Novela picaresca de Alfonso de Castillo y Solórzano (1584- 1648), editada en 1642, última obra publicada en vida del autor, pues que no son de fiar las noticias sobre ediciones posteriores: constituye la continuación de las Aventuras del Bachiller Trapaza, quinta esencia de embusteros y maestro de embelecadores.
Trapaza es el padre de Rufina, la garduña de Sevilla (nueva recluta de la serie capitaneada por La Pícara Justina (v.), de López de Úbeda). Antes de pasar a mejor vida, Trapaza, salvado de las galeras, pero siempre pícaro, casa a Rufina con un viejo, provisto de una mediana fortuna: ésta no basta a Rufina, y trata de complementarla explotando su atractivo personal. Engañada por un primer adorador, logra que un segundo mate al primero: el marido muere de dolor al descubrir las infidelidades de su mujer, y Rufina comienza entonces sus faenas de gran estilo. Primera víctima es el viejo Marquina, el cual se da a entender que debe huir para sustraerse a la justicia: su tesoro pasa a poder de Rufina, a la que él ha acogido imprudentemente en su casa. Segunda víctima, un genovés que se empeña en encontrar la piedra filosofal: Rufina y un compadre se presentan como alquimistas, y terminan por quedarse con todo, dejando al genovés una carta burlesca llena de buenos consejos, última presa importante es Crispín, falso ermitaño, ladrón y jefe de ladrones: Rufina se hace acoger por él, le enamora como de costumbre, le roba y le hace detener.
Logrando huir, Crispín se pone de acuerdo con un rufián para pagar a Rufina con su misma moneda: pero el compadre se enamora de la bella picara y ella de él, de modo que se llevan todo lo que pueden de Crispín, y lo hacen prender y ajusticiar. Los dos se procuran entonces algún beneficio a costa de un director de cómicos, que termina burlado creyendo burlar, y se casan con la intención de poner un comercio de sedas, pero sobre todo con la intención de cometer burlas todavía más sabrosas. La narración está interrumpida por tres novelas más breves: «Quien todo lo quiere todo lo pierde», «El Conde de las legumbres» y «A lo que obliga el honor». La unidad fundamental de las cuatro narraciones, está dada por su adhesión al principio de que no conviene mortificar y combatir los instintos, sino que se deben utilizar para que la vida sea más bella, y que se pueden emplear con placer y ventaja siempre que se use de discreción, inteligencia y prudencia. En efecto, Rufina fracasa en su primera aventura, como Isabel (protagonista de la primera novela) en la suya y todos los que caen en las redes de Rufina, no porque sean individuos amorales o inmorales, sino sólo porque no son lo suficientemente inteligentes o hábiles para obtener su placer sin complicaciones. Pero todas las demás aventuras de Rufina, la del Conde de las legumbres, la de Doña Victorina (en la tercera novela), etc., etc., tienen éxito porque la satisfacción del instinto está ayudada por la inteligencia.
La Garduña es, por tanto, una variación sobre el amor ayudado en sus golpes por una lúcida inteligencia que lo lleva a triunfar de todo: pero se trata de un amor al propio yo, en sus aspectos más simples y vulgares, en torno a los cuales gira la vida. Una visión descarada y burlesca de la vida, que no toma en serio ninguno de los hechos trágicos, dramáticos o sentimentales que expone. Cierto es que del pícaro tradicional queda poco o nada: la característica de esta figura, no la dan tanto sus cualidades buenas o malas, cuanto la coexistencia y la compenetración de las unas y de las otras. Aquí, por el contrario, los conceptos de «honor, generosidad, de capacidad para tomar de huevo el camino de la honestidad, de lo deshonesto que es tal, porque falla continuamente en todo lo que emprende, más por su imprevisión que por la falta de talento» (Ruiz Morcuende), están completamente superados. Del pícaro fundamentalmente honrado, aunque con una honradez típicamente suya, Rufina y sus compañeros no tienen nada: ellos son malvados y no pueden dejar de serlo debido a su propia forma mental, además de que seguramente gozan en su modo de ser. Literariamente, la Garduña tiene bastantes méritos: narración viva, estilo atractivo, descripciones vigorosas entremezcladas acá y allá de máximas morales que, tal como están escritas, tienen más aire de burla que de severa admonición: de modo que la armonía del todo, más que perjudicada, sale gananciosa.
R. Richard