La trágica historia del doctor Fausto, Christopher Marlowe

[Tragical History of doctor Faustus], del poeta inglés Christopher Marlowe (1564-1593), dra­ma en verso y prosa sin división de actos, fue compuesta en 1588, publicada anónima en 1601 y, con nombre del autor, en 1604. Fausto es el mayor teólogo de su ciudad y nadie puede alabarse de ser superior a él en sutileza dialéctica. Pero no contento de esta superioridad, decide distinguirse en otro arte, penetrando en el reino del mis­terio y adquiriendo poderes mágicos. Des­pués de renegar de la fe de sus mayores y de solicitar y obtener el auxilio de un diablo, Mefistófeles, por medio del cual estipula con su sangre un pacto con Luci­fer, Fausto obtiene la seguridad de 24 años más de vida, tiene a su servicio a Mefis­tófeles y podrá hacerse espíritu y no subs­tancia; pero a su muerte, su alma perte­necerá al Demonio. Dotado de tales poderes, Fausto empieza a hacer cosas maravillosas que han de convertirlo en el hombre más célebre y poderoso del mundo. En vano el ángel bueno, en eterna lucha con el malo, intenta volverle al recto camino. Fausto va a Roma, donde se mofa de los cardenales y del Papa y logra liberar al antipapa Bru­no; da luego pruebas de su poder mágico al emperador de alemania y a su corte, haciendo, entre otras cosas, salir un par de cuernos sobre la frente de un cortesano que se había burlado de él. Éste, para vengarse, le tiende una emboscada, de la que Fausto sale, naturalmente, ileso, y el mago condena entonces al cortesano a seguir lle­vando los cuernos para siempre.

Así Faus­to pasa la vida, burlándose, a placer y en las más extrañas formas, de todo el mun­do, sin que nadie se atreva a echárselo en cara, ya que basta un gesto suyo para que todos enmudezcan, y sin que nadie logre darle muerte, ya que durante 24 años tiene asegurada la vida. Pero se aproxima el pla­zo fatal, y en la conciencia de Fausto em­pieza a apuntar el remordimiento. Insatisfe­cho por tantas experiencias, Fausto desea gozar también del beso de la inmortal be­lleza griega: el beso de Elena (v-). Es famoso el verso con que saluda la apari­ción de la heroína: «¿Es éste el rostro que lanzó a mil naves?» [«Was this the face that launch’d a thousand ships?»]. Llega la hora temida: Fausto quisiera poder detenerla, prolongarla, pero es en vano; muere im­plorando y sus discípulos encuentran su ca­dáver descuartizado por los diablos. Fuente de Marlowe es una traducción inglesa del popular Libro del Faust alemán, que Mar­lowe debió de ver en manuscrito antes de que fuese impresa (1592), porque en aque­lla fecha su drama estaba ya compuesto. El texto, que ha llegado hasta nosotros en dos versiones principales, la del en 4.° de 1604 y la del en 4.° de 1616, es muy corrompido y está lleno de interpolaciones debidas a los distintos autores y empresarios que aña­dieron a su antojo escenas cómicas y bufo­nadas. La concepción es grandiosa como en el Tamerlán (v.): si aquél era el héroe del imperialismo político, Fausto es el hé­roe de la excelencia humana llevada hasta sus extremos límites de conocimiento y goce. Pero el personaje y el clima trágico se forman fatigosamente, y no alcanzan fuerza poética más que en la escena en que se exalta la belleza de Elena y en la final, de la condenación. [Trad. de Juan G. de Luaces en el volumen Teatro de Marlowe (Barcelona, 1952)].

E. Allodoli

Antecesor de Shakespeare, como el Perugino lo fue de Rafael, el autor nos pre­senta, no el símbolo filosófico de Goethe, sino al hombre viviente, sensual y perso­nal; la criatura primitiva e impulsiva, es­clava de sus pasiones y agobiada de deseos, contradicciones y locuras, y que, con estre­mecimientos de voluptuosidad y de angus­tia, se deja deliberadamente caer por la pendiente de su precipicio. (Taine)

*   La suposición de un drama alemán autónomo derivado directamente, en alemania, de la Historia de Fausto de Spiesz, no ha podido hasta ahora hallar demostración; de modo que seguramente la leyenda faustiana llegó en alemania al teatro a través del drama de Marlowe. La llevaron consi­go, en su repertorio, los «comediantes in­gleses», cuyas actuaciones, a fines del si­glo XVI, señalaron en alemania los inicios del teatro moderno. La primera representa­ción de fecha conocida es la de 1608 en Graz; pero muchas otras la precedieron y otras muchas la siguieron hasta que, con el surgir de compañías alemanas de actores y con la constitución de un repertorio dra­mático autónomo, la obra de Marlowe, por lo demás ya variamente modificada por los directores de compañía, fue substituida por un drama popular alemán, que, a través de los tiempos, se fue poco a poco reno­vando en una serie de sucesivas refundi­ciones.

De compañía en compañía, de lugar en lugar, el drama, replasmado cada vez según la libertad de hallazgos propia de la «Commedia dell’Arte», salpicado con los chistes y graciosidades de Crispín (v.), de Hanswurt (v.) o de Kasperle (v.), y al­gunas veces también de Arlequín (v.) o de Polichinela (v.), variamente entreverado de escenas cómicas y trágicas según el gusto del público, a menudo terminado con fue­gos artificiales, en medio de los cuales apa­recían en letras de fuego las palabras «Accusatus est, Judicatus est, Condemnatus est», alcanzó una vitalidad tan duradera que, to­davía a mediados del siglo XVII, Gottsched se preocupaba de ella en su Ensayo de una poética crítica (v.) como de un signo del gusto plebeyo imperante, y, más tarde aún, en 1767, la facultad de Teología de Wittenberg solicitaba y obtenía la intervención del Ministerio del Culto contra el anuncio de una representación de la compañía de J. Kurz, en la que Fausto era calificado de «Professor theologiae Wittenbergensis». El anuncio entero, por lo demás, puede bastar para dar una idea del tono del espectáculo: «Una gran comedia espectacular, antiquísi­ma, universalmente conocida, frecuentes ve­ces representada, y por varios modos vista, que aun así, será interpretada por nosotros en tal forma que nada semejante ha sido jamás ofrecido por otras compañías, titulada «In doctrina interitus, o sea, la pecaminosa vida y terrible fin del famoso y universal­mente conocido archimago Doctor Johannes Faust».

Según el cañamazo que el anuncio mismo reproduce en sus puntos más salien­tes, el drama empezaba, como el de Marlowe, con una «Dissertatio» de Faust en­cerrado en su «Museo» y dudoso de si de­bía seguir el «Studium theologicum» o el «Nicromanticum»; venían a continuación, entre una y otra escena de graciosidades de Crispín a vueltas con los espíritus y los demonios, la aparición de Mefistófeles en el bosque, la escena del pacto, los viajes, las brujerías en la corte del duque de Parma, una macabra escena con Fausto que, para utilizarlos en sus operaciones de magia ne­gra, desentierra en el cementerio los huesos de su propio padre y se detiene petrificado ante la súbita aparición del espectro de éste, una voluptuosa escena de delicias en un jardín encantado donde Fausto olvida aquellas terribles emociones, y el conjunto terminaba, después de un «ballet» de las Furias, en las fauces del Infierno, que se abrían en medio de los fuegos de artificio para engullir al pecador. La ausencia del episodio de Elena y la introducción de la corte del duque de Parma en lugar de las de los emperadores Carlos V o Maximilia­no I de que hablaban los Libros populares (v.), demuestran el origen meridional y católico del drama: en la Imperial y real Austria no era lícito ni bromear con la augusta memoria de los imperiales antece­sores del soberano reinante ni estorbar el sueño milenario de las bellas pecadoras pa­ganas; incluso el propio Mefistófeles tuvo que cambiar de traje: ya no fue, como en las viejas Historias, un «monje gris» al lado de Fausto, sino — ya antes de Goethe — un elegante «caballero vestido a la moda de España».

Sin embargo, aparte de la omi­sión o añadidura de tal o cual episodio, los demás dramas análogos de carácter popu­lar— tanto los más antiguos como los más recientes, lo mismo los alemanes que los holandeses, bohemios o ingleses — ofrecían una estructura poco distinta. No existía un espíritu individual de poesía que los di­ferenciase: todos eran «teatro», «búsqueda de emociones o diversión en un mundo de ilusiones». Y se comprende que, al mismo tiempo, pudo surgir junto a ellos y sacar de ellos alimento y estímulo cada vez re­novados otra forma de teatro: aquella en que la escena goza de una libertad de juego tradicional y propia, casi sin límites. Nos referimos al «teatro de Marionetas». Los textos que poseemos — por ejemplo los edi­tados por Simrock, Hamm, Schade, Engel, Bielschwosky, Kralik, etc. — son reexhumaciones o reconstrucciones tardías, del si­glo XIX; pero los elementos de que se com­ponen son antiguos y remontan en parte al siglo XVII. El favor popular de que go­zaron fue tal que cuando el teatro en pro­sa, en la segunda mitad del siglo XVIII, se fue poco a poco elevando hasta una forma culta, precisamente el teatro de marionetas ofreció a Fausto un público que le seguía siendo fiel y una acogida invariablemente favorable.

Por casi todas las ciudades, gran­des o pequeñas, de alemania consta docu­mentalmente que seguía representándose. Casi siempre el principio era un prólogo en el Infierno, con Plutón como personaje principal, y el final era también un des­censo espectacular al Infierno. Pero de una vez a otra las distintas escenas cambiaban según el ingenio del titiritero y los gustos de los espectadores: detrás de Fausto, y en contraste con él, aparecía Kasperle — que había pasado a ser el «lacayo» fijo en el mundo de los títeres alemanes —, y todas las invenciones y todos los recuerdos tenían cabida en la obra, así como todos los per­sonajes de la historia y de la poesía, desde Sansón a Helena, desde el rey Salomón has­ta Lucrecia, sin contar con los más fan­tásticos seres, desde cortesanos material­mente cornudos hasta cocodrilos volantes.

Y a pesar de ello, no había peligro de que ni el titiritero ni sus espectadores dejasen de tomar en serio lo que acontecía en la Y escena al héroe principal: el titiritero Geiselbrecht, ya en su vejez, preocupado por los actos impíos, las palabras blasfemas y el mísero fin de Fausto, no acababa de decidirse a representarlo porque «le conmo­vía demasiado». En esta luz, mixta de se­riedad emotiva y de grotesco realismo, apa­reció la figura de Fausto a los poetas que, en las últimas décadas del siglo XVIII, a través de una profunda renovación de las conciencias y de los ideales artísticos, die­ron a alemania su nueva poesía.

G. Gabetti