Poema dramático en tres partes de Friedrich Schiller (1759-1803), el primero y más complejo de los dramas de su madurez. Fue muy laboriosa su composición; ya en 1791 daba vueltas a esta obra mientras atendía a la Historia de la guerra de los Treinta años (v.), de dónde saca su material.
Pero ocupado en las investigaciones históricas y las mediaciones filosóficas no inició hasta 1794 su reacción, la cual interrumpió y reanudó en 1796, y terminó, por fin, en 1799. Se le oponían dos dificultades: amplitud de la materia que ha de dominar, pues convergen en torno a Wallenstein intereses, hombres y vicisitudes de un momento histórico abundante en acontecimientos, y la persona del protagonista, en quien primero había visto un generoso rebelde, pero al que, después de un estudio profundo, despoja de su idealidad y le muestra movido tan sólo de la ambición de poder, mientras que su ruina aparece como fruto de sus errores y no como ineluctable y trágica necesidad. Para superar la primera de estas dificultades le sirve el estudio de los trágicos griegos y de Shakespeare, de quien aprende a concentrar la acción en el momento en que está a punto de resolverse, a dar a las figuras de sus soldados y generales valor típico aun en su individualismo.
Para superar la segunda dificultad le sostiene precisamente su nueva y más cruda visión de la realidad, con sus leyes inexorables, que en vano el realista, apegado a las cosas materiales, se forja la ilusión de dominar y desviar hacia sus fines; la realidad, que aun movida por él, contra él se yergue y lo derriba, y frente a la cual no hay salvación sino en el reino puro de la idea. Así surge su Wallenstein (v.) sólo en parte ligado con el histórico. Abandonado por el emperador después de haberle salvado de grave peligro, Wallenstein no había vacilado en tomar las armas cuando el emperador había vuelto a recurrir a él en el nuevo peligro, pero esta vez con propósito deliberado de no aguantar más humillaciones. Jefe absoluto del ejército, al darle la victoria un inmenso poder, una fe segura en su fortuna y una ambición desenfrenada, concibe el sueño orgulloso de imponer al emperador el fin de aquella guerra ruinosa para el país, a pesar de ser victoriosa, y pretende para sí la corona de Bohemia.
Urde un plan temerario, toma sus disposiciones y trata secretamente con los suecos acampados en terreno alemán, por más que sólo piensa valerse de ellos en el caso de que el emperador no ceda a sus imposiciones. El drama comienza en el momento en que Wallenstein espera en Pilsen con el ejército el momento propicio para su acción. Un «Prólogo» anuncia el propósito del poeta. La primera parte, en un acto, El campamento de Wallenstein [Wallensteins Lager], nos introduce entre la soldadesca recogida de todas partes, diversa en ánimo y costumbres, pero unida en la común admiración hacia el jefe victorioso. En el fondo, Alemania depredada, trastornada. En el ejército está el instrumento del poder, la razón misma de la ambición, de la tentación de Wallenstein, que aunque no aparece todavía en escena, está presente en todas partes, y hasta se descubre ya la acción que se prepara: se espera en el campo a un «vieja peluca», a Questenberg, enviado por el emperador — seguramente para investigar y conspirar contra Wallenstein, cuyo poder teme —; y contra Wallenstein se atreve a predicar un capuchino entre los gritos y las burlas de los soldados, cuyas voces y ánimos se funden finalmente en un coro de guerra.
La segunda parte, en cinco actos, Los Piccolomini [Die Piccolomini], nos conduce entre los generales de Wallenstein ligados todavía a él por la sugestión de sus victorias (por interés y deseo de aventuras o de poder), mientras se adhieren a él con admiración y afecto el joven y generoso coronel Max Piccolomini, que ama a Tecla, la hija de un jefe, que ha crecido en las armas con su ejemplo; y el padre de Max, Octavio, que adivina y teme sus planes ambiciosos y se siente inclinado, por su misma condición de viejo noble, al orden constituido y a la legalidad, viéndose obligado a anteponer a su antigua fidelidad al amigo, la fidelidad al emperador. De Octavio se vale por lo tanto Questenberg para vigilar a Wallenstein, prevenir su acción, indagar sobre los ánimos de los generales, e intentar separarles de él. Los personajes están ya expuestos y se espían, se combaten abierta o secretamente. Wallenstein, decidido a no ceder a las intimidaciones imperiales que quieren limitar su poder, instigado por su ambiciosa cuñada, la condesa Terzky, y por los generales conde Terzky e Illo, que recurren a la intriga para arrancar a los demás generales un juramento de fidelidad.
Incondicional y dejan en tanto entrever, al paso que los debilitan, los planes de éste; Octavio y Questenberg, vigilantes y dispuestos a parar el golpe, a sembrar el descontento, a aislar a Wallenstein. Éste se imagina ser libre en la elección del modo y del momento de la acción, y espera confiado la confirmación y señal de los astros en los que cree, y que le prometen grandeza. Pero su mismo propósito es ya una acción que da lugar a otras acciones: los dos partidos que contienden en torno a él, para no ser sorprendidos por la realidad, le dan impulso. Y la realidad se desenfrena arrolladora en la tercera parte del drama, La muerte de Wallenstein [Wallensteins Tod], también en cinco actos. Sesina, el mensajero que Terzky e Illo han enviado a los suecos, es capturado por los imperiales, que pueden así demostrar la traición de Wallenstein y tomar la iniciativa contra él.
Ahora Wallenstein está obligado a obrar, y no le queda más remedio que elegir entre la humillación ante el emperador, que lo destituirá, y la rebelión abierta; tampoco su ambición le permite ceder: ahora el acuerdo con los suecos, considerado como deprecada posibilidad en caso extremo, se ha convertido en dura necesidad y la fortuna se le vuelve contraria. Son los imperiales los que llevan ventaja; los generales vacilan, temen abandonar el campo. Octavio se descubre, y el corazón de Wallenstein es herido por la traición de su amigo, y le entristece más todavía el abandono de Max, que le habría seguido hasta contra el emperador, pero no le puede seguir en su acuerdo con el enemigo. Semejante a la encina despojada de sus ramas y, con todo firme contra el huracán, Wallenstein se yergue y desafía en una lucha que ya no sólo es por la corona, sino por su vida. Pero su estrella se ha eclipsado ya. Abandona Pilsen con las tropas de Terzky, Illo y Buttler, las únicas que le permanecen fieles, para llegar a Eger, donde esperará a los suecos.
Y la noticia que allí recibe, de la primera victoria de éstos, le desgarra el corazón; Max se ha lanzado con sus coraceros contra ellos y ha sido derrotado. El dolor y el cansancio invaden a Wallenstein ante aquella sucesión de terribles golpes, ante la soledad que se produce fuera y dentro de él: todavía combatirá; pero la victoria, el poder y la vida, han perdido para él todo halago, y envidia a Max que «ha terminado». Y cuando los sicarios de Buttler, vencidos por los imperiales y que se han quedado junto a él para que no se les escapase, lo matan a traición durante la noche, ya es un vencido — pero también, íntimamente, está desprendido de esta tierra —. Junto al drama de Wallenstein, el drama de los suyos. Tecla muere sobre el túmulo de Max; a su madre se le destroza el corazón; Illo y Terzky son sorprendidos mientras banquetean la victoria sueca; la condesa Terzky no resiste a la ruina general y se mata; Octavio, que entra en Eger con los imperiales y no ha podido impedir el asesinato de Wallenstein, obtiene del emperador el título de príncipe, cuando (por la muerte de su hijo) esto ya no tiene objeto para él.
La obra, a pesar de sus dimensiones y la lentitud expositiva de sus dos primeras partes, está firmemente construida y en ciertos momentos ofrece trazas de soberbio dramatismo. El protagonista, un poco vacilante primero, adquiere vigor por la rapidez de la acción y profunda emotividad en su desenlace; soldados y generales están caracterizados con fuertes trazos. Nos hallamos lejos de las efusiones líricas de los dramas juveniles de Schiller, que sólo repiten Max y Tecla en su idilio y su firme idealidad. La primera parte fue estrenada el 12 de octubre de 1798; la segunda el 30 de enero de 1799; la trilogía se representó por primera vez entera los días 15, 17 y 22 de abril del mismo año. [Trad. española de José Yxart en Dramas de Schiller, vol. III (Barcelona, 1909) y de Eduardo Mier y Barbery en Teatro completo, tomo III (Madrid, 1887)].
G. A. Alfaro
El Wallenstein de Schiller es tan grande en su género que no hay nada que lo iguale, pero precisamente esas dos poderosas grandes ayudas, la historia y la filosofía, han estorbado varias partes de aquel drama y han impedido su puro y pleno triunfo poético. (Goethe)
El universo es para él el teatro de nuestras acciones y los acontecimientos no son más que el efecto inevitable de nuestros caracteres y de nuestras pasiones; y- con todo, no tenía plena fe en su pensamiento, ni los aplausos de sus conciudadanos bastaron para inspirarle confianza: lo vemos casi en cada nuevo drama cambiar de forma y plan, descontento de lo hecho, y poco seguro de lo que intenta; y a veces casi desespera de su talento y exclama tristemente: «no nací poeta». (De Sanctis)