Mucha ficción especulativa, buenas dosis de una imaginación desbordante, unas gotitas de novela gótica y una pizca de ciberpunk. Éstos son los ingredientes que Richard Calder utiliza para elaborar lo que, en última instancia, viene a ser una historia de amor: la de Primavera Bovinski, una «chica muerta» o «muñeca» (nombre que reciben las adolescentes afectadas por una enfermedad que las convierte en una especie de vampiras modernas, mitad humanas y mitad robots) y su compañero de escuela Ignatz Zwakh.
La ópera prima de Richard Calder (escrita en 1992) está ambientada en un sombrío siglo XXI en el que la televisión emite ejecuciones en directo, la industria del ocio (con la prostitución como negocio más boyante) ofrece a su clientela todo tipo de atroces servicios y Londres se ha convertido en un ghetto sitiado del que nadie puede salir para evitar la propagación de la plaga de las «chicas muertas». Los dos protagonistas de la novela consiguen burlar esta vigilancia, abandonar Gran Bretaña y llegar a Tailandia, donde son contratados como asesinos a sueldo. Pero escapar de esta nueva vida, sin embargo, les resultará aún más complicado que su huida de Inglaterra.
Impactante y poco convencional (aunque, posiblemente, menos polémica y escandalosa de lo que pretende), Chicas muertas atrapa al lector con un ritmo narrativo que se mantiene en todo momento (Calder utiliza con habilidad el flash-back y, a pesar de que la novela está contada con continuos saltos hacia adelante y atrás en el tiempo, no cae en el fárrago ni en la confusión), un estilo literario eficaz y tan elegante que en ocasiones roza lo poético y con sutiles toques de humor. (En las frecuentes alusiones a sepulturas, vampiresas y chicas pálidas con labios de color rojo sangre hay, sospecho, más de amable ironía hacia la estética siniestra que de homenaje a la novela gótica.) La fuerza de sus protagonistas (especialmente Iggy, el narrador de la historia) es otro de los puntos fuertes del libro: tienen unas personalidades tan realistas, creíbles y complejas que resulta imposible no reflexionar sobre sus verdaderas motivaciones. Por ejemplo, ¿es amor o simple adicción lo que siente Iggy por Primavera? Y ¿hasta qué punto es cierto que la metamorfosis de Primavera en «muñeca» la ha privado de su capacidad de amar?
Pese a sus muchas virtudes, un talón de Aquiles impide que Chicas muertas resulte una novela sobresaliente: sus excesos. Porque si la imaginación es imprescindible para que una obra de ficción funcione, una sobredosis de elementos fantásticos dificulta al lector la inmersión en la novela, y esto es lo que ocurre en algunos momentos del libro. Ciertas situaciones son tan delirantes y oníricas, tan de Alicia en el País de las Maravillas, que una llega a temer que Calder acabe zanjando la situación con un «todo había sido un sueño». Lo que, afortunadamente, no llega a suceder: un final bien resuelto remata satisfactoriamente una novela que, pese a sus altibajos, rompe esquemas y resulta difícil de olvidar.
Adofina garcía en www.gigamesh.com
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