[Silas Marner, the Weaver of Raveloe]. Novela de George Eliot (Mary Ann Evans, 1819-1880), publicada en el año 1861. Silas Marner (v.), tejedor, vive en una gran ciudad y en el restringido círculo de una comunidad religiosa, a la que entrega sus modestas ganancias; su vida se ve endulzada por dos afectos: una plena y profunda amistad por un compañero de religión y el amor por una muchacha que ha prometido ser su esposa. Pero el amigo es un canalla que ha cometido un robo y acusa, ante la congregación, a Silas, quien, aturdido, no sabe cómo probar su inocencia y acepta un juicio de Dios: una Biblia, abierta al azar, dirá si es culpable o inocente.
Las palabras sacras declaran a Silas culpable: la novia lo abandona y Silas, atónito, perdida la fe en la Providencia, huye de la odiosa ciudad y se refugia en un pueblo tranquilo y feliz de Raveloe, casi separado del resto del mundo por sus bosques profundos y por sus altos setos. Allí cobra fama de personaje misterioso, quizá mago. Pero ese hombre, a quien sus semejantes y el cielo han abandonado, ha encontrado su razón de ser en la acumulación de monedas de oro, después que un cliente le ha pagado en guineas. Cierta noche, al volver a su tugurio, encuentra vacío el escondrijo del suelo donde había colocado los preciosos sacos de piel: le han sido robados por el alocado hijo del «Squire» del pueblo, Dunstan Cass, que desaparece. El pobre se sume en la desesperación y la vista de su dolor disipa las sospechas de los habitantes del pueblo; pero en vano los mismos, en especial la buena comadre Dolly Winthrop tratan de consolarle. Silas ha caído en el fondo de la desgracia, porque se ha aislado en sí mismo, ha roto todo lazo de afecto con los hombres y ha colocado su alma en la adoración de un objeto, en una pasión egoísta. Y he aquí que se le da a Silas la manera de regenerarse a través de la experiencia de la simpatía humana. Una noche, al entrar en la oscuridad de su cuartucho, al sentarse junto al fuego, ve, de repente y en el suelo, un montón de oro: pero no se trata de oro, sino de los cabellos rubios de una chiquilla dormida.
El pobre Silas guarda a su lado a Eppie, la huerfanita desconocida que tan inesperadamente ha ido a parar a su casa, y es para ella un padre tierno y afectuoso. Aquel verdadero tesoro recrea a su alrededor un mundo de afectos que el tesoro anterior, el oro, parecía haber cerrado para siempre. Aquella misteriosa Eppie es hija de Goffred Cass (hermano mayor de Dunstan, el ladrón) que, arrastrado a la culpa por su desgraciado hermano, sedujo y luego se casó en secreto, en un pueblo alejado, con una mujer indigna de él. Pero por temor a su padre y por estar enamorado de una muchacha de Raveloe, Nancy Lammeter, Goffred no quiso hacer pública su unión y cuando la mujer fue a buscarle murió en el camino, y al ver que la pequeña Eppie estaba en seguridad en casa de Silas, calló la verdad y sabiéndose libre se casó con Nancy. Pasados muchos años, Goffred, impulsado por un acontecimiento que despierta el antiguo remordimiento (al secarse un pantano cerca de la puerta de Silas se descubre el cuerpo de Dunstan, con el oro), revela a Nancy toda la verdad sobre su triste pasado. Nancy perdona a su marido y como no tienen hijos se consuela con la idea de acoger en su casa a Eppie. Pero la muchacha, ante la revelación, se niega a abandonar al viejo Silas y no reconoce a otro padre que a quien la acogió y educó. La acostumbrada tesis de la autora, de que la salvación y curación de los desastres morales en el hombre sólo puede encontrarse en la exaltación de su capacidad de amar y sacrificarse, no pesa excesivamente sobre la economía de esta novela. La obra, animada por sabrosas escenas de realismo campesino (los rústicos que frecuentan la Posada del Arco Iris, las charlas, los consejos y el sentido común de Dolly Winthrop), impregnada de un sentido de la vida, dramático e idílico al mismo tiempo, que se manifiesta en un estilo coloreado y mesurado, lleno de notable vigor, está considerada como la obra maestra de la Eliot.
M. Praz
Su aire es luminoso e, intelectualmente, incluso excitante; pero es como el aire de un día sin nubes en el paseo público de Brighton. Ve las personas con claridad, pero no a través de una atmósfera. Y sabe levantar tempestades en nuestra conciencia, pero no en nuestro subconsciente. (Chesterton)
A medio camino de Turguenev y los artistas puros por un lado, y de Tolstoi por el otro, encontramos la posición que ocupa George Eliot… la posición del «aesthetic teacher», que George Eliot tiene cuidado en distinguir de la del moralista propiamente dicho. (Du Bos)