[Grundlage des Naturrechts nach den Prinzipien der Wissenschaftslehre]. Obra de Johan Amadeus Fichte (1762-1814), publicada en 1796 en Jena, en la que se desarrolla una concepción idealístico deductiva del derecho, según el método general que inspira el sistema filosófico fichteano. Se junta, en efecto, a la Doctrina de la ciencia (v.), de la que asume el principio de que la esencia íntima del espíritu no es el pensamiento o la inteligencia, sino la libertad como actividad autónoma. Precisamente este concepto de libertad se determina ahora por medio del conocido principio fichteano de que el sujeto adquiere conciencia de sí mismo por medio del objeto. Si en el plano del conocimiento el objeto se presenta como naturaleza, en el plano de la libre actividad práctica no podrá consistir más que en otro sujeto, puesto que podemos levantarnos hasta el conocimiento de nuestra libertad sólo mediante la representación de la libertad ajena. Cuando, en cambio, el objeto representado es necesario y mecánico como la naturaleza física, el proceso es contradictorio y absurdo, mientras que la acción que ejerce sobre nosotros otro sujeto, debido a que no es necesitante, sino sencillamente solicitante, lo hace posible. Si, por lo tanto, hace falta a la conciencia de nuestra facultad de autodeterminación una determinación (objeto) primitiva, ésta, concebida como incitación y ejemplo, será compatible con nuestra autonomía. El hombre, como ser razonable y libre, llega a ser hombre sólo entre los hombres: el concepto de hombre no es el concepto, impensable, de individuo, sino el de género.
De no haber conocido nunca a seres libres, de tener sólo la representación de un mundo material y mecánico, el hombre no llegaría nunca a la conciencia de la libertad, y no superaría el estado de mera naturaleza. Sacando de esta manera una pluralidad de seres libres del concepto mismo de libertad, es posible establecer entonces el concepto de «derecho». Puesto que la libertad de cada uno exige como condición de su ejercicio cierta esfera exclusiva de acción, es necesaria de parte de todo individuo una restricción voluntaria del propio campo de actividad, de manera que no pase a la esfera ajena. La coexistencia de una pluralidad de seres libres no es posible más que gracias a una limitación voluntaria y recíproca de sus libertades, fundada sobre el mutuo reconocimiento de estas mismas libertades. Esta característica relación entre seres libres es precisamente el «derecho». No es, por lo tanto, una concepción artificial de los hombres, puesto que se basa en la razón y en la libertad, al igual que no es ninguna rama de la moral. El derecho es anterior a la moral, de la cual es condición, debido a que hace posible la comunidad de seres libres que se presupone por la ley moral. Esta anterioridad del derecho con respecto a la moral, además de resultar del mismo desarrollo del sistema, es confirmada por los hechos.
La ley moral es, en efecto, un imperativo categórico, valedero incondicionadamente, mientras el derecho es una ley puramente permisiva, no imperativa, y limitada a las personas que se encuentran en comunidad de acción. Queda ahora para precisar en qué consiste precisamente la esfera de acción propia de cada uno. Ésta no puede ser más que una porción del mundo espacio-temporal, condición inmediata del ejercicio de nuestra libertad, y tal porción estricta y exclusivamente vinculada al individuo no puede x ser otra cosa que el «cuerpo». Esta «deducción» del cuerpo humano por el concepto de la libertad, puesto *que es expresión e instrumento de la libertad en su realización, demuestra que entre el cuerpo y el alma no existe una oposición dualista de naturaleza que haría imposible la aplicación del principio moral, y la realización del espíritu, es decir, de la libertad en el mundo. Ver en el cuerpo un obstáculo a la libertad, significa renunciar místicamente a la vida terrenal, y precisamente Fichte condena este misticismo como la negación misma de la moralidad. En estridente contraste con la moral tradicional, el cuerpo llega a ser, en cambio, algo sagrado. Sin embargo, no basta para asegurar la actuación de la libertad en el mundo: hace falta, también, el empleo de ciertos objetos que dependen exclusivamente de la persona, porque de otra forma las modificaciones de estos objetos desorientarían la acción y turbarían su resultado. De ahí el derecho de «propiedad», cuyo origen indica suficientemente su carácter de inviolabilidad, cualesquiera que sean las especificaciones de las que llega a ser susceptible cuando intervienen para regularlo la constitución de la sociedad y el Estado.
La necesidad de garantizar los derechos de la persona contra los arbitrios de la voluntad individual, permite, además, deducir el derecho de «coerción», y el ejercicio regular de este derecho conduce necesariamente a la idea de Estado. En efecto, cuando alguien haya violado los derechos de la comunidad, ha de ser sometido a una coerción, cuya duración depende del comportamiento del culpable. Mantener o revocar la coerción con respecto a él, supone el conocimiento de sus acciones futuras: se hace necesaria la constitución de una «autoridad», depositaría de los derechos de coerción de los individuos, cuya permanencia en el tiempo substituye el conocimiento del futuro, que falta a los individuos. Constituida la autoridad, los individuos llegan a un acuerdo o «contrato social» por el que la ley del Estado llega a ser la expresión y la norma del derecho. Conjugando el poder judicial con el ejecutivo, el Estado asume la función de garantizar la justicia y realizar el derecho. La función del Estado consiste, por lo tanto, en hacer una realidad concreta del derecho, que, sin embargo, posee una existencia virtual, «in abstracto», anterior al Estado. De todos modos, según Fichte, la función del Estado es, al cabo, provisional. En una sociedad ideal puramente moral la institución del Estado es inútil, puesto que el recíproco respeto del derecho está suficientemente garantizado por la buena voluntad de los individuos.
En la concepción fichteana, pues, el Estado no es una persona moral superior a los individuos, como la «polis» y la «civitas» de la Antigüedad, ni una pura ficción, una invención arbitraria de los individuos, como sostenía el contractualismo del siglo XVIII, sino, por decirlo así, la síntesis de estas dos concepciones. Por un lado, es obra de la libertad de los individuos, no lógicamente anterior a ellos, sino existente solamente por medio de ellos: por otro lado, no es nada de arbitrario o contingente, sino un Contrato basado en una necesidad racional. En cuanto a las relaciones entre Estado y Gobierno, este último, como detentador del poder ejecutivo, independientemente de la forma histórica que pueda asumir, debe ser el representante de la voluntad común, haciendo de juez de toda la comunidad. Es necesaria, por lo tanto, una magistratura, que Fichte llamó «eforado», que puede prohibir la ejecución en caso de violación del derecho sancionado y dirigirse al juicio de la comunidad: el eforado es, por lo tanto, el verdadero depositario de la Constitución.
G. Alliney