[The Sphinx]. Poema del escritor inglés publicado en 1894 en una lujosa edición ilustrada por Charles Ricketts.
El poeta imagina que en su habitación se ha acurrucado, indiferente ante la fuga del tiempo, una Esfinge muy antigua, lánguida y misteriosa, sinuosa y suave como un lince. Los primeros versos tienen una armonía sorda, apagada y acariciadora, que evoca el silencio de la estancia y pinta al ser aterciopelado y perverso que forma el objeto del poema. El poeta pide a la Esfinge que ponga su cabeza sobre sus rodillas para que él pueda acariciarle la suave garganta y tocar sus garras de marfil. Considera con un respeto mezclado de temor a este ser ambiguo que ha vivido miles de siglos, que trató a los demonios de la mitología, basiliscos o hipogrifos, que contempló a Isis arrodillada ante Osiris, y a Venus inclinada con amor sobre el cuerpo exánime de Adonis, que vio a la Virgen hebrea fugitiva con su santo Niño, que conoce la historia del Laberinto, y tuvo por amantes a los hombres más ilustres de la antigüedad; pero a las preguntas del poeta la Esfinge contesta con su misteriosa sonrisa.
Ciertamente amó al dios Amón de gran cuerpo cándido y de largos cabellos claros, venerado en todo Egipto. Ahora las ruinas de la estatua gigantesca del dios yacen desparramadas en las arenas desérticas. Y el poeta invita a la Esfinge a que regrese a Egipto para encontrar de nuevo a sus antiguos amantes o a buscar nuevos amores. Está cansado de verla junto a él, cansado de su mirada fija y su soñolienta magnificencia.
Que se aleje de una vez y deje al poeta con su Crucifijo, que vierte de sus ojos cansados lágrimas vanas por toda alma que perece. La Esfinge es uno de los poemas más elaborados y armoniosos de Wilde. El metro es el tetrámetro yámbico rimado (a b, b a). La escena y la atmósfera fantástica recuerdan El Cuervo (v.) de Edgard Poe, pero la angustia y el espanto de lo sobrenatural aquí están sustituidos por una nota de voluptuosidad pesada y turbia que evoca las fantasías decadentistas de Baudelaire. De las Tentaciones de San Antonio (v.) de Flaubert, Wilde imita en gran parte los detalles mitológicos y arqueológicos que a través de la musicalidad de sus versos se desarrollan en una escenografía lujosa e imponente.
T. P. Pieraccini
Oscar Wilde es un griego en todo el significado de la palabra: tanto en el mejor sentido como en el peor; helenista perfecto y, lo que más importa, portador desde su adolescencia de una imagen concreta, de orden visual y plástico, de la vida griega percibida en su conjunto-imagen que (con la sola excepción del año del De Profundis) le acompañó y dominó hasta el fin. (Du Bos).
Lo que en otros irlandeses fue, neta y duramente, impulso de rebelión política a las ideas y dominio ingleses, en Wilde se transforma en una paradoja antipuritana, tomando actitudes de modelos franceses y meciéndose en esas gracias célticas a las que siempre los irlandeses fueron propensos. Su arte, en sí y por sí, se disminuye, con tendencias hacia el juguete, la porcelana, la litografía; es como un extraño adorno de salón de soltero. (E. Cecchi)