Obra del escritor y estadista español Emilio Castelar (1832-1899), publicada en 1872. El éxito del libro impulsó al autor a volver sobre el tema en una serie de artículos para la «Ilustración Española y Americana», la revista más culta y difundida de la época, escritos que formaron el segundo volumen de la obra, aparecido en 1876.
Más que de los viajes efectuados por Castelar en los años en que estaba refugiado en París — cuando pesaba sobre él una condena de muerte por su participación en la tentativa revolucionaria de 1866 — o de cuando estaba a punto de abandonar, en 1874, la presidencia de la República española, los Recuerdos son el fruto de la portentosa cultura literaria de su autor; tienen el sello inconfundible de su pasión política y se resienten algo de la exuberancia mediterránea de su temperamento. No se trata del acostumbrado «Viaje a Italia», proverbial entre los mejores ingenios europeos de los siglos XVIII y XIX. Aquí, la anécdota personal y las escenas costumbristas ceden el lugar al coleccionista de paisajes, pintados con rica paleta colorista; se evocan las ciudades para colocarlas como fondo de personajes históricos, cuyos actos muestran las preocupaciones de carácter político, social y religioso que obsesionaban al autor y a su siglo; en consecuencia, el arte y toda la historia están considerados como beligerantes, al servicio o como resultado de una moral — en el sentido más lato de la palabra —, que es la de los espíritus progresistas de la segunda mitad del siglo XIX.
Racionalista y al mismo tiempo católico, reformista pero enemigo de la plebe, mesiánico como la mayor parte de los progresistas de la época, Cas- telar funde en su obra, junto con las consideraciones históricas, filosóficas, literarias y artísticas, las consideraciones políticas, pues en el fondo — como escribe en el prefacio — la política es sólo la cristalización de todas las ideas y su resultado social. Y si Castelar no olvida su condición de hombre político, aún menos pierde ocasión de avalar con testimonios ilustres y lejanos sus ideas de hombre de partido. Para él, Italia es el país del arte, ciertamente; pero es sobre todo la patria de la libertad; los exponentes del genio italiano cuentan, más aún que por sus obras inmortales, por su aportación al progreso de la conciencia civil, al descrédito del fanatismo y de la intolerancia.
Castelar escribía sobre Italia cuando más candente estaba la cuestión romana; cuando, caída Isabel II y fracasada la República en la que había puesto tantas esperanzas, se preparaba la Restauración de Alfonso XII. No puede pedirse, pues, a sus Recuerdos la serenidad del viaje goethiano. Nada tiene de extraño que la visita a las catacumbas le emocione más que las solemnes funciones pascuales en la basílica vaticana; que mientras en las ruinas del Coliseo ve la obra de un Imperio condenado a morir, en San Marcos de Venecia vea el compendio de una sociedad libre y progresiva; y que Mónaco, con su absolutismo y su ruleta, sea opuesto al bucólico y democrático cantón de los grisones. La Roma de Castelar es la Roma de la República, no la de los Césares ni de los Papas; su Italia es la Italia humanista, no la Italia barroca. Su ciudad predilecta es Florencia y nunca Nápoles.
Ama a Asís, por San Francisco (cuya figura le dicta el estudio más extenso de toda la obra), y a Mantua por Virgilio, el poeta del campo. En las desgracias de Tasso quisiera ver la lucha entre un mundo reaccionario, personificado por la casa de Este, y la individualidad del artista. Y no está lejos de identificar al cardenal Antonelli — la bestia negra de los liberales de la época — con el espíritu que había creado el «ghetto» en la ciudad papal. Pero pese a estas observaciones, que turban, de tarde en tarde, el juicio de Castelar, no puede negarse a los Recuerdos el mérito de ser uno de los libros escritos por un autor extranjero que hablan de Italia con mayor conocimiento, mayor sensibilidad y pluma más fina. En él la literatura castellana posee una de sus mejores páginas descriptivas.
J. R. Masoliver