Novela del escritor español Pío Baroja (1872-1956) que es la ultima de la trilogía «Agonías de nuestro tiempo». Está fechada en diciembre de 1926. Representa, pues, un momento de plenitud en el arte del novelista. Y, también, algo no muy frecuente en su creación: frente a tanta producción barojiana, es ésta una novela carente de acción y carente de tipos. Apenas otra cosa que la precisa determinación de dos psicologías: Pepita y Larrañaga. El resto — Fernando, Soledad, el ruso, el matrimonio holandés o el recuerdo de Nelly—, no son nada más que el complemento necesario para que los protagonistas se muevan en un ambiente vivo. Pero eso apenas dice nada en la historia que se cuenta. El egoísmo vil de Femando hace que Pepita, su mujer, vaya apartándose — como él lo ha hecho ya — de la vida conyugal. Larrañaga, el primo viejo y antiguo enamorado de ella, podría llenar los días de abandono, de odio y de soledad. La falta de recursos impide seguir la aventura: Fernando vuelve a Pepita, hay aparente reconciliación en ‘el matrimonio y Larrañaga queda, a solas con sus nostalgias, en el frío de Rotterdam. La novela es una demorada interpretación de dos mundos psicológicos muy distantes: la complejidad de la mujer, su cesión lenta, su ruptura con el medio que la rodea, y, luego, el retroceso hacia las mismas fuentes, apartándose del amante, «viejo, inteligente, simpático y desgraciado».
Un amante que al serlo llevaba en sí mismo la flor de su fracaso: en el pesimismo, en la fatal sumisión a las cosas, en la postura escéptica y en el amor a los días pasados. Por eso las dos psicologías se acercan cerebralmente y cerebralmente vuelven a separarse, sin que la pasión llegue a cegarlas. Pero mientras la mujer desaparece consumida en su propio brillo, el hombre se queda a solas con la ruina de su sentimentalismo. Acción vital en Pepita, abandono de vencimiento en Larrañaga. La novela está llena de hermosas descripciones de paisajes urbanos, de sagaces intuiciones artísticas y de una suave nostalgia, de una tristeza inconcreta que va traspasando las almas, indecisas de los protagonistas, las ciudades por las que pasan y los recuerdos de que viven. De vez en cuando, interpretaciones de los diversos países y gentes, del contraste entre nuestras cosas y las ajenas, a través de un ojo sagaz e independiente. Como sobre el capitulillo octavo de la última parte, cuando la novela acaba: postizo pegado, acaso para darnos el mundo religioso de Larrañaza. Mundo que no interesa ya porque su consecuencia y su lógica están — sin jesuita — nítidamente deducido de una narración toda llena de aciertos.
M. Alvar