LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES (Junichiro Tanizaki), comentado por Mario Vargas Llosa

La casa de las bellas durmientes

La casa de las bellas durmientes

Leer una novela traducida de una lengua y una cultura tan distintas a la nuestra puede deparar sorpresas. Recuerdo haber quedado deslumbrado, hace años, por el final de una novela de Junichiro Tanizaki que leí en francés. La heroína, luego de padecer toda clase de tribulaciones, se encerraba en su casa a guisar un exquisito plato de pescado. Durante mucho tiempo me quedó rondando este final imprevisto, en el que el sufrimiento y la desazón de la pobre mujer desembocaban en un festín culinario. ¿No revelaba este insólito episodio los complicados refinamientos de una sensibilidad difícil de desentrañar para el occidental? Un amigo japonés destruyó mi poética lectura de la escena, revelándome que el pescadillo de la heroína era, en verdad, un veneno. Lo que yo creía exótica ceremonia de liberación resultó un vulgar suicidio.

Mientras leía el bellísimo relato de Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes, me he preguntado muchas veces cuánto se habría perdido en el trasiego de los signos originales a los recios vocablos españoles, cuántos matices, alusiones, perfumes, referencias o mensajes subliminales desaparecerían en el viaje lingüístico de una historia que, además de ser tierna, excitante y terrible, está tan cargada de simbolismo y de misterio como un texto de alquimia. Pero, en todo caso, lo que se ha conservado de ella es todavía mucho y el lector de nuestra lengua debe bucear en las densas aguas de esta ficción con el ánimo preparado para vivir una experiencia extraordinaria: la de una fábula extraña y seductora que documenta como pocas esa región profunda donde los deseos sexuales y las pulsiones de destrucción y de muerte se confunden, en contubernio inseparable.

La anécdota de La casa de las bellas durmientes parece inspirada en la historia bíblica del anciano rey desfalleciente a quien, para devolverlo a la vida, hacían dormir con una muchacha núbil: «Era ya viejo el rey David, entrado en años, y por más que le cubrían con ropas, no podía entrar en calor. Dijéronle entonces sus servidores: «Que busquen para mi señor, el rey, una joven virgen que le cuide y le sirva; durmiendo en su seno, el rey, mi señor, entrará en calor.» Buscaron por toda la tierra de Israel una joven hermosa, y hallaron a Abisaq, sunamita, y la trajeron al rey. Era esta joven muy hermosa, y cuidaba al rey y le servía, pero el rey no la conoció».

Se trata de un viejo mito o ilusión, que merodea por todas las culturas, y que Eguchi, el protagonista de la historia, recuerda en una de esas noches tristes e intensas que pasa en la vivienda de las muchachas dormidas: «Desde la antigüedad, los ancianos habían intentado usar la fragancia de las doncellas como un elixir de la juventud.» El no es un anciano decrépito y ya muerto para el sexo, como su amigo Kiga, quien le revela la existencia de la casa secreta, suerte de monasterio sexual o claustro de la fantasía, donde los clientes van a pasar la noche junto a jóvenes narcotizadas. Tiene 67 años y una potencia viril aún activa pero declinante; los placeres que él busca allí, si pueden ser llamados así, tienen que ver tanto con la memoria y la imaginación como con el cuerpo. La casa se rige por reglas estrictas, que protegen la integridad de las muchachas, algunas de las cuales son vírgenes: no pueden ser estupradas ni torturadas. Pero, eso sí, están allí para que, caldeadas por la cercanía de los bellos cuerpos desvanecidos, las mentes de los ancianos perpetren con ellas todos los excesos. Eguchi sucumbe a la tentación algunas veces y fantasea crueldades y muertes excitantes para sus dóciles compañeras. Pero éstas son manifestaciones excepcionales. A él, las bellas durmientes, a las que contempla con minucia, arrobo y, sobre todo, desesperación, le reavivan los recuerdos, le devuelven los rostros y las voces de viejas amantes, momentos cruciales de su existencia en los que, desdichado o feliz, vivió la vida con plenitud cabal, o, como le sucede con el recuerdo de su hija menor, violada por un pretendiente y casada con otro, sintió vértigo ante la insondable complejidad del alma humana.

¿Goza Eguchi junto a las muchachas dormidas? Difícilmente podría hablarse en su caso de felicidad, en el sentido de contentamiento con el mundo, consigo mismo y con los demás. Por el contrario, las bellas durmientes con las que Eguchi puede soñar pero no hablar, que nunca lo han visto y que jamás sabrán que pasó la noche con ellas, le dan una conciencia terrible de su soledad así como la juventud y la fresca belleza de sus caras y cuerpos le hacen ver la irremisible decadencia, tristeza y fealdad de la vejez. Sin embargo, La casa de las bellas durmientes no es una obra de estirpe puritana, uno de esos «exiemplos» medievales llenos de feroces acoplamientos para mostrar el horror del pecado. Nada de eso: es un relato en el que el erotismo —es decir, el amor físico enriquecido por la fantasía y el arte de la ceremonia— desempeña un papel capital. La delicadeza de las descripciones del cuerpo femenino y de los turbulentos deseos o las tiernas sensaciones que él despierta configuran a menudo una atmósfera de una sensualidad subyugante en la que todos los objetos del rededor —la colcha eléctrica, el cuadro de paisaje otoñal, las cortinas de terciopelo carmesí y hasta el lejano romper de las olas— se impregnan de carnalidad y de deseo.

Pero, en esta historia, «la chair est triste, helas!», como, en el poema de Mallarmé. Porque quien la protagoniza es un hombre al que la decadencia física da una acerada conciencia de muerte y porque esta casa del sexo es también un lugar lleno de enigmas y rituales, donde, sin quererlo ni saberlo, las bellas muchachas y sus ancianos clientes parecen animar un complicado libreto que alguien, desde las sombras, prepararía para ellos y, presumiblemente, observaría representar.

El personaje más misterioso de esta novela misteriosa no son las muchachas complacientes ni los ancianos que las alquilan, sino la mujer de la posada. ¿Es la dueña o sólo administra el lugar? Ella habla del «hombre que posee la casa», pero a éste nunca lo vemos; ella, en cambio, está siempre allí y toma todas las decisiones. Sombra furtiva, mujer sin nombre, de unos cuarenta y cinco años de edad, cuya voz suena como «un murmullo glacial», la circunda un aura inquietante. En todas sus apariciones comunica una impresión de dominio y de sabiduría que trasciende los límites de una mera celestina. Ni siquiera la muerte de la muchacha morena la inmuta o descuadra su impecable cortesía; su única aprensión, en ese momento dramático, es que Eguchi, actuando de manera atolondrada, «llame la atención». Se diría que no es el escándalo lo que teme, sino la inobservancia de las formas, esas formas rigurosas, secretas —las podríamos llamar también artísticas— que organizan la vida y la muerte en este espacio reservado, con sus leyes y ritos propios, distintos de los del mundo exterior, que es la posada de las durmientes. La sensación del lector es que esta mujer mueve los hilos invisibles de ese pequeño mundo ceremonial, que ella es como su sacerdotisa suprema y los demás personajes los dóciles oficiantes de un rito que ella ha concebido y que sólo ella conoce a cabalidad.

El erotismo es fantasía y es teatro, sublimación del instinto sexual en una fiesta cuyos protagonistas son los oscuros fantasmas del deseo que la imaginación anima y que ansia encarnar, en pos de un placer escurridizo, fuego fatuo que parece próximo y es, casi siempre, inalcanzable. Se trata de un juego altamente civilizado, al que sólo acceden las culturas antiguas que han alcanzado un elevado nivel de desarrollo y muestran ya síntomas de decadencia. El erotismo es incompatible con el espíritu emprendedor y miliciano de los pueblos conquistadores, los que se hallan en pleno proceso de expansión y consolidación, o con las sociedades espartanas, fanatizadas por un dogma religioso o político. En ellas, las energías del individuo son requeridas por el ideal colectivo, y el sexo, fuente de desmoralización espiritual y cívica, es reprimido y confinado a una función reproductiva: traer hijos al mundo para hacer la guerra ó servir a Dios.

El siglo erótico por excelencia, en Occidente, es el siglo XVIII. Siglo escéptico, de desmoronamiento de todas las certidumbres religiosas, científicas y sociales, en el que los ideales y los condicionamientos colectivos se derrumban y el individuo emerge, agigantado, autónomo, liberado de la placenta social y de la coyunda religiosa. La sociedad no se ha disgregado, pero sus instrumentos de control sobre los individuos se hallan tan debilitados y descompuestos que cada cual puede, de acuerdo a sus medios o talentos, tener la vida que le plazca; y la Iglesia, que nominalmente sigue siendo la guardiana de la moral y las costumbres, ha perdido tanto poder y se halla tan relajada y disuelta que, más bien, en lugar de velar porque los instintos humanos permanezcan constreñidos, contribuye a desbocarlos. Disociado de los fines utilitarios y morales de la mera reproducción, el amor torna a ser el territorio privilegiado del placer y un derecho recién descubierto que el individuo hace suyo y proclama a los cuatro vientos, en tratados filosóficos, en poemas y ficciones picarescas, pero, sobre todo, practicándolo, en las formas más barrocas y fantasiosas, ornamentándolo y complicándolo hasta lo indecible. Esta bella fiesta sensual significa, sin duda, de un lado, un gran salto liberador para el hombre, al que la sociedad devuelve, en lo que al sexo se refiere al menos, parte de aquella soberanía que toda sociedad debe recortar y codificar para hacer posible la coexistencia, la vida colectiva. Pero, de otro, significa también llenar las calles y las casas de la ciudad de unos demonios insaciables, de esas bestias ávidas —los deseos humanos— que, sin ataduras ni frenos —y, más bien, estimulados por la moral reinante— no pueden ser jamás satisfechos, pues sus apetitos y exigencias crecen vertiginosamente hasta poner en peligro la existencia misma de la vida gregaria. El erotismo, que comienza siendo, siempre, una fiesta regocijada y feliz, suele terminar en lúgubres o sangrientas hecatombes, porque para el deseo en libertad no hay otro límite que la muerte, como muestran esas atroces devastaciones en que terminan siempre las orgías de las novelas de Sade.

En la civilización industrial moderna el erotismo ha sido, por lo general, despojado de toda carga subversiva, esa vocación contestadora de lo existente —la transgresión de las reglas que regulan la vida en sociedad— que le es connatural, y transformado en un entretenimiento anodino, domesticado y comercial, en una suerte de caricatura de sí mismo. Salvo en el caso de ciertos individuos que lo practican a salvo de miradas indiscretas, en la cata-cumba, como lo que en verdad es: un juego exaltante y peligroso en el que el hombre puede enriquecerse y alcanzar una cierta plenitud; pero también destruir a los demás y destruirse.

Esto está maravillosamente mostrado por Kawabata en La casa de las bellas durmientes: «Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana. En la oscuridad del mundo están enterradas todas las variedades de transgresión», reflexiona el narrador, tan cerca de la conciencia de su personaje que este sombrío pensamiento podría ser del propio Eguchi. La ceremonia que los ancianos vienen a oficiar a la posada es agridulce y patética. Acostados junto a jóvenes insensibles, rememoran su potencia perdida, el fuego vital que incendió antes sus noches con mujeres como éstas, y que ahora es ceniza. El sueño profundo y artificial en el que están sumidas sus compañeras de lecho, garantiza la discreción y pone a salvo a los clientes del ridículo que sentirían, tal vez, al sentirse observados por ellas en los escarceos anodinos a los que sus cuerpos fofos y arruinados las someten. Protegidos de la vergüenza y de la humillación, en ese aposento donde, extrañamente, al mismo tiempo que las muchachas cambia el paisaje que decora la pared, juegan un rato con esos apacibles contornos femeninos y luego se duermen, ayudados por somníferos que forman parte, también, de los servicios de la casa. En las imágenes del sueño tienen, sin duda, los momentos más gratificantes de la noche, cuando el simulacro de goce que protagonizan parece más próximo a ser realidad. Pero esa ilusión puede deshacerse en la muerte, como le ocurre al viejo Fukura, quien pasa de éste al otro mundo en una de esas noches de figurado erotismo.

El sexo es la piedra de toque que revela lo que hay de feo y de triste en la vejez. Comparando su cuerpo con las pieles tersas y frescas, con las formas duras y elásticas de sus acompañantes, Eguchi tiene una conciencia acentuada de su decadencia física, del avance anticipado de la muerte por sus músculos y sus articulaciones. Y esa sensación roe y mata su placer apenas despunta. Pero, en su caso, lo que hay de obsceno y de innoble en los ritos que perpetra con las jóvenes dormidas, se atenúa por la delicadeza de sus recuerdos, por la elegancia y finura de ciertas imágenes que ha preservado su memoria y que la vecindad de las muchachas desnudas actualiza en su conciencia. Como aquel árbol de camelias, cuatricentenario, que vio con su hija menor en un templo de Kyoto, y cuyos racimos de flores de cinco colores diferentes eran tan espesos que tapaban el sol. La descripción es la más conmovedora del libro y también una de las más misteriosas porque, en el estado de la exaltación en que se encuentra el espíritu de Eguchi, los pétalos de la camelia dejan de ser castos y parecen animarse con su tenue «zumbide de abejas», de una tierna e inconsciente sensualidad, como la muchacha que duerme al lado del protagonista.

El pensamiento de la muerte ronda a Eguchi desde hace mucho, pues ya de joven había propuesto a una de sus amantes suicidarse juntos. Aquí esa tentación se reaviva, ante el espectáculo de las muchachas narcotizadas que ya parecen haber efectuado el tránsito y llamarlo desde la otra orilla. En pocas novelas se ha descrito más persuasivamente que en ésta esa pulsión de muerte que parece estar inevitablemente agazapada en la entraña del sexo, por lo menos cuando éste ha dejado de ser simple cópula animal, y se halla ennoblecido por la fantasía y la vocación de teatralidad con que lo cultivan las culturas más avanzadas. Curiosamente, estos progresos de la «civilización» en materia sexual reintroducen en la vida en sociedad una fuente de desquiciamiento y de violencia de los que suelen estar exonerados los pueblos primitivos: entre éstos no se dan, casi, los «crímenes del amor», los que sí florecen, en cambio, en las sociedades donde impera la libertad y donde retroceden los prejuicios y las servidumbres y donde la ciencia ha comenzado a derrotar a la enfermedad y a la ignorancia.

Breve, bella y profunda, La casa de las bellas durmientes deja en el ánimo del lector la sensación de una metáfora cuyos términos no son fáciles de desentrañar. ¿Qué esconde esta historia que, obviamente, no se agota en sí misma? ¿La paradoja de que el sexo, la fuente más rica del placer humano, sea también un pozo tétrico de frustraciones, sufrimientos y violencias? ¿Cómo, en este dominio, la civilización no puede desprenderse de la barbarie? Una novela no tiene por qué dar respuesta a estas preguntas; si sabe suscitarlas, como transpiración natural e inevitable de una fantasía que nos mantiene subyugados durante la lectura y luego pervive y se enriquece en el recuerdo, ha cumplido con creces su función y debemos agradecérselo.

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