Fryderyk Fraciszek Chopin (1810-1849) había escuchado los cantos de los campesinos en las veladas estivales de Szafarnia, paraíso de su infancia, y siempre conservó su recuerdo, manifestando para esta forma una especial predilección que se revela por el crecido número de Mazurcas, más de 50, compuestas por él a lo largo de su vida.
Con justicia se dijo que «las Mazurcas se convirtieron, más que ningún otro género de composición, en las telas sobre las cuales dibujó y expresó centenares de cuadros, de alusiones, y recordó impulsos espontáneos, plegarias, entusiasmos, escenas de todas clases: la Mazurca de Chopin es un verdadero microcosmos que se mueve bajo el ritmo ternario de la danza típica nacional» (Valetta). Por la amplitud de las proporciones y de la concepción, se eleva sobre el origen popular de la danza la célebre Mazurca en la menor, op. 17, n. 4, llamada comúnmente del «pequeño judío». Se imagina que describe a un pobre judío que se detiene a beber en una taberna para alejar la melancolía; el infeliz tiene una idea fija y pregunta casi automáticamente al hostalero: «Pero, ¿qué es esto?» Pasa una alegre comitiva de campesinos que van a la fiesta en coches con caballos enjaezados y cascabeles tintineantes, pero el borrachín no se asombra y continúa bebiendo y repitiendo: «Pero, ¿qué es esto?» La anécdota reproduce bastante bien no sólo el contraste del animado trío en mayor, sino la palidez cansada, la obtusa apatía de la melodía en menor: a eso se reducía, en un temperamento fatalista y abandonado como el de Chopin, el ardor fáustico ante el misterio del mundo y de la existencia. Otra Mazurca que se distingue por su particular complejidad y la amplitud de concepción es la en si bemol menor, op. 24, n. 4 (1835), uno de los ejemplos más típicos de la «inestabilidad extraña y fulmínea de opuestos estados de ánimo» (Binental) propia de Chopin.
Aquí aparecen primero dos secciones brillantes y fastuosas, en el espíritu de los Valses (v.), luego una breve frase misteriosa con una cláusula rítmica eficacísima (la acentuación del tercer tiempo del compás, típica de la Mazurca, que produce un vigoroso efecto como de caída, de sobreentendido y de alusión) y, por fin, un abandono lírico «con ánima». La reanudación del motivo brillante termina con un final armónicamente trabajado con extremada delicadeza. En la Mazurca en si menor, op. 33, n. 4 (1838), hay también una sucesión de estados de ánimo: una melodía mixta y patética, alternada con un motivo mayor del bajo, luego un fragmento brillante y luminoso, y al fin el estupendo episodio en si mayor, primero delicadísimo, vaporoso, emocionante, y luego culminando en una peroración heroica, de ritmo marcadísimo, de armonías resonantes. Otras Mazurcas importantes son el op. 24, n. 2 en do mayor, mezcla de elementos dispares (modos arcaicos y un motivo coral ruso), de la que sólo el terceto es una mazurca propiamente dicha; el op. 30, n. 4, en do sostenido menor (1838); el op. 50, n. 3, también en do sostenido menor (1842); la Mazurca en fa menor, op. 68, n. 4, última página escrita por Chopin: trágico testamento que parece recorrido por un estremecimiento en su mutación cromática, creación de arte refinada, bastante alejada de la sencillez popular.
Es imposible penetrar en el cúmulo de Mazurcas menores, donde brillan innumerables joyas. A menudo, la Mazurca es como la «polonesa», pero con mayor sobriedad, expresión de sentimientos caballerescos y marciales; entonces tenemos un ritmo vivo y sincopado, con acordes brillantes y vivamente resonantes (op. 6, n. 3 en mi mayor, 1832; op. 17, n. 1, en si bemol mayor, 1834). No muy diferentes por los caracteres externos de viveza rítmica son algunas alegres evocaciones aldeanas (op. 67, n. 1, en sol mayor, 1835; op. 68, n. 1, en do mayor, 1830; op. 68, n. 3, en fa mayor, 1830). Algunas de éstas fueron repudiadas por Chopin y forman las obras póstumas 67 y 68; junto con algunas Mazurcas sencillísimas (por ejemplo, el op. 7, n. 5, en do mayor, 1832, y el op. 67, n. 3, también en do mayor, 1835) no disfrutan generalmente de la simpatía de los antiguos comentaristas; son aquellas en las que Chopin se atuvo más fielmente a la espontaneidad del canto popular, probablemente anotaciones momentáneas de motivos recordados o escuchados. Otras Mazurcas están basadas en un dolor patético y profundo, con la característica expresión en menor (op. 24, n. 1, en sol menor, 1835; op. 67, n. 2, en sol menor, 1849; op. 7, n. 2, en la menor, 1832), con efusiones líricas donde el canto se amplía apasionadamente, indicado por la típica anotación «con ánima» op. 24, n. 1, y op. 24, n. 3, en la bemol mayor, 1835): el ritmo sigue siendo enérgicamente sincopado. Otras veces el dolor tiene una expresión elegiaca y recogida, con melodías que conservan muy poco de la viveza vigorosa de la mazurca (op. 67, n.. 4, en la bemol mayor, 1846; Mazurca póstuma en la menor, sin número de op.).
Algunas Mazurcas son tranquilas y serenas, como una noche estival en el campo (op. 7, n. 4, en la bemol mayor, 1832), otras brillantes y frívolas como un vals de salón (op. 7, n. 1, en si bemol mayor, 1832). Hay muchas que reflejan variadamente dichos caracteres, pero no son ni tristes ni alegres, tienen un algo enigmático y misterioso, un colorido ceniciento: significativas manifestaciones de una pesadumbre muda, de una actitud apática, de una postración habitual del alma: tales, sobre todo, el op. 17, n. 2, en mi menor (1834), llamada «la demanda» por su indecisión melódica; los n. 1 y 2 del op. 6, en fa sostenido menor y do sostenido menor (1832), donde los ecos de las voces y de las danzas campesinas son escuchados como en un sueño, en absorta distracción; la breve página, casi mística, del op. 7, n. 4, en la bemol mayor. En su infinita y mudable variedad sentimental, el carácter común de las Mazurcas de Chopin es la sencillez. Nada del fasto social de las Polonesas (v.) ni de los Valses, nada de la «actitud» literaria que quizás es lícito advertir en la languidez de algunos Nocturnos (v.): aquí hay un constante perfume de tierra, la lozanía vigorosa y eficaz de los bocetos y esbozos frente a la retórica del cuadro acabado.
M. Mila