Poesías de Sordel

De la personalidad de Sordel, en italiano Sordello, de Goito (n. hacia 1200-m. después de 1269) tenemos tres imágenes. La primera es la de su anti­guo biógrafo, que le representa como hom­bre gentil y bien parecido, buen cantor, buen trovador y gran vividor, aunque «mont truans e fals vas domnas e vas los barons ab cui el estava».

Raptor — por vo­luntad de Ezzelino — de Cunizza, herma­na de Alberico y Ezzelino da Romano y mujer del conde de San Bonifacio, y luego seductor de Otta de Strasso, suscitando iras y deseos de venganza, tuvo que abandonar la risueña Marca de Treviso y marcharse a Pro venza, donde se alojó en la corte del conde Ramón Berenguer IV y amó a una bella provenzal para la que compuso, se­gún dice el mismo biógrafo, muchas bue­nas canciones bajo el «senhal» de «dulce enemiga». Un aventurero, en pocas pala­bras, el Sordel retratado por el antiguo bió­grafo, como muchos otros que pertenecie­ron al mundo de la truhanería, de la «bohe­mia» trovadoresca.

La segunda imagen de Sordel es la que nos ofrecen dos solemnes documentos. Uno de ellos es el «breve» del 22 de febrero de 1261, en que el papa Cle­mente IV reprocha a Carlos de Anjou — que había conquistado el reino de Sicilia y Puglia — su ingratitud hacia los barones provenzales que le habían ayudado en te em­presa. Entre éstos, que por el egoísmo de Carlos de ‘Anjou habían acabado en asilos para mendigos, el pontífice recuerda tam­bién a Sordel: «Languidece en Novara Sor­del, tu “caballero”, al que te convendría adquirir si ya no te hubiese hecho buenos servicios, no ya readquirirlo por los servi­cios que te hizo».

El otro documento es la carta del 5 de marzo de 1269 con que Car­los de Anjou concede como feudo a Sordel de Goito, «su amado caballero familiar y fiel», algunos castillos en los Abruzos; para justificar su generosidad, Carlos de Anjou habla de los «grandes, gratos y caros servi­cios» de Sordel. Por estos auténticos testi­monios conocemos a un Sordel que, des­pués de su ida a Provenza, al principio en la corte de Ramón Berenguer y más tarde en el séquito del yerno de éste, Carlos de Anjou, ha llegado a ser un personaje de primer plano; lo cual nos lo confirma el que el nombre de Sordel, siempre prece­dido de la calificación de «Dominus», apa­rece en muchos documentos solemnes de la corte del conde de Provenza. La tercera imagen es la grandiosa representación que Dante hizo de nuestro trovador en el VI canto del «Purgatorio», donde Sordel, como escribió Novati, «en la alta orilla del Ante-Purgatorio, desdeñoso e inmóvil en su arro­gante actitud… se nos aparece» como «el hombre en el que el poeta quiso encarnar el más sublime de los afectos humanos… el amor a la patria».

Entre la primera y la tercera de estas imágenes hay un fuerte contraste; muy distinto del ciudadano exi­mio representado por Dante es el Sordel falso que va tras las mujeres y los nobles, pronto a rendir los más bajos servicios a Ezzelino, tal como nos lo retrata el antiguo biógrafo, cuya historia parece confirmada por las violentas invectivas que contra el trovador dirigen los poetas rivales. Pero entre las dos imágenes media la que nos ofrecen el breve apostólico y la carta real: las cuales nos informan de que Sordel no se detuvo en las locuras y miserias de su juventud, sino que llegó a ser en Provenza un caballero noble y austero, familiar y consejero de príncipes y gran señor, hasta el punto de justificar completamente el jui­cio de Dante.

Y su obra poética — cuarenta y cinco composiciones líricas y un breve poema didáctico, el «Ensenhamen d’onor» — tiene un tono noble y elevado; es decir, que queda lejos del espíritu despreocupado de la juventud del poeta. Las poesías amo­rosas ponen de manifiesto un concepto del amor muy parecido al de Montanhagol (v. Canciones de Guilhem Montanhagol). A pesar de que en alguna que otra poesía Sordel emplea modos y expresiones lascivos/ el amor que él canta es en general pla­tónico y purísimo; nada en sus versos nos haría reconocer al que raptó a Cunizza y sedujo a Otta.

Sordel llega hasta suplicar a su mujer que le niegue «todo aquello que podría ser contrario a sus deberes», afirmando que él prefiere «sufrir que atentar a su honor», y declarando que ningún caba­llero puede amar a su dama con corazón sincero, si no ama el honor de su mujer igual que a ella misma. «¿Sabéis — dice el poeta — en qué se reconoce a una mujer dotada de virtud y valor? En esto: que na­die se atreve a pedirle su amor. Sólo a las locas y malvadas las tienta y prueba cual­quiera… Pero a una mujer honesta, nadie osa manifestar su deseo». El poeta se confor­ma con que le ilumine el reflejo de las vir­tudes de la mujer amada: «Ella nada me concede; pero aumenta su mérito y su ho­nor; y ello es para mí suficiente recompen­sa». Un amor, por lo tanto, etéreo y pura­mente ideal, que hace presentir el «Stil No­vo» (v.). Pero más que sus poesías amorosas es conocido el Planto por la muerte de Blacatz (v.), poema arrogante y exaltado— que puede haberle sugerido a Dante la imagen de un Sordel leonino, altanero y desdeño­so —, destinado a «reanimar» a los prínci­pes y reyes de su tiempo, «descorazonados» y cobardes, los cuales deberían comer el corazón del muerto Blacatz para recobrar ánimo y valor.

Un sentimiento muy noble de la vida se refleja también en el «Ensenhamen d’onor», donde el poeta con pa­labras elevadas enseña las normas de vivir superior; este breve poema pudo asimismo sugerir a Dante la idea de un Sordel gene­roso y noble. También en la Vulgar elo­cuencia (v.) Dante alaba a Sordel, exal­tando, precisamente, la elocuencia del tro­vador que «no solamente poetizando, sino también en cualquier otra manera de escri­bir suavizó su dialecto, mezclándolo con sonidos y términos de los dialectos de terri­torios lindantes» de Mantua. Este juicio de Dante indujo a algunos críticos a creer que Sordel escribió también en italiano vulgar, quizás antes de su viaje a Provenza; y Bertoni juzgó que se podía atribuir a Sordel un notable «sirventés lombardo», que él mismo descubrió; y sería un documento del vulgar «ilustre» que, según el juicio de Dante, Sordel empleaba «in poetando» ade­más que «quandocumque loquendo».

A. Viscardi