Guzmán de Alfarache. Mateo Alemán

Novela pi­caresca de Mateo Alemán (1547-1614?), pu­blicada en dos partes; la primera en Ma­drid, en 1599, con el título Primera parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache; la segunda, en Lisboa, en 1603, con el títu­lo: Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana, por Mateo Alemán, su verdadero autor.

Dice «su verdadero autor» porque en 1602 había salido otra segunda parte apócrifa, obra del abogado valenciano Juan José Martí (1570-1604), que se ocultaba bajo el pseudónimo de Mateo Luján de Sayavedra. La novela, siguiendo las directrices inau­guradas por el Lazarillo de Tormes (v.), es la narración autobiográfica de un pícaro que después de toda clase de aventuras, acaba condenado a galeras, y narra su vida. Como el Lazarillo, empieza por contar quié­nes fueron sus padres. El padre era un mercader genovés y, naturalmente, ladrón, que habiéndose establecido en Sevilla, fue apresado por los moros y conducido como cautivo a Argel, donde renegó y se casó con una mora hermosa y principal, a la cual robó luego toda su hacienda. De vuel­ta a España, quita a un anciano caballero su amante, y de ella tiene a Guzmán. Éste, a la muerte de su padre, deja la casa y se va por el mundo a ganarse la vida. Es un muchacho lleno de buenas intenciones, a quien la experiencia pronto se encarga de poner en la senda del mal. El primer día, en una posada, le dan de comer una tortilla de huevos empollados, y ya con el polluelo. Llegado a Cantillana juntamente con un mozo de muías y un clérigo, en un mesón le dan carne de mulo que hacen pasar por carne de carnero, y le roban la capa; pero Guzmán descubre el engaño y denuncia al hostelero a la justicia. Siguiendo el viaje hacia Madrid, entra al servicio de un ventero y así aprende a robar en el cobro, a aligerar los bolsillos de los clientes y a cometer otras mil fechorías. Llegado a Ma­drid, empieza a ejercer la «florida picar­día», es decir, entra en la honrosa cofradía de los ladrones y de los tahúres.

Durante algún tiempo hace de pinche de cocina y conoce un período de bienestar, pero ad­quiere el vicio del juego, vuelve a robar y es despedido. Vuelve a la vida del pícaro hasta que, haciendo de esportillero, puede robar una bonita suma de dinero y huye entonces a Toledo donde, vestido de caballero, se dedica a hacer de galán, pero es burlado por dos cortesanas. Se alista luego en las tropas que van a Italia y despilfarra su dinero para congraciarse con el capitán, que, al llegar a Génova, se des­entiende de él. Guzmán se pone a la bús­queda de los parientes de su padre; pero como le ven hambriento nadie le reconoce, salvo un viejo que lo lleva a su casa, pero le manda a la cama sin cenar y por la no­che lo hace apalear por cuatro falsos de­monios. Guzmán entra en la cofradía de los mendigos, de los cuales aprende sus curiosos estatutos y, pidiendo limosna, lle­ga a Roma, donde aprende a imitar llagas incurables. Un cardenal, apiadado, lo toma consigo y lo hace curar por médicos de manga ancha que, a trueque de poder sacar dinero al prelado, reconocen como verda­deras las falsas llagas. Pero también en casa de Monseñor, Guzmán comete toda clase de bellaquerías, roba en la despensa, hace burlas, vuelve a jugar, hasta que por fin hace que le pongan en la calle. Pasa así al servicio del embajador de Francia: y aquí termina la primera parte. El emba­jador, era un «enamorado», es decir, que, como todos los embajadores, tenía una gran debilidad por las mujeres, y Guzmán hacía el oficio de «ministro de Venus y Cupido». Solicitando para su señor una dama roma­na, ésta, para castigarle por su atrevimien­to, se burla haciéndole pasar una noche lluviosa en un sucio corral. El día después, mientras se queja con la criada de la cruel­dad de la señora, es embestido por un cer­do, que lo lleva montado durante un buen trecho, y lo deja mohíno y burlado.

Para substraerse al ridículo de sus desventuras conocidas por toda la ciudad, Guzmán se despide del embajador con la intención de visitar Florencia y otras ciudades de Ita­lia. Durante el camino traba amistad con Sayavedra, hermano de Juan Martí, el au­tor de la segunda parte apócrifa, y en Sie­na, con otros, le quita el baúl con todos los vestidos y el dinero acumulado con sus servicios de mediador. Mientras se dirige a Florencia, Guzmán encuentra a Sayave­dra, le perdona la complicidad en el hurto y le toma consigo como servidor. Se dirigen ambos a Bolonia, donde Guzmán encuentra al principal ladrón de su baúl, lo denuncia y acaba él en presidio. Al salir de la pri­sión, con la ayuda de Sayavedra, maestro en la materia, hace trampas en el juego y huye a Milán, donde con una audaz es­tratagema tima a un mercader. De esta manera puede llevar en Génova una vida fastuosa, agasajado esta vez por el an­ciano tío y por los demás parientes, que incluso le quieren alojar. Pero Guzmán se venga de la burla sufrida cuando era mu­chacho estafándoles por medio de una treta ingeniosa, y se embarca con Sayavedra en la galera del capitán Favelo, que se dirige a España. A la altura de Marsella la nave es sorprendida por un temporal y Sayave­dra, enloquecido, se arroja al mar y muere ahogado. Guzmán desembarca en Barcelona y viaja por varias regiones ejerciendo los más variados oficios. En Zaragoza un me­sonero lo sujeta al «Arancel de las nece­dades» (que parece imitado por Quevedo); una mujer le burla y por otra se ve obli­gado a dejar la ciudad. En Madrid, una mozuela le pone una querella y para evitar la prisión Guzmán debe desembolsar 200 ducados. Dedicado al comercio de joyas, au­menta el capital, compra una casa y se casa con la hija de un mercader amigo suyo, el cual lo ayuda a estafar a sus acreedores. Muere su mujer y, al quedarse viudo, Guz­mán decide ordenarse sacerdote y se va a estudiar a Alcalá, pero durante una rome­ría se enamora de la hija de una mesonera y se casa con ella. Abandonados sus estudios se dirige con su mujer a Madrid, don­de viven en la más cínica corrupción, aca­bando con prestar a la esposa los mismos servicios que al embajador.

Desterrados de la ciudad por escándalo, los dos pasan a Sevilla y Guzmán encuentra allí a su an­ciana madre, pero es abandonado por su esposa, que huye a Italia con un capitán de galera, dejándolo solo y pobre. Guzmán entonces vuelve a sus robos y engaños: en­tre otras cosas vende una casa que no es suya y engaña a un santo monje. Entra, al servicio de una señora, la roba y es descubierto y condenado a seis años de ga­leras. Pero como intenta huir y es apre­sado, la condena es conmutada a perpetui­dad. Los sufrimientos horribles de las ga­leras enderezan finalmente el alma del pícaro a la virtud, y como denuncia una ten­tativa de amotinamiento de los galeotes, se le promete la libertad.

En la novela, según un procedimiento puesto de moda por Boyardo y Ariosto e imitado por todos, incluso por Cervantes, hay intercaladas tres historias: «Ozmín y Daraja» (I, 1, 8); «Dorido y Clorinia» (I, 3, 10); «Maese Jacobo y sus hijos» (II, 2, 9) y una rica colección de referencias novelísticas vinculadas en parte a la tradición clásica y en parte a la musa popular y a la observación directa de la realidad. Y es aquí donde triunfa el arte del escritor. Como todos los escrito­res picarescos, Alemán persigue los aspectos más inmediatos y crudos de la vida. Su novela es un cuadro de abyección y de mi­seria que voluntariamente se opone a las rosadas ficciones pastoriles y caballerescas de la literatura cortesana. Ya no es la sátira sutil del Lazarillo, que escoge los episodios, los depura de la anécdota y coor­dina su representación desde un punto de vista moral, consiguiendo de este modo con facilidad un equilibrio artístico: es una desenfrenada fantasía creadora, un vigo­roso naturalismo mal dominado por los fre­nos de la moral. Porque Alemán es el hom­bre de la Contrarreforma: siente la llamada del instinto y se entrega a él, pero sabe que el instinto es pecaminoso y a él opone la razón. Hay en él la alegría de contar, la complacencia por la vida canallesca consi­derada como una épica al revés, pero a ella contrapone la divagación filosófica que de los casos más desesperados saca un ejem­plo moralizador. Una moral pegadiza, que queda siempre yuxtapuesta e introducida de una manera subrepticia. El autor, hom­bre de ciencia y letras, va a buscar su mo­ral muy lejos, pero no consigue jamás ofrecerla pedagógicamente y a menudo la con­dimenta con la nota picante. Cuando le falla la punta de malicia le queda siempre la complacencia verbal que da amplitud y sonoridad a la prosa, ilumina los más in­significantes detalles y refleja la realidad como un espejo deformante pero muy lím­pido. La novela pronto fue traducida a to­das las lenguas.

C. Capasso