
sucedió en España al gusto más sano y puro de los Garcilasos y
Leones. Los españoles abandonaron la sencilla y expresiva
naturalidad de su más antigua poesía, para tomar en casi todas las
composiciones no jocosas un aire de majestad, que huye de rozarse
con las frases idiomáticas y familiares, tan íntimamente enlazadas
con los movimientos del corazón, y tan poderosas para excitarlos.
Así es que, exceptuando los romances líricos, y algunas escenas de
las comedias, son raros desde el siglo XVII en la poesía castellana
los pasajes que hablan el idioma nativo del espíritu humano. Hay
entusiasmo, hay calor; pero la naturalidad no es el carácter
dominante. El estilo de la poesía seria se hizo demasiadamente
artificial; y de puro elegante y remontado, perdió mucha parte de la
antigua facilidad y soltura, y acertó pocas veces a trasladar con
vigor y pureza las emociones del alma. Corneille y Pope pudieran ser
representados con tal cual fidelidad en castellano; pero ¿cómo
traducir en esta lengua los más bellos pasajes de las tragedias de
Shakespeare, o de los poemas de Byron? Nos felicitamos de ver al fin
vindicados los fueros de la naturaleza y la libertad del ingenio.
Una nueva era amanece para las letras castellanas. Escritores de
gran talento, humanizando la poesía, haciéndola descender de los
zancos en que gustaba de empinarse, trabajan por restituirla su
primitivo candor y sus ingenuas gracias, cuya falta no puede
compensarse con nada.
Juan Sin Letras. Una cruzada literaria.
Juan Sin Letras. Una cruzada literaria.
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TÍTULO=»LA ARAUCANA (ALONSO DE ERCILLA Y ZÚÑIGA)»
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